EL ALBOROTO DE LA SUCESION
Conforme se acercan los comicios del año entrante, se acelera y multiplica la construcción de candidaturas presidenciales en las tres principales formaciones partidarias. Ante la ebullición de simpatizantes y la proliferación de aspirantes, y ante los intercambios verbales entre éstos, cada vez más críticos y punzantes, los apacibles y previsibles "tiempos políticos" son, ya, parte de la colección de rituales en desuso del viejo sistema. Las negociaciones, los amarres y las patadas bajo la mesa que hasta el sexenio pasado se mantenían fuera de la vista de la sociedad resultan, hoy, mucho más transparentes, y eso vale para todos los partidos, pero especialmente para el oficial.
Quienes se consideran aptos para disputar la titularidad del Ejecutivo en el 2000 no vacilan en admitirlo ni en emprender acciones que la ciudadanía percibe como de campaña y proselitismo. Diríase que los afanes presidenciales han dejado de ser vergonzantes, y este importante cambio en nuestra cultura política no sólo resulta positivo para los propios aspirantes sino para el conjunto de la sociedad.
De esta forma, los procesos de gestación de candidaturas dejan de ser un asunto iniciático e impenetrable y se colocan, al fin, en la esfera de lo público, y allí, los contendientes confesos son sometidos a un severo escrutinio público por el cual no cabe llamarse a escándalo.
Ciertamente, el intenso manejo de nombres propios, perfiles y trayectorias individuales que presenciamos, puede conducir --como ocurre en regímenes democráticos maduros-- a sobrevalorar personalidades en detrimento de plataformas, ideas y programas y a banalizar, en algún grado, la política. Este es un riesgo que vale la pena correr en aras de la transparencia y la superación de las asfixiantes prácticas palaciegas tradicionales.
Asistimos, en suma, a un paso nada desdeñable en la modernización política de la Nación. Es previsible que, en los meses sucesivos, se eleve el tono del debate entre aspirantes, precandidatos y candidatos, y cabe esperar que la contienda por el poder público se mantenga, precisamente, en el ámbito del debate, por ríspido que sea, y que al final, los votos --sólo los votos-- se encarguen de dar su veredicto.