Hace poco más de 20 años, Nicola Chiaromonte escribió: ``...yo creo que, hoy por hoy, el peor enemigo de la humanidad es el optimismo, sea cual sea la forma en que se manifieste. En efecto, equivale pura y simplemente a la negativa a pensar, por miedo a las conclusiones a las que podríamos llegar''.
Hoy Chiaromonte no modificaría su pensamiento, sólo lo extendería. Sucedió Sarajevo y también Ruanda. Renacieron los neonazis y los paramilitares en nuestra América Latina. Pinochet sigue vivo y casi libre y a todos tiene en suspenso (lo peor sería que se suicidara). Si la Iglesia ha abogado por él, entonces debemos presuponer que Dios avaló y sigue justificando sus actos. Cerca están también las tumbas de Guatemala, y los cientos de salvadoreños asesinados en El Mozote nunca acabarán de ser sepultados. Las nuestras son Acteal, Aguas Blancas y El Bosque: todas en un solo sexenio.
Están también Kosovo y los pegajosos fundamentalismos que ganan más adeptos que cualquier movimiento cuyo escudo sea la razón. Se entiende fácil: en las guerras y en las masas el uno desaparece y el otro no existe. Y estuvo y está el ser humano. El uno y el otro, siempre olvidado, siempre otro. Ese es el corazón: la humanidad, la sociedad. Y ése es el tema vertebral: la sociedad. La comunidad perdida, transmutada, hueca.
En estos aciagos días el hilo y la obsesión siguen siendo la sociedad. El problema, no la virtud, es que la sociedad somos todos. Quizá por eso el tópico queda siempre inconcluso. Seguido de puntos suspensivos. Inacabado. Kosovo está tan lejos de Chiapas como Chiapas de Kosovo. Lo mismo puede decirse de las limpiezas étnicas de 1999: no son ni distantes ni diferentes de tantas otras ya guardadas en las malas memorias de este siglo. Esta es la sociedad que cierra este pequeñísimo segundo milenio. Pero esa comunidad no es más que la misma pareja, la misma mujer y el mismo hombre que inauguró el milenio.
Lo que sigue sin modificarse es el humano. Uno debe juzgar y jugar: cuando se es parte de los puntos suspensivos y cuando la comunidad decide por uno. O cuando se puede-debe jugar a ser el otro.
A la luz de lo que somos y de lo que vemos, quienes abogaron iniciado el siglo por la eugenesia o aquellos que promovieron el darwinismo social parecen apenas haberse equivocado. ¿Cómo demostrarlo? En la portada de The Economist (abril 3-9) se lee la respuesta: una mujer, seguramente entrada en años, tapa con sus manos arrugadas y un pañuelo lo que queda de su rostro. El resto está cubierto por una gorra. Podría decirse que la mujer es llanto. Sobre la gorra se inscribe la pregunta Victim of Serbia or NATO? No politicemos demasiado: Milosevic es un ser sin escrúpulos, pero la OTAN y Clinton padecen, como la mayoría de la ralea política, amnesia y dobles morales. Las fotos de los kosovares, nuestros nuevos refugiados, no requieren política: hoy son los otros.
Hemos inventado, sin dificultad, la cultura light y el ser virtual. Tanto lo light, lo virtual, la ética como palabra efímera, la superabundancia tecnológica que a pocos sirve, como los mass media que nos unen y desunen en fracción de segundos --son temas equivalentes bombardear Kosovo o fornicar sin fornicar con la Lewinski-- son nuestras realidades. El hombre-mujer está podrido de tanta modernidad y por eso Kosovo y similares son palpables. En cambio el otro es etéreo. Ese otro siempre ausente en el discurso político, siempre víctima del poder.
Reconstruir lo humano para que el humano vuelva a habitarse, para que retorne a su condición sería deseable. Pero, digámoslo claro, eso no es posible. La ONU, la OTAN, el ACNUR son menos que cualquier fanatismo. El ente como pedazo, que de repente es cabeza y en ocasiones cuerpo, no es tan sólo una gran certeza, sino cotidianidad. Si uno difícilmente acaba de reconocerse, ¿cómo entonces identificar al otro, o siquiera pensarlo?
Ni duda cabe que el optimismo es una enfermedad. Al mundo hay que verlo como es: a través del otro y no de uno. ¿Qué tanto es uno? ¿Qué tanto queda del otro? Entre nada y casi nada.