No es agradable, en este espacio, recurrir a la primera persona del singular. Aunque a veces puede que sea mejor así, para no aburrir al lector con valoraciones que, por su complejidad, pueden prestarse a confusión. Al grano.
Buena parte de lo que sé y no sé de política, sociedad y racismo lo aprendí en Estados Unidos, a mediados de los años setenta. La primera experiencia la viví en Houston, Texas, a donde llegué con mi esposa e hija para renovar la visa de turista en México. Nos hospedamos en casa de un joven abogado, ex "Cuerpo de Paz", organismo del que había desertado en solidaridad con Vietnam.
Al principio, las cosas marcharon bien. Pero un día, en el "downtown", tropecé con un grupo de "black panthers" que vendían su periódico. Ingenuamente solidario, entregué un billete de un dólar y exclamé: "keep the change". Por encima de sus gafas, el activista de boina y guantes negros, me miró con ojos de felino en tanto que sin decir palabra arrojaba sobre la banqueta, una a una, las monedas del cambio.
En otra ocasión, decidimos devolver la hospitalidad con una cena. Fui al super y entre otras cosas compré una botella de vino de la competencia (chileno) y spaghettis en lata por la sencilla razón de que yo nunca había probado spaghettis en lata. Naturalmente que la intención no era preparar la cena con estas latas. Pero cuando la macrobiótica esposa de mi amigo descubrió estos productos en la bolsa recibí doble reprimenda: la primera, por atentar contra la salud con alimentos enlatados y la segunda por fortalecer a Pinochet haciéndole el juego a los exportadores de vino chileno. La cena resultó algo indigesta. Milagrosamente, me dejaron fumar.
Por algún motivo, la comunicación se cortó y nos fuimos a vivir a toro lado. Pero en aquel barrio era difícil conseguir "apartment". En dos sitios, después de ver a mi esposa y a mi hija, dijeron que no alojaban a "browns". Hasta que un tercero nos aceptó con mala gana. Y como mi inglés exfordiano tampoco caía bien en Texas descubrí que sólo podíamos comunicarnos en una cafetería de cubanos. Entre moros y cristianos, la calidez de aquellas tertulias me permitió conocer las tribulaciones de un exilio que no necesariamente coincidía con el de los terroristas de Miami. Para disentir o coincidir, la lengua operaba como poderosos factor de identidad.
Confirmé lo dicho en Nueva York. Andando como se camina por primera vez en Manhattan, distraído, no advertí que había ingresado en una zona evitada por las buenas conciencias. En segundos, fui rodeado por una pandilla de adolescentes puertorriqueños. Seguí caminando y ellos también, en franca actitud de provocación. Me detuve. šHuir? Imposible. Armado de coraje me dirigí a uno de los chicos... "Ƒqué te pasa, cabrón?". Sorprendido, respondió: "šBroder!, hubiese dicho que eres de los nuestros..." Y acto seguido me abrazó al tiempo de explicar que estaba en un barrio peligroso. Una vez más la lengua, inexplicable órgano de la "identidad", ayudaba.
Otra situación distinta viví años después, cuando empecé a hacer "lobby" en los pasillos del Departamento de Estado y el Congreso a favor de los derechos humanos en América del Sur. Con una pila de documentos sobre los atentados terroristas de la derecha caí en la oficina de un asesor de Edward Kennedy. El asesor, que conocía al dedillo aquello de lo que yo iba a contarle, me dijo: "-Okey. Ahora quiero lo que tengas sobre los atentados de la izquierda".
Inexperto aún, consulté con el equipo de trabajo. Uno de mis colegas norteamericanos explicó: "- Desde la cuna, nos enseñan a dictaminar sobre el bien y el mal y creer que en el resto del mundo debería existir la misma correlación de fuerzas que vivimos aquí. A condición de no cambiar nada, se puede discutir todo. Nuestra libertad es pura retórica porque demanda, ante todo, conformidad con lo establecido. Tener opinión propia es el verdadero delito. A esto le llamamos 'democracia'".
Agregó: "Demuestra por qué para ti son importantes las garantías individuales. Habla de 'ética', de 'principios', de 'moral'. No hables de historia, de clases sociales, de identidad cultural. Dáles "facts", hechos "de impacto". No argumentes sobre los "porqués" y "para qués" sino sobre los quién, cómo, dónde y cuándo. Si consigues demostrar que eres neutral poco importará si lo eres. Nuestro sistema vive del simulacro. Nixon no cayó porque arrasamos con Vietnam o porque su gobierno allanó las oficina del Partido Demócrata, sino por admitir que había evadido impuestos. Así somos". La enriquecedora explicación de mi colega sugería: "Si vas a tratar con esta gente sé tan hipócrita como ellos. Sólo así tendrías respuesta".