¿Cómo trasmutar el instinto de muerte, descubierto por Sigmund Freud, presente en la guerra de Yugoslavia, si es un reactivo al revés, una visión retrospectiva de lo que es y no es? Si el mundo se nos revela con ínfulas de urbanidad electrónica suprema, pero desmentido por las disonancias de una agitación estruendosa que lo invade todo. El instinto de muerte perpetuamente tornadizo, apresado en las garras de la guerra. Imposible tratar de detener lo que se nos escapa, se nos va de las manos. Las formas, las negociaciones, la política se pierden y luego se repiten compulsivamente, se eternizan, como anunció Freud en su célebre trabajo Más allá del principio del placer.
Otra vez en el mundo resuenan entre las oquedades, declives y hondonadas del ancho paisaje serbio, en eco ronco, trepidante, un eco que tiene vibraciones de odio y tembleteos de rabia; voz de los miles de refugiados que abandonan sus tierras y dejan escapar vez a vez las jaurías aulladoras de la muerte. Los gases venenosos de los bombardeos que a ras de tierra se extienden, roban la luz y el aire, basta que el viento los desgarra y vence, flotan aquí y allá y ahogan a inocentes víctimas civiles.
Una amplia explanada de tierra se extiende a la vista en el caminar de miles de refugiados convulsionados por las garras de la furia de intereses encontrados que han dejado sus huellas impresas en el camino, envenenados por un bárbaro odio y los ojos cegados por la luz roja de la sangre y las bombas; el hambre y las epidemias.
¿De dónde saldrá, podrá salir, un mágico conjuro que termine esta guerra infernal, presagio de la tercera guerra mundial? Serán estos refugiados ese conjuro que aparece lentamente entre contornos de humanas apariencias, hasta que la visión se concrete y las vagas imágenes tomen forma? ¿Serán estas caravanas un reflejo de luz que toque la compasión de los hombres del mundo?
Nuevamente el mundo se estremece con la barbarie y a lo largo de los senderos, en las oquedades de las montañas, al pie de los árboles, en las míseras aldeas, miles de kosovares albaneses, desesperados acuden a buscar refugio y un pedazo de pan entre el infierno pestilente que generan las bombas modernas. Caminan despojados, perseguidos, después de ser esclavizados.
Problema que hace derramar lágrimas de cocodrilo a unos y otros y es que son los albaneses, como todos los educados en la adversidad, seres traumatizados que a pesar del tiempo no pierden su personalidad, no abandonan su sueño de libertad. Siguen siendo los vencidos, los expoliados, los sometidos. Empobrecidos por todos los procedimientos imaginables.
Caminan hacia la reconstrucción de lo irreconstruible. La destrucción, el asesinato, la violación y el pillaje marcan un nuevo reguero de sangre humana en estos hombres que parecen insensibles al dolor. De tal modo que en los albaneses la fe y la violencia, la esperanza y la crueldad, parecen un mismo sentimiento. El instinto de muerte freudiano, presente.