En los años originales, en apenas el primer decenio de nuestra vida independiente, se acunaron los dos grandes proyectos nacionales que desde entonces hasta el presente muestran el gran contrapunto de la historia mexicana.
La primera tesis fue imaginada y presentada al pueblo en los Sentimientos de la Nación, redactados por el patricio Morelos y leídos en el Congreso de Chilpancingo, hacia 1813, por el secretario Juan Napomuceno Rosains, cuya voz firme, lenta, provocaría una enorme expectación al escucharse en medio de profundo silencio el célebre punto 12 de los dichos Sentimientos: ``...que dicte nuestro congreso (leyes) que... moderen la opulencia y la indigencia..., alejando la ignorancia, la rapiña, y el hurto''; tesis esta tan innovadora que no fue ideada ni por los russonianos de la Revolución Francesa ni por la generación que presidieron Jefferson, en la actual Norteamérica, y Simón Bolívar al fundar la Gran Bolivia, puesto que el heroico caudillo vallisoletano, al escribir el citado punto 12 buscó comprometer al Estado con la creación de condiciones y requisitos que hicieran posible la justicia social entre los miembros de la sociedad. Un Estado dueño de las altas funciones implicadas en la soberanía y responsable, al ejercerlas, de sembrar semillas que florecieran en forma de una equidad general compatible con la dignidad del hombre. Ninguna otra propuesta distinta a ésta fue la perfilada por Morelos y sus hombres en medio del terrible acoso que sufrían por parte de los ejércitos virreinales, dejándose así plena constancia de que en los años prístinos los pueblos insurgentes diseñaron con toda claridad el trazo de una república soberana y esencialmente constreñida a gestar políticas orientadas hacia la realización concreta, cotidiana, de una vida justa y feliz para todos y cada uno de sus habitantes, sin excepción alguna. Esta filosofía política de nuestros caudillos y los hombres que empuñaron sus banderas, tiene escasos antecedentes en los movimientos que desataran la revolución cronwelliana del siglo XVII o la llamada revolución industrial inglesa, en las postrimerías del XVIII; únicamente se encuentran algunas raíces dispersas en las actividades de los <leverllers que auspiciaran W. Walwin y J. Wildman, en el siglo XVII inglés, o en la Conspiración de los iguales que radicalizara la estrategia de Dantón y Robespierre, según el camino seguido por Graco Babeuf y Felipe Buonarrotti, fusilado el primero y violentamente perseguido el otro por las fuerzas del liberalismo triunfante. En nuestra patria la insurgencia morelense dio un paso adelante al entender al Estado en el papel de agente central tanto de la soberanía nacional y las libertades humanas cuanto de la justicia social como su estructura básica y sustentadora.
Iturbide y Santa Anna son los representantes de otro modelo; Iturbide por diseñar una monarquía al servicio de las élites de la época, principalmente de criollos y asociados en la medida en que tal monarquía rompió con el consenso del Plan de Iguala (1821), al que habíanse sumado españoles y republicanos; y Santa Anna por su traidora conducta de entrega a intereses extranjeros y en contra del país. Uno y otro personajes acariciaron un Estado sin soberanía o con una soberanía a medias, siguiendo torpemente la singular aseveración de López Rayón y la Junta de Zitácuaro, y fomentadora de una explotación de los recursos naturales y humanos para acaudalar a minorías vinculadas a las políticas y economías metropolitanas. Un Estado no nacionalista y sí opuesto al bien del pueblo es el que han administrado con el ejemplo de Iturbide y Santa Anna, Porfirio Díaz durante su mando treintañero y el presidencialismo militarista y civilista de la posrevolución.
Hace apenas unos días recordamos la muerte de Emiliano Zapata y a la vez condenamos el asesinato de Chinameca, y en el siempre renaciente recuerdo del revolucionario morelense se perciben los empeños de justicia social y nacionalidad que nos vienen del secular proyecto de la insurgencia; y con tan sagrado recuerdo los mexicanos acreditan en nuestros días que a pesar de las enormes injusticias que padecemos y nos rodean, y que no obstante la persistente contrarrevolución del presidencialismo, pervive en nuestra patria cada vez con mayor fuerza la vital idea insurgente sumarizada hoy en la concepción de Tierra y Libertad, izada por el Plan de Ayala (1911) y por los constituyentes de 1917 en el artículo 27 del Código Fundamental. Conmemorar a Zapata y reconocer que vive y vive, de acuerdo con el grito unánime de la población no millonaria, es confirmar que la contrarrevolución será definitivamente sustituida por una grandeza mexicana sustanciada en el poder de la cultura nacional, y en el deber ser de la justicia social como creadora de un verdadero bien común. Repitámoslo una vez más: Zapata vive, vive...