No es la primera vez que una cinta cinematográfica se traslada al teatro -se recuerdan varias, muy significadamente De la vida de las marionetas, de Bergman, en memorable escenificación de Ludwik Margules- aunque se trata de hechos aislados. No es el caso de Trainspotting, también en cartelera, que se basa en la misma novela de Irving Welsh que originó el ``filme de culto'' de Danny Boyle. Interiores, de Woody Allen, es la traslación del cine al teatro en una adaptación de Ignacio Ortiz que logra plena teatralidad por sí misma y por la dirección de Martín Acosta y la escenografía de Philippe Amand, aunque no pierde su aire cinematográfico. La película de Allen es de 1972; el tiempo transcurrido la hace inencontrable en los centros de renta y la vuelve un tanto borrosa en la memoria, aunque se sepa hasta la saciedad que es un homenaje a Ingmar Bergman en aquellas películas del realizador sueco que tratan los conflictos familiares. La pregunta de qué tanto puede interesar hoy una historia a lo Bergman -y que apunto porque la escuché- queda respondida por el entusiasmo de los muy jóvenes ante el montaje de Acosta, difícil por su ritmo severo y alejado del videoclip, las drogas y la violencia que se supone que es lo que interesa a la generación ``Y''.
Por otra parte, el hecho de que la película sea ya tan vieja y tan inconseguible permite que veamos su traducción escénica sin las obligadas comparaciones, es decir, como un drama que se sostiene en sí mismo y un montaje muy creativo y cuidado, con valores que rebasan el mero virtuosismo. Si en alguna ocasión expresé mi temor de que Philippe Amand llegara a repetirse, he de confesar que estaba equivocada. El escenógrafo y director posee un sello distintivo en sus ambientes geométricos, sus puertas corredizas que dan lugar a diferentes escenarios, pero este sello encuentra siempre distintas para cada proyecto en que se involucre. En Interiores conserva su estilo característico, con rompimientos que suben o bajan, las puertas que se corren (y que dan lugar a momentos que nos recuerdan las ``tomas'' cinematográficas desde diferente ángulo), los enrejados que bajan del telar, el contraste de muebles muy finos con un cierto despojamiento en sus espacios, una especie de pequeño altar-órgano con velas en rojos recipientes que dan atmósfera de iglesia, sus contrastes de luz en que interviene también Matías Gorlero.
Es este el marco en que Martín Acosta realiza una de sus mejores direcciones. Si las soluciones de este director son siempre de muy alto rango, a veces la dirección de actores no tiene la misma eficacia. Ahora, apoyado por un elenco excelente, Acosta logra una escenificación tan interior como lo es el título de la obra e imprime un ritmo tenso y pausado, con muchas escenas mudas -que en algún momento sirven de simple transición para un cambio escenográfico, pero que siempre matizan los estados de ánimo del actor o actriz que lo da-. Otras veces, las escenas mudas de la solitaria Eve bebiendo en su casa, componiendo y volviendo a componer algún rincón, nos pintan de la mejor manera la situación de este personaje y requieren de una actriz tan sólida como lo es Margarita Sanz, en verdad espléndida; un momento angustiante, por ejemplo, con Eve mirando al vacío y esas paredes que se van estrechando, como su mundo se estrecha y la destruye. O el no diálogo que sostiene con Arthur, el excelente Ricardo Blume, cargado de intencionalidades por parte de los dos.
Un trazo en apariencia ligero, pero matizado con todas las tensiones interiores de los personajes es el del baile, en el que la encantadora Pearl, interpretada con mucha gracia por Concepción Márquez contrasta su alegría con el rencor no disimulado de Renata, la también excelente Erika de la Llave. Los actores Miguel Angel Ferriz y Juan Carlos Remolina no tienen muchas escenas para destacar, pero sostienen de la mejor manera la actuación de sus compañeras, lo que no es nada fácil, y reaccionan con agudeza en todas las escenas, lo mismo que Tania Ruiz como Flyn. Ana Graham, quien levantó el proyecto, demuestra su capacidad como Joey. Por último, cabe señalar el vestuario femenino, de múltiples cambios y en el que existe un sutil juego de colores, diseñado por Marina Meza y Martín López. Mucho hay que celebrar en este montaje.