Dice Scott Mainwaring, un estudioso de los sistemas políticos, que la combinación más complicada para un gobierno es la que junta el presidencialismo y el multipartidismo, porque genera una gran dificultad para tener una democracia estable. Este tipo de sistema produce una serie de consecuencias negativas como la inmovilización entre el Poder Ejecutivo y el Poder Legislativo; la dificultad para construir coaliciones legislativas y, cuando éstas se llegan a producir, su duración es corta y frágil su consistencia; además, fácilmente se llega a la polarización y al estancamiento. Cualquier semejanza con lo que ha pasado en México a partir de 1997 puede ser mera coincidencia.
El resultado de las elecciones federales de 1997, que dejó una Cámara de Diputados sin mayoría absoluta para ningún partido, estableció de forma general un sistema multipartidista con tres grandes fuerzas en el país. Los avances de la oposición y el retroceso del PRI, dentro de un marco electoral más equitativo y transparente, fueron un signo de acercamiento a un sistema más democrático. A pesar de que el PRI conservó la mayoría en la Cámara de Senadores, la posibilidad de una alianza opositora legislativa fue un indicador de que el Poder Legislativo podría empezar a ser realmente un poder y un contrapeso al Ejecutivo. Todavía está en la memoria inmediata la batalla de la oposición para hacer valer sus votos y demostrar que las cosas en la Cámara de Diputados serían diferentes; por su parte, el gobierno y el PRI actuaron por inercia y torpemente quisieron imponerse como en los viejos tiempos, cuando tenían mayoría. Después de una instalación accidentada, las expectativas sociales sobre la posibilidad reformadora en el Congreso crecieron, a pesar de la mayoría priísta en el Senado, lo cual era un argumento para la cautela y el optimismo moderado.
Después de casi dos años de tener en México una experiencia cercana a un gobierno dividido, los resultados están muy alejados de las expectativas iniciales. La corta alianza inicial de la oposición duró prácticamente para instalar el gobierno legislativo y luego las diferencias entre las fracciones se impusieron sobre la posibilidad de lograr consensos. Una hipótesis es que la conducción de las oposiciones se instaló en una realidad inexistente: pensar que ya había llegado la democracia a México, en el sentido de que una agenda legislativa de reformas institucionales básicas no era indispensable. Por supuesto, los espacios de negociación para aprobar presupuestos y Ley de Ingresos crecieron, pero las modificaciones a los proyectos del Ejecutivo fueron marginales. Por otra parte, el largo y desgastante acuerdo sobre el Fobaproa fue una muestra de los límites de la oposición para consensar cambios institucionales de fondo.
Hoy en día, cuando la furia de la sucesión presidencial se ha impuesto a cualquier agenda y proyecto reformador, se puede entender que la actual composición del Congreso fue poco adecuada para generar pactos y consensos y con el inmovilismo de este periodo de sesiones, cada vez queda más claro que las reformas institucionales tendrán que esperar una mejor oportunidad y, quizá, una composición más adecuada para lograr consensos, porque la polarización que se vive hoy, por la cercanía de la sucesión presidencial, crecerá, y lo más probable es que la productividad legislativa sea baja. Por ejemplo, la agenda del Senado se ha atorado, después de un mes de sesiones y cuando sólo falta un poco más de dos semanas para que termine el periodo ordinario, no se ha aprobado ninguna iniciativa. En el tintero legislativo permanece la integración de la Junta de Gobierno del Instituto de Protección al Ahorro, las reformas privatizadoras del sector eléctrico, la iniciativa de ley zedillista sobre derechos indígenas, las cuales tienen pocas probabilidades de aprobarse en lo que queda de este periodo ordinario (La Jornada, 12/04/99).
El factor legislativo es sólo una muestra, importante pero no única, de la imposibilidad o incapacidad que hoy existe en México para pactar y consensar cambios institucionales básicos. Esta primera experiencia de presidencialismo y multipartidismo ha provocado efectos negativos en el país. Es un anuncio de que Méxio está atorado, que la transición no marcha, y que domina el inmovilismo y la polarización por la incapacidad para pactar los cambios institucionales que se necesitan.