La Jornada Semanal, 18 de abril de 1999
Julio Trujillo,
Una
sangre,
Colección Tristán Lecoq,
Trilce Ediciones/
FONCA,
México, 1998.
Mi entusiasmo ante Una sangre, primer poemario de Julio Trujillo, me coloca en el singular aprieto de explicarlo con sensatez so pena de dejarlo en alharaca. Comenzaré diciendo que ignoro si ese entusiasmo obedece a que su poesía coincide con mis afectos de lector de poesía -con mi gusto, digamos-, o si se debe a una calidad independiente de mi simpatía; si la calidad que presiento en la poesía de Trujillo se debe a mi manera de leerla, o bien a las zonas de mí mismo que esa poesía me conduce a poner de relieve: es decir, a lo que la poesía de Trujillo lee en mí.
Quisiera que la explicación pertinente fuese la segunda. No es frecuente que la aparición de un libro primero (lejano de lo primerizo) nos coloque con tal contundencia ante esta disyuntiva: ¿estoy leyendo esta poesía, o esta poesía me está leyendo a mí? Es la clase de pregunta que se hace con honestidad sólo ante una obra singular, pues es una pregunta que, en caso de ser la segunda posibilidad su respuesta, se suele reservar a un clásico; en esta ocasión, a un joven poeta que desde su primer libro tira su moneda en el laborioso terreno, riguroso y original, de lo clásico.
Las zonas de la simpatía que convoca Una sangre me son bien conocidas. Son las que urde el tramado de lo que se podría llamar, en un tono desenfadadamente conversacional, un clasicismo mexicano moderno. Es decir, una expresión que toma a la escuela poética mexicana del posmodernismo como su horizonte, ya para hospedarse en él, ya para recortarse contra él.
Mas si se tratara sólo de fidelidad hablaríamos de un conservador de buen gusto, y no necesariamente de un gusto por el riesgo. Ambicionar una resonancia con el tono de Xavier Villaurrutia o de José Gorostiza podría exigir poco y no pasaría de buen tino: cualquier poeta bisoño puede convocar con algo de esmero a la hermana fácil de la imitación. Es más difícil seguir su magisterio, forjarse en su manera de percibir, de templar un aliento lírico a la vez remiso a la imitación y al contagio, pues ello supone que, más que una voz que sumar al coro de esa tradición, el poeta aspira a agregarle una variante sin disonancia, una tonalidad única que modifica ese coro a fuerza de subordinársele. Supongo que todo esto es una forma sesgada para referirse a una patente voluntad de clasicismo en la poesía de Trujillo; la forma extrema de una libertad que sólo se encuentra en la subordinación consciente a las formas y al rigor establecidos por la casi imperceptible pugna que una poesía sostiene por hacerse de un timbre, un color, un punto distintivo. Es como la libertad de esos cantares del ritual ortodoxo ruso que, sin romper la unidad del coro, en un momento intenso y arrebatado, surgen de pronto sobre el coro para fijar en él a la vez su singularidad y su sumisión.
El caso de Julio Trujillo es especial. Pocos como él han asumido la responsabilidad de expresarse no tanto bajo la garantía de la libertad como dentro de los confines de su rigor. En tiempos posmodernos y convencionales en los que cualquier mueca, pirueta o hipo, reivindica su derecho a suponerse danza, pintura o poema, Trujillo ha preferido, como Gilberto Owen, encadenarse al orden. Una sangre paga una cuota deferencial a cada una de las exigencias de lo clásico. La imaginación es quizá su primer y más ostentoso signo: fresca, calculadamente equilibrada entre el sentido de lo inesperado y el sentido común, la imaginación de Trujillo mira y revela a la vez a la cosa, al que mira y al que lee sobre un escenario clásico, y opera prendida de una peculiar maestría formal. Dice por ejemplo del mar, en el primer poema del libro: ``Monta en su blanca cólera/hermoso e ignorante...''
Pero no se trata sólo de observar, sino de asumir la responsabilidad de hacerlo,Êde traducir la imaginación en apropiación de lo mirado; es decir, de convertir a la ``reina de las facultades'' en la maestra del canto. La poesía de Trujillo concilia la imagen con su consecuencia lírica: mirar al mar supone cantar pero también reflexionar sobre la forma, sobre la querella de la forma con la materia y su afán de ser única.
La advocación marina que abre el volumen es un preámbulo a otro cuerpo y a otro movimiento. ``Hacia el germen'', uno de los poemas más interesantes del volumen, que abre una vertiente muy rica del libro: una serie de poemas que podrían llamarse con el título de uno de ellos: ``Celebración de las cosas''. Se trata de un ejercicio lírico centrado en un monismo que comulga de la curiosidad por la materia. Es un tópico tradicional y antiguo al que Trujillo ingresa con suerte, sin miedo a enfrentar un problema poético de graves dimensiones al que ingresaron, por ejemplo, el poderoso Neruda de las Residencias o la ardua curiosidad lírico-filosófica de los sonetos ``materialistas'' de Jorge Cuesta, o algunos cantos centrales de Muerte sin fin. Es un poema sobre la pulsión de las cosas por volver a su materia original, pre-cultural. Veamos cómo lo hace la modesta astilla:
la astilla a punto de nada,
la casi aire,
se enfila anónima y
veloz
y más allá de sus costillas
busca el brote,
la tabla
hospitalaria,
el manantial de savia aquel
para
saciarse...
El trabajo del poeta, dice Trujillo en ``Celebración de las cosas'', es responder a la forma en la que la abundancia de las cosas, convertidas en emblemas, esperan ``el ojo que los cifre y los detenga''. Cifrar y detener -observar, sentir, presentir, articular la naturaleza de las cosas y, en ellas, la de quien percibe- podría ser su objetivo, pues él mismo es su congénere y su aliado: un cómplice de las cosas y cosa él mismo, mas una cosa que tiene el privilegio, o la desdicha, de observar a las cosas, de dudarlas y comprobarlas bajo el rigor de la imaginación:
En la precisa urdimbre del volumen, luego de estos poemas conceptuosos, Trujillo coloca el desatamiento de esas especulaciones, ahora transfiguradas en puro canto, como si satisfechas las condiciones de la inteligencia, le tocara el turno a su celebración lírica. De nuevo consciente de su tradición, elige para ese efecto algunas muestras prestigiadas en el frutero previo de coloratura mexicana: sandías de Tablada, guayabas de López Velarde, cítricos y manzanas de los Contemporáneos. Y una imagen, una sola, tan justa y asombrosa, que lo coloca junto a Octavio Paz entre los devotos del higo: ``Libido presa en el convento de su piel.'' Si Gorostiza anunció que ``sabe a luz, a luz fría, sí, la manzana'', Trujillo propone que la manzana es un ``robusto proyectil de almíbar''. Si Miguel Hernández vio en el limón todos los opacos mecanismos del amor, Trujillo lo canta en un canto que es interrogación, que es deseo, que es claudicación, que es lenguaje y que es un poema tan hermoso que resulta difícil elegir una estrofa como ejemplo.
Quizá la parte que menos me ha interesado del breve volumen -otra buena señal, que sea breve- es la serie de poemas andariegos, urbanos y ciudadanos que siguen al limón: siento que hollan un terreno excesivamente caminado por la inercia que ha hecho de la ciudad un escenario excesivamente a la mano para ilustrar emociones perentorias. Pero conviene de todos modos recorrerlo, pues no son escasos sus hallazgos, y sobre todo porque conducen a uno de los poemas más ricos de la colección: ``La sangre adicta'', suma de poética, autorretrato, declaración de principios y carta de creencia de Trujillo. Un poema que podría haber abierto el volumen y que prefirió cerrarlo con la perspicaz conciencia bíblica de la importancia del buen vino. Es un poema final cuya estrofa postrera encierra la primera y la última convicción de esta poesía misteriosa, cadenciosa sin alardes, sabia sin orgullo, luminosa sin aspavientos:
``Sangre buscadora''... La sangre de la mirada posándose en las cosas; la sangre ávida de saber y esclava de lo que sabe; la sangre de un corazón inteligente, un corazón ávido como una esponja y discreto como una lechuga atenta.
Julio Cortázar, M. Muchnik y Raúl Silva
C.,
Chili, le dossier noir,
Gallimard,
París,
Francia, 1974.
Hace 25 años el escritor Julio Cortázar, el editor M. Muchnik y yo realizamos para la editorial Gallimard de París un libro sobre la situación creada en Chile a raíz del golpe militar que terminó con el gobierno legítimo de Salvador Allende. Entonces, ni nosotros ni el grupo de intelectuales residentes en Francia con los cuales escribimos dicho libro habríamos podido imaginar que, un cuarto de siglo después y a pesar del regreso de la democracia en 1989, muchas de las situaciones relativas a la violencia, desaparición de personas, torturas, asesinatos políticos, no identificación de los culpables, permanecerían como impunes hasta el día de hoy. Todos los países de América Latina encontraron, después de los años setenta, soluciones que, aunque imperfectas, permitieron castigar a los culpables o, por lo menos, denunciarlos después de haberlos identificado. Es el caso de Argentina, Brasil, Uruguay, Paraguay, Nicaragua, El Salvador, etcétera. Este no es el caso de Chile, la democracia más antigua y estable del continente hasta esa fecha del 11 de septiembre de 1973.
Para acceder al poder, los militares debieron en esa época realizar una limpieza al interior de las Fuerzas Armadas, retirando del mando de tropas o fusilando a todos aquellos disidentes que no aprobaron el golpe de Estado. Al parecer no fueron muchos, aunque su número nunca ha sido revelado. El propio general Pinochet debió realizar milagros de equilibrista para esconder al presidente Allende el hecho de haber sido 20 años antes, en 1947, director del campo de concentración de Pisagua, al norte de Chile, cuando el gobierno de González Videla declaró fuera de la ley al partido comunista bajo presión de las autoridades norteamericanas. Era el gran comienzo de la guerra fría en América Latina. Pinochet, que en ese entonces era capitán, ocultó este hecho, cuando por primera vez ejerció su poder represivo. Cuando el presidente Allende le pidió confirmación de la cosa, durante su gobierno, afirmó que sólo se trataba de un alcance de nombre.
La despreocupación y el descuido de las fuerzas políticas por averiguar la historia profesional de cada militar de alto grado, honran a la ingenua democracia chilena de la época. Pero al mismo tiempo señalan los límites de la confianza ilimitada en la fidelidad institucional de los militares que manejaron siempre sus asuntos con gran autonomía y secreto, permitidos por el poder civil y la constitución republicana. De los cuatro generales golpistas de 1973 sólo queda en circulación el ex jefe de la junta militar.
Como se sabe y se evoca en el libro de 1974, el general Pinochet fue nombrado jefe del ejército por el propio presidente Allende, quince días antes del golpe que él mismo encabezó, y le juró fidelidad democrática hasta pocas horas antes del levantamiento militar que le costó la vida al presidente. Este engaño fundamental, similar al incendio del Reichtag o a la invasión de Polonia por Hitler, junto con las atrocidades cometidas por el régimen, están en la base del rechazo frontal que la comunidad internacional siempre ha mantenido con el general golpista y que ahora ha salido a luz con su detención provisoria en Europa. Estos procedimientos corresponden sin duda a los mecanismos de los golpes de Estado que han sido estudiados por las ciencias políticas (autoatentados, disimulación de información e intenciones, provocación indirecta, creación o explotación de situaciones caóticas), pero lo más evidente es que colocó a los chilenos ante una situación relativamente inédita y muy cercana de lo que había sido casi siempre el caso en América Latina. Un día, ellos que se consideraban casi románticamente ``los ingleses de América'', se despertaron, como en cualquier república de la zona y desde 1980, con una nueva constitución hecha a medida por el propio Pinochet, con nueve senadores vitalicios nombrados por el dictador, los cuales se agregan a los 38 elegidos por sufragio universal e impiden formar mayoría para llamar a un referéndum y modificar ese estado de cosas. En otras palabras, el general Pinochet y sus asesores se las arreglaron para impedir cualquier modificación del statu quo y, sobre todo, para impedir que un régimen democrático posterior pudiera juzgarlos. La cosa fue completada con la publicación de una ley de auto-amnistía promulgada en 1987.
La situación creada en el caso chileno ha producido un inmovilismo social que ha comprometido, durante casi tres décadas, a la sociedad chilena y que ha acompañado el gran desarrollo económico desigual de estos últimos años. Una gran parte de los cuadros dirigentes del país y no pocos observadores extranjeros atribuyen esto al tipo de modelo económico elegido por los militares. La entrada de los llamados Chicago Boys de Milton Friedman en el esquema del gobierno militar significó la primera aparición masiva en el continente de las modalidades del hiper-liberalismo a la manera de Madame Thatcher en Inglaterra. Pero lo que en una potencia económica rica y desarrollada parecía relativamente soportable, en el caso de un país en vías de desarrollo, como Chile, sólo era posible con un altísimo costo represivo, que llevó durante años a una cesantía de 40% de la población activa en ciertas zonas urbanas y al despoblamiento masivo del agro. La represión militar fue feroz ante las protestas de los trabajadores. Aún hoy día y luego de un crecimiento del 7.5% anual durante los últimos diez años, la cesantía alcanza oficialmente al 6.5% de la población activa y al 10 u 11% según las estimaciones coincidentes de la CEPAL y de algunos institutos privados. Es cierto que la crisis asiática ha repercutido profundamente y hoy días las previsiones no llegan al 4% del crecimiento anual, pero el sistema ha producido una dramática sociedad a dos velocidades, en donde más de tres millones de chilenos viven en la pobreza extrema y una clase media moderna se adapta con la burguesía dominante a los avatares del capitalismo actual y a los viajes con cómodas cuotas mensuales para pasar sus vacaciones en Miami o en las islas del Caribe.
La base de todo lo acaecido desde 1973 debe buscarse tal vez en la manipulación ideológica destinada a justificar y luego perpetuar una dominación total sobre la sociedad chilena para reemplazar el caos precedente. Estos mecanismos son típicos de los periodos conservadores de tipo autoritario: invocar el espectro del caos creado por los políticos, negación del sistema institucional que permitió la llegada del ``cáncer marxista'', olvido de la política ``corruptora'' y obligación de dedicarse al trabajo sin discutir.
Es cierto que sólo la desaparición del general Pinochet podrá traer una verdadera reconciliación nacional. En las condiciones actuales, ni un juicio para castigar a los culpables es posible, ni las leyes que el régimen anterior dictó lo permiten. Por otra parte, casi un 70% de la población piensa que no se trata de un problema que les concierna directamente.
La reconciliación nacional ha sido concebida y ejecutada bajo la lógica de los vencedores. Por eso es que una parte de los militares exige una ruptura de las relaciones diplomáticas con Gran Bretaña y España a raíz de la detención provisoria en Inglaterra del senador vitalicio y ex dictador a petición del juez español Baltazar Garzón. Por eso es que una de las más hermosas avenidas de Santiago de Chile se llama ``11 de septiembre'', fecha del golpe de Estado, y esto ante la indiferencia general. Por eso es que también el grupo neofascista ``Patria y Libertad'' amenaza con reconstituirse y transformar a Chile en un país ingobernable otra vez, tal como lo era en 1973 a final del periodo democrático.
Sin duda, la desmemoria de los chilenos es producto del terror vivido durante estos años y del temor de la vuelta al pasado caótico anterior. Como afirma el sociólogo Tomás Moulian en su libro Chile actual (1997), el gobierno del presidente Allende y su Unidad Popular ``sucumbió asfixiado por el acoso externo, las discusiones intestinas, los círculos viciosos sin solución. No tenía los medios para hacer la revolución que había anunciado. Compensó la distancia creciente entre la realidad y los deseos con declaraciones de fidelidad a sus utopías''.
Hoy día 60% de la población del país ha nacido después de los acontecimientos y no tiene una experiencia directa de esos años terribles. En una sociedad hoy día moderna, cada vez más competitiva y difícil, en donde los obreros, para tener hospitalización y cuidados médicos deben pagar seguros privados, no hay mucho lugar para pensar demasiado en sucesos acaecidos hace un cuarto de siglo.
En cuanto a los intelectuales, ya sean de izquierda o de derecha, escriben artículos más o menos delirantes en la prensa internacional, en los cuales se habla de todo, menos de lo que es esencial: no es la lógica de los vencedores la que puede restablecer la justicia; no es con anécdotas deportivas sobre el olvido que se puede recuperar la memoria; no es con amistad que se sabrá de los cadáveres de los desaparecidos; no es impulsando indiscriminadamente el retorno de Pinochet al país que se obtendrá un juicio ecuánime y honesto, puesto que, según las leyes actuales, sólo los militares pueden juzgarlo. De hecho, ellos tienen el poder de impedir que cualquier miembro de las Fuerzas Armadas sea juzgado, en última instancia, por jueces civiles.
La intervención del juez Garzón habrá tenido, en cualquier caso, el mérito de poner a los chilenos frente a una conciencia personal e histórica guiada por la razón, que no por la fuerza.