El monopolio que el Poder Ejecutivo ha ejercido en una amplia mayoría de las funciones de gobierno resulta inviable en las nuevas condiciones políticas y económicas que prevalecen en México a fines del siglo. En consecuencia, convergen en favor de una reforma del Estado diversas fuerzas del propio gobierno, del exterior (los mercados internacionales) y de la sociedad civil. Existe una coincidencia: que el manejo de ciertas políticas públicas estratégicas será mejor si se establecen mecanismos para garantizar, al mismo tiempo, capacidad de gestión y autonomía frente a las presiones políticas de coyuntura.
¿Cómo garantizar simultáneamente la eficacia en la administración y la transparencia en la gestión? Esta es la pregunta que todos los ciudadanos se hacen cuando reflexionan sobre la necesidad de instrumentar una profunda reforma del Estado. En consecuencia, en un periodo muy breve, sociedad y Estado, gobierno y oposición, han revisado los métodos y sistemas del gobierno mismo para administrar materias tan disímbolas y distantes entre sí como la organización de los procesos electorales (antes en manos de la Secretaría de Gobernación) y la política monetaria (antes conducida por un banco central subordinado al Poder Ejecutivo).
No se puede dejar de lado la experiencia institucional que el gobierno ha acumulado históricamente en el ejercicio de la políticas públicas con los esquemas centralizados de nuestro modelo constitucional original, pero tampoco se puede desatender la necesidad de limitar la discrecionalidad que los modelos totalmente centralizados otorgan a los gobiernos en la regulación y administración de varios asuntos públicos, monetarios, electorales o, incluso, comerciales.
En referencia al Fobaproa, el presidente de la Asociación de Banqueros de México, Carlos Gómez y Gómez, emitió un juicio que avala de manera importante una de las rutas de reforma del Estado que la sociedad mexicana ha ensayado en los últimos años: propuso la necesidad de crear ``un IFE financiero''. Con esta afirmación, explícitamente se sumó a la importante corriente política que entiende la conveniencia, y quizá hasta la necesidad, de que los sistemas políticos modernos incorporen esquemas autónomos en su modelo de gestión. No es casual que esa misma convicción haya surgido con fuerza en otros ámbitos de la esfera pública en las cuales se ha propuesto en distintos momentos crear otros IFE para encargarse de la gestión de ciertas políticas antes reservadas directa y exclusivamente al gobierno o al Poder Ejecutivo. Esta corriente innovadora se deriva de la convicción, compartida por muchos políticos, analistas y sectores diversos de la sociedad, de que la estructura tradicional del Estado mexicano ya no goza de la misma legitimidad que tuvo en otras circunstancias. Es necesario introducir en el modelo estatal mexicano nuevos equilibrios entre los poderes formales, controles de vigilancia y, en algunos casos, crear órganos autónomos que se hagan cargo de determinadas funciones.
La historia de hegemonía política de nuestro país produjo el desgaste de los elementos de equilibrio que establece el modelo formal y exacerbó los desequilibrios. Esa tendencia se acentuó por el lento desarrollo de la sociedad civil, que durante muchas décadas era insuficiente para aportar esquemas de información que permitieran a la sociedad y ``al mercado'' enviar las señales necesarias para hacer eficiente la toma de decisiones.
Un ejemplo de ello fue la actitud del Banco de México -formalmente autónomo, pero en realidad sujeto a la dirección política del Poder Ejecutivo- durante la expansión crediticia de 1994 que, a su vez, desencadenó la devaluación del peso en diciembre de ese año y una larga crisis económica. El resultado político fue el descrédito de una institución del Estado mexicano, y la necesidad de revisar la supuesta autonomía del banco central. Algo similar sucedió en la esfera electoral como consecuencia de la ``caída del sistema'' en 1988, misma que derivó lenta pero inevitablemente en la creación del IFE y, en especial, en 1996, en su constitución como un órgano ciudadano autónomo.
Las recurrentes crisis económicas y la vulnerabilidad de la moneda nacional asociada a ellas significaron para el Banco de México un enorme desgaste en su credibilidad, si bien no al grado en que lo sufrió la Secretaría de Gobernación en 1988, respecto a la organización de elecciones limpias y transparentes. Esos hechos, en apariencia inconexos, han contribuido a minar la estructura de un Estado monopólico, e hicieron ver a muchos actores políticos que el enorme poder que concentra el Presidente de la República ya es inoperante. En varios espacios de la vida pública, incluyendo al propio Ejecutivo, esta aseveración es evidente. En la esfera civil, por ejemplo, la sociedad dejó de confiar en que un modelo de tan elevada concentración de poder en el gobierno, que no tiene un contrapeso adecuado por medio de controles internos y externos, pudiera organizar las elecciones o proteger los derechos humanos. Para ello se han creado, con la participación del propio Poder Ejecutivo, instituciones como el IFE y la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH), las cuales guardan distintos grados de autonomía.
El fortalecimiento
de prácticas democráticas
En la esfera económica, la sociedad también ha buscado mecanismos para poner en manos de órganos de Estado autónomos la política monetaria o la regulación de ciertas industrias estratégicas. Se ha dotado de niveles distintos de autonomía al banco central, así como a las comisiones Federal de Competencia, de Telecomunicaciones y de Energía. El punto más relevante de todo ello es que la discrecionalidad unilateral que disfrutó el Poder Ejecutivo ya no responde a las nuevas condiciones de organizaciones y de movilización política que caracterizan a la sociedad; tampoco es aceptable en el contexto de la competencia y la movilidad económica imperantes en los mercados. La infraestructura socioeconómica ha cambiado y, por ende, el marco estatal ha sido forzado a realizar ajustes, la mayoría de ellos apenas en los últimos años.
Al mismo tiempo, el proceso de apertura y restructuración de la economía ha impuesto una gran carga política al propio Estado. Se ha construido, en consecuencia, un consenso en favor de la reforma del Estado, tanto en su propio funcionamiento, como en sus relaciones con la sociedad en su conjunto (partidos políticos, organizaciones ciudadanas, medios de información, iglesias, empresarios y banqueros, entre otros). Por supuesto, subsisten posiciones divergentes, incluso contrarias, sobre el ritmo, alcance y dirección de los cambios, pero no sobre la necesidad de hacerlos. Hay un consenso sobre el carácter obsoleto o la falta de efectividad de algunos aspectos importantes del marco estatal vigente, en los términos institucionales en que ha operado históricamente, y sobre la necesidad de adecuarlo a una nueva realidad. En este contexto han surgido y se han fortalecido las propuestas y prácticas de las instituciones autónomas.
Una nota distintiva de la reforma del Estado en marcha es que, en vísperas del siglo XXI, ésta se inscribe en un marco más amplio, que es la lucha por el desarrollo democrático. La democracia es, en su propia naturaleza, muy poderosa; representa, por una parte, un sistema para la resolución de conflictos en sus cauces institucionales y, por la otra, contiene un elemento potencialmente progresista a favor del cambio social. La eficiencia de la democracia resulta una variable fundamental en la actual coyuntura histórica, pues se considera que sólo con ella es posible manejar las presiones y alcanzar los acuerdos que permitan aplicar las políticas públicas necesarias para responder a las nuevas condiciones del mercado mundial. La construcción de consensos sociales en el marco democrático, por la vía amplia posible, es fundamental para consolidar un esquema de gobernabilidad.
Los esquemas que incorporan órganos estatales autónomos son consistentes con esa tendencia histórica.
Las razones de la reforma
Llevar a cabo una profunda reforma del Estado mexicano tiene razones concretas de mucho peso. La generación actual vive en peores condiciones socioeconómicas que la anterior, y las expectativas a futuro son, en general, pesimistas. La serie de crisis que hemos vivido, agudizadas a partir de 1982, socavaron las bases del crecimiento y estabilidad que habían caracterizado al país. El ingreso nacional per cápita está por debajo de los niveles alcanzados a principio de la década de los ochenta. La pobreza se ha extendido, al grado de que ahora existe una subclasificación conocida como ``pobreza extrema'', y la desigualdad se ha vuelto más grave. El deterioro económico que ha acompañado a la globalización es palpable para todos los sectores de la población; sus consecuencias para la salud, educación y seguridad pública afectan a casi todos los mexicanos.
El problema rebasa el ámbito social y puede amenazar -en ciertas coyunturas- con convertirse en un problema de gobernabilidad. Por ello, el Estado ha sufrido modificaciones y el gobierno ha llevado a cabo adecuaciones legales, institucionales y funcionales en respuesta al proceso de cambio global. En ese proceso el Estado ha sido tanto sujeto como objeto del cambio. Ha propuesto reformas en torno a ciertas coyunturas político-económicas de crisis y de recuperación (1986,1992, 1995,1996), y como parte de estrategias a largo plazo.
Pero el cambio en México ha sido también resultado de una agenda concebida en forma más amplia, que comparten e impulsan muchos otros actores sociales y políticos. Las reformas impulsadas por el Poder Ejecutivo se han orientado a fortalecer o salvaguardar la capacidad del Estado en la toma de decisiones de política económica. A ellas se han sumado las reformas encaminadas a crear contrapesos institucionales en el mismo Estado, y a desarrollar el régimen de representación social. Este ha sido un proceso dialéctico entre las fuerzas sociales y el propio gobierno. Si bien son estas últimas las que han fortalecido el régimen democrático, ambas responden a los procesos de cambio económico, social y político que han transformado a México durante una época crucial para su historia.
El desarrollo estable y sustentable de México exige la consolidación de una fórmula política ligada a la democracia. Sólo un consenso político que se actualice una y otra vez por la vía de las instituciones democráticas puede ayudar a absorber los costos de la globalización, tales como la destrucción ambiental, las crisis cíclicas, la creciente pauperización y los conflictos políticos. La facilidad con que los distintos actores han convergido en torno a esta meta se explica, en parte, por el potencial que todavía representa el concepto de democracia para canalizar las demandas sociales por una vía institucional. Una verdadera reforma del Estado debe conciliar las necesidades concurrentes del Estado en el sentido de contar con mecanismos eficaces en la toma de decisiones -en particular de política económica- y el interés de la sociedad por ampliar los canales de participación y representación ciudadana. Sólo de esa manera la reforma del Estado logrará conjuntar gobernabilidad y democracia.
El Estado necesita aumentar su capacidad para cumplir sus funciones y, a la vez, dotarlas de credibilidad. Ello ha provocado un movimiento hacia la autonomía de la gestión en varios ámbitos estratégicos de la política pública. Resulta interesante que, al finalizar el siglo XX, la división de poderes en el Estado no sea, en sí misma, suficiente para enfrentar los retos de la sociedad moderna. Existen fuerzas dentro y fuera del Estado que impulsan una reforma en dos sentidos: primero, un nuevo equilibrio entre los propios poderes, y luego, la creación y el fortalecimiento de poderes o instituciones públicas autónomas. En el marco de la competencia económica y política una salida eficaz ha sido la organización de instituciones autónomas. Son el resultado, en un sentido, de un empate histórico entre un gobierno antes omnipotente que ya no puede monopolizar las decisiones, y de las fuerzas de una sociedad civil y un mercado libre en ascenso que, sin embargo, aún no logran su plena consolidación. Los órganos autónomos son la fórmula idónea para conciliar ambos intereses.
La transición, disímil
El país ha sufrido cambios profundos, y sin embargo la transición hacia un modelo democrático consolidado no ha avanzado al mismo ritmo en todos los órdenes. En la economía, la mayor parte de las empresas públicas ha sido transferida a manos privadas, se han abierto las fronteras al comercio exterior, la inversión extranjera goza de mayores espacios de participación y el Estado ha reducido su papel en el desarrollo social. En una línea paralela a este proceso, la sociedad ha recurrido a viejas y nuevas formas de organización y se han creado o vuelto a crear multitud de organizaciones en las áreas rurales y en las localidades, por ejemplo, asociaciones cercanas a las iglesias y a los profesionistas. Al mismo tiempo han prosperado otras políticas elaboradas por campesinos, indígenas, trabajadores y empresarios. Este mosaico de organizaciones pone de manifiesto que la sociedad ha transitado hacia una estructura o configuración social que es tan diversa como nueva.
No obstante la nueva relación de fuerza entre el gobierno y los grupos de interés que representan a la sociedad, el primero aún goza de un enorme respaldo político reflejado en los resultados electorales que obtienen su partido, el PRI. También es muy importante el control que mantiene sobre instrumentos de poder (en materia financiera, de seguridad nacional y de relaciones internacionales). El PRI cuenta con la mayoría en la Cámara de Senadores y con la representación más grande en la de diputados, controla el Poder Ejecutivo y la mayoría de los gobiernos estatales. En contraste, la oposición representa la mayoría de la Cámara baja e impide que el PRI posea la mayoría calificada en la de Senadores; además, el PAN y el PRD gobiernan varias entidades, incluyendo al Distrito Federal. Esta distribución de poderes representa, en la práctica, un especie de empate en lo que toca a asuntos fundamentales de política pública, como la organización de las elecciones y la aprobación del presupuesto. La solución a este ``empate'' ha producido un nuevo equilibrio, tenso e inestable, entre los poderes, y ha fortalecido el movimiento hacia la autonomía de órganos del Estado como el IFE y el Banco de México.
El IFE aparece como el paradigma de la autonomía, tanto en su diseño como en su actuación. En realidad, como en ningún otro caso, la relación de fuerzas prevalecientes entre los actores participantes desde un principio favoreció tal grado de independencia y autonomía como era necesario para realizar sus funciones con eficacia y transparencia. No es extraño, pues, que sirva de ejemplo y de referencia para la reforma del Estado ni que su modelo pretenda extrapolarse a otros ámbitos, incluyendo el financiero.
La combinación entre ciudadanos, funcionarios públicos y miembros de la sociedad -ya sean partidos políticos o grupos de empresarios- confieren a los órganos autónomos del Estado la posibilidad de combinar eficacia con representación, y democracia con capacidad de gestión. Esta es, pues, probablemente la nota distintiva que tiene el IFE y que lo ha hecho, como institución, un referente para posibles soluciones a la administración de fondos sociales, la instrumentación de políticas públicas o la vigilancia de depósitos financieros. Lo que se propone, por lo tanto, es considerar la fórmula de la autonomía y la toma de decisiones con transparencia para el régimen democrático que se está construyendo en México.
*El 4 de junio del año pasado Gabriel Székely, profesor e investigador de El Colegio de México, convocó a un seminario acerca del Fondo Bancario de Protección al Ahorro (Fobaproa), en el cual se abordaron sus aspectos financieros, económicos y políticos. Para discutir el papel de los órganos estatales autónomos, participaron los consejeros electorales del IFE, Juan Molinar y Emilio Zebadúa. Su contribución al análisis forma parte del libro, también coordinado por Gabriel Székely, Fobaproa e IPAB (editorial Océano) que ya está en librerías. El ensayo de Molinar y Zebadúa, Autonomía para la democracia, que en forma resumida se publica aquí, describe y explica el nuevo papel que han adquirido los órganos autónomos (como el IFE y el Banco de México) en el proceso de cambio político e institucional que vive el país. Las opiniones de los consejeros no representan una posición en torno al Fobaproa o frente a la solución que, en el ámbito de sus facultades, el Congreso aprobó para resolver la crisis bancaria.