Las transiciones a la democracia suelen ser demasiado accidentadas en América Latina. La mayoría de los países del subcontinente empezaron antes que México y algunos se han constipado. Así lo indican los recientes acontecimientos en Paraguay y la situación de Chile, donde el militarismo y la derecha autoritaria mantienen una parte del poder.
La transición mexicana empezó, propiamente, en 1997, cuando el PRI perdió la mayoría absoluta en la Cámara de Diputados y la gubernatura de la ciudad capital. Después de casi dos años de este acontecimiento, se han dado pocos pasos en la misma dirección, pero el oficialismo sigue intentando detener la transición e, incluso, revertirla.
La responsabilidad principal de este fenómeno recae en el Presidente de la República, quien se ha negado a emprender el menor paso para proseguir el camino de la reforma del Estado.
La negativa del gobierno confirma la tesis de que la transición democrática de México no podrá ser pactada en sus aspectos fundamentales, como lo ha sido en otros países, sino que, en el marco de la lucha política y electoral, se tiene necesariamente que arrebatar el poder al grupo gobernante.
La característica principal de México es que el partido dominante, es decir, el aparato del Estado nacional, siempre mantuvo un grado de relación directa con amplios sectores del pueblo y supo establecer un sistema de relevos en el ejercicio personal del poder. Otros regímenes antidemocráticos no lograron esta peculiar forma de realizar el autoritarismo. Además, nunca se canceló en México una cierta competencia, más formal que real, entre partidos que intervenían en algo lejanamente parecido a unas elecciones.
La crisis del poder priísta ha sido demasiado paulatina. Desde 1988, en que ésta dio inicio, hasta 1997 en que empezó a aparecer de cuerpo completo, se produjeron aparentes recuperaciones que llevaron a algunos críticos a volver al arribismo o a la mansedumbre. Hoy mismo, en claro proceso de descomposición política, el aparato del Estado sigue antojándose como algo reformable para un sector de la población.
Mas la transición a la democracia no atraviesa por la sobrevivencia del PRI en tanto viejo partido-Estado, lo cual, a su vez, es la única forma de seguir existiendo como formación política. Si el Presidente de la República no asumiera el liderazgo del PRI, no habría nadie que lo pudiera hacer. Si los cargos gubernamentales de elección y de nombramiento se hicieran inalcanzables para la burocracia política, no habría manera de mantener a ésta.
El argumento más usado por el PRI y por los intelectuales que le sirven de alguna manera consiste en que nadie más que la actual burocracia política del Estado es capaz de conducir al país, no importa hacia dónde, sino simplemente gobernar. Esta tesis se ha venido cayendo paulatinamente, pero se volverá a usar en las próximas elecciones del año 2000.
Para apresurar la transición existen dos caminos grandes, aunque haya algunos otros más estrechos: la convergencia opositora alrededor de un programa mínimo para crear un Estado democrático de derecho, por un lado, y la polarización entre PRI y PRD en una fuerte competencia que lleve a la derrota del primero, por el otro. En realidad, no está claro que el PAN pueda ser un polo de una gran confrontación política, no solamente por su evidente coincidencia con la política económica del gobierno y su temor al enfrentamiento con el aparato del Estado, especialmente con el Presidente, sino por la débil densidad popular del panismo y sus inconsecuencias opositoras.
La creación de dos vertientes políticas principales --aunque, sin duda, el PAN seguirá siendo un partido influyente-- podría llevar al pueblo a tener que tomar una decisión definitiva sobre el sistema político que desea. Por el contrario, un empate entre las oposiciones --PRD y PAN-- contribuiría al continuismo priísta y, lo más grave, al desarrollo de las tendencias restauradoras que existen y son muy fuertes dentro del oficialismo. En conclusión, no es éste un tiempo de vacilaciones: se une toda la oposición o habrá que escoger a una de ellas para encabezar el impulso decisivo que garantice la transición de México a la democracia.