De seguir Porfirio Muñoz Ledo al paso que iba podía sucederle lo que a Mike Tyson después de morder la oreja de su adversario: generar el vacío social y político al perder toda legitimidad como contendiente. Pero más allá de las agresiones mutuas -por demás normales en la lucha electoral una vez que las partes escogieron, en plena conciencia y libertad, las tácticas y riesgos históricos de su desempeño político-, es pertinente referirse al verdadero problema de fondo de la crisis perredista: el divorcio o separación entre su comportamiento ético y su conducta política tanto partidaria como de gobierno en el Distrito Federal.
Nos referimos a la incongruencia entre los valores de moral social y democrática, que dice defender un número significativo de militantes, dirigentes, diputados y funcionarios perredistas, y su práctica política real o cotidiana. Cada día es más evidente la contradicción abierta entre sus nobles propósitos de transformación nacional y su verdadera conducta de mezquindad, arrogancia y despotismo burocrático acompañado de una ineficiencia cercana a la inmoralidad por la dimensión de sus estragos públicos.
En relación a sus principios de gobierno, poco se ha hecho para alcanzar la plena vigencia del estado de derecho prometida, y la normatividad administrativa suele violarse sea por ignorancia, falta de experiencia o dolo; la descentralización es puramente retórica y más bien es el caos en la distribución de funciones lo que impera al ritmo de las imposiciones conspirativas de los altos funcionarios del gobierno central; la participación ciudadana se convirtió en meros ejercicios de simulación sin continuidad ni claridad de objetivos; el mejoramiento en la calidad de la vida es quimérico y no se diga el esfuerzo para reducir la iniquidad social; lo mismo puede decirse para el impulso y fomento del desarrollo sustentable. Lejos seguimos de vivir en una ciudad segura y con justicia, más democrática y participativa; tampoco es más incluyente y solidaria; los servicios públicos han decaído notablemente a falta de cuidado y vocación de servicio de los funcionarios encargados; y la ciudadanía constata cada día que nos encontramos frente a un gobierno irresponsable y poco eficiente. Peor aún, si analizamos las razones que explican tamaño fiasco, aparte de los presupuestos insuficientes, encontramos que se reprodujeron las prácticas clientelares, de simulación y corrupción patrimonial que caracterizaban a las administraciones anteriores.
Para incontables perredistas el fin justifica los medios, ya sea para alcanzar posiciones en el partido, poder en el gobierno o ascenso y permanencia dentro de la nueva nomenklatura. Todo se vale en la lógica burocrática de los nuevos aparatchiks. Pretenden una limpia vocación democrática y se prestan a un fraude masivo en su propia elección interna; se hacen de la vista gorda ante la intervención abierta del gobierno citadino en los procesos electorales internos del PRD (baste como prueba la inadmisible participación de sus funcionarios de todo nivel en las planillas registradas), y critican el régimen de partido de Estado; con toda impunidad purgan, despiden, excluyen o condenan al ostracismo a sus adversarios de izquierda, a falta de poder eliminarlos físicamente al modo del viejo estalinismo, y al mismo tiempo pretenden representar una opción política de izquierda democrática incluyente; reclaman representar las libertades democráticas, pero toman represalias contra todo aquel que se atreve a criticar su ejercicio partidario y de gobierno; se afirma que en el PRD no existe cacicazgo o caudillismo alguno pero nadie da un paso significativo sin la aprobación tácita o explícita del Ingeniero; permiten e impulsan todo tipo de prácticas clientelares y simultáneamente pretenden gobernar para todos; minimizan o hacen caso omiso de la corrupción en las propias filas mientras exigen probidad en los gobiernos priístas y panistas; en fin, se trata de la conocida moral de doble rasero característica de la política autoritaria, hipocritona, corporativa y patrimonial.
De sobra la historia del siglo que culmina se ha encargado de demostrar en términos irrefutables que el fin no justifica los medios, que el extravío de las razones éticas necesariamente conduce a la derrota política electoral, en el mejor de los casos, y a la tragedia histórica en el peor de los escenarios -desaparición de la URSS-. Se está perdiendo a grandes pasos la legitimidad alcanzada en las urnas en 1997, y el voto masivo de castigo se dejará sentir el año próximo, en el país y particularmente en el Distrito Federal, si la autocrítica queda como mero recurso retórico y no se resuelven en la práctica las deficiencias más apremiantes en el ejercicio de gobierno; si se continúa con la política de las avestruces en materias de corrupción, seguridad, eficiencia en los servicios, organización ciudadana y prácticas administrativas fuera de las normas vigentes.