Madeleine Albright definió recientemente a Estados Unidos como ``la nación indispensable''; un país ``erguido que puede ver más lejos que los demás''. Como era de esperar, la osadía del comentario provocó reacciones inmediatas. El primero en responder fue Samuel Huntington (el politólogo harvardiano consultado por Carlos Salinas para convertir a México en un país semejante a Estados Unidos: ¡eran los tiempos del TLC!). Huntington opinó que el comentario era falso, por cuanto insinuaba que las demás naciones eran ``dispensables'' y la ``indispensabilidad'' estadunidense era una fuente especial de sabiduría. Sin embargo, el conflicto de Kosovo ha demostrado que la arrogante superpotencia de Tormenta del Desierto ha dejado de operar unilateralmente y busca el consentimiento de las potencias europeas. Sólo el consentimiento, porque la aplanadora del State Department convenció a los aliados del Atlántico de iniciar hostilidades sin autorización del Consejo de Seguridad de la Organización de Naciones Unidas. Aunque, vale preguntar: ¿consentimiento o complicidad?, porque después del desastre de Vietnam el modus operandi parece favorecer el aparatoso ataque aéreo de los juegos pirotécnicos (que garantiza un mínimo de pérdidas humanas y materiales y salvaguarda la popularidad presidencial) aunado a una ambigua responsabilidad internacional compartida que, en el conflicto yugoslavo, pudiese resultar imprescindible para diluir el fracaso de los bombardeos ante el apremiante dilema de los albanokosovares.
Pero, más allá de la Guerra de las Galaxias, la intervención en Kosovo es una victoria importante para los profesionales del Departamento de Estado, los arquitectos de la teoría de la ``nación indispensable''; especialmente para Richard Holbrooke, subsecretario y negociador oficial en los Balcanes desde 1992. Holbrooke ha sido un eterno promotor de la intervención estadunidense y un convencido del ``destino manifiesto'' de Estados Unidos como ``potencia europea''. (El único país, afirma, con el liderazgo necesario para asegurar una paz duradera mediante la unificación de las ``tres Europas'': la forjada por Estados Unidos después de la Segunda Guerra Mundial, la Europa Central que incluye a los inestables países de la península balcánica y, finalmente, una Europa transcontinental en la que participen Rusia y las antiguas naciones y satélites de la Unión Soviética.) Durante medio siglo Estados Unidos borró del mapa a Europa Oriental, considerándola (parafraseando a Ronald Reagan) parte del ``imperio del mal''. Hoy, esa Europa olvidada, con sus carencias, problemas étnicos, crisis de identidad y anhelos democráticos, guarda el secreto de la seguridad europea.
Aún es prematuro escribir la historia del conflicto en Kosovo, pero es seguro que la ``participación'' de los otros aliados de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) será meramente simbólica. Y es que los europeos (maestros en el juego de la realpolitik) continúan permitiendo, como en los tiempos de la guerra fría, que Estados Unidos asuma los costos de la defensa de Europa a cambio de manejar su política exterior. Por eso, las aspiraciones de Holbrooke son legítimas: el país de las barras y las estrellas es, por la fuerza de sus armas y el peso de sus dólares, una verdadera potencia europea. Pero, ¿es la nación ``indispensable'' de madame Albright? Todo indica que no. El papel de única superpotencia que asumió a la caída de la Unión Soviética es ahora compartido con las potencias de Maastricht (sus rivales comerciales), bajo la mirada nostálgica de la Rusia imperial que ruge, de vez en cuando, con la fuerza de un león sin dientes, agobiada por la ingobernabilidad, la corrupción y las mafias internacionales.
Sin embargo, mientras las bombas de la OTAN son incapaces de aplastar la perversidad de la limpieza étnica, y Estados Unidos se prepara con resignación para el envío de sus infanterías, la tragedia dantesca de los albanokosovares adquiere proporciones de catástrofe internacional. Un pueblo apuesto, estoico y orgulloso, que nos reprocha (y nos recuerda), con los ojos penetrantes del Holocausto, el crimen de las deportaciones urbanas en la Segunda Guerra Mundial.