Cuando los poetas mueren van derecho a sus palabras, a las sensaciones que despiertan con sus imágenes... siguen en la vida a través de todos.
``El poeta estaba enfermo cuando llegó la muerte a visitarlo. Yo soy -dijo la muerte- tu verdadera madre. La que te trajo al mundo te trajo a mis brazos para siempre... ¿Te irás? -le dijo el poeta-. La muerte sonrió: Estoy''. El poeta y la muerte: nadie mejor que Sabines para hablar de su propia muerte.
Nadie mejor que él para escribirla: ``Alguien me habló todos los días de mi vida al oído, despacio, lentamente. Me dijo: ¡vive, vive, vive! Era la muerte''.
Para anticiparla: ``Antes de que caiga sobre mi lengua el hielo del silencio, antes de que se te raje mi garganta y mi corazón se desplome como una bolsa de cuero, quiero decirte, vida mía, lo agradecido que estoy, por este hígado estupendo que me dejó comer todas tus rosas, el día que entré a tu jardín oculto sin que nadie me viera''.
Para ponerla en su lugar: ``La muerte no importa. Lo que importa es la lluvia, afuera, la insensible tarde, la vida despidiéndose inútilmente''. Para enterrar su propia muerte: ``En tu pecho vacío no podrás morir. En tu boca sin fue- go no podrás morir. En tus ojos sin nadie no podrás morir... Enterramos tu traje, tus zapatos, el cáncer; no podrás morir. Tu silencio enterramos. Tu cuerpo con candados. Tus canas finas, tu dolor clausurado. No podrás morir''.
Apenas se fue el poeta y ya nos quiere gobernar el silencio y su sombra: se nos acaban las palabras, se nos duermen las pasiones, se nos apagan las ganas... hasta los colores del mundo están de luto por el poeta: lo extrañan, como todas las cosas que nombró, como todos nos-otros.
Para todos sus deudos, Sabines sigue siendo lo que fue: el lugar común de los afectos. El certero encuentro de emociones. Su voz nos sigue recordando que la poesía no es asunto de letras, sino de sensaciones, de afectos, de emociones, de la vida y de sus pasiones, de la fragilidad de nuestra condición, de la eternidad de un sentimiento... Frente a la poesía de Sabines todos nos seguimos volviendo jóvenes; mejor aún, frente a sus palabras todos descubrimos el mundo que hemos habitado por años.
Hombre de fe y de magia como tenía que serlo el poeta, en el último poema que publicó en libro y entrado en etapas de recuentos, Jaime Sabines escribe, con esa misma sencillez que tenía para acariciar lo complejo, Me encanta Dios, un poema de fe, de profunda religiosidad, pero sin dogmas ni atavismos.
Sin fe, los hombres están casi muertos. Sabines lo sabe y su Dios, el de los hombres y de las pequeñas cosas, también. Por eso su amorosa expresión ``Me encanta Dios''. Su descripción precisa de que aquella figura divina: ``Es un viejo magnífico que no se toma en serio. A él le gusta jugar y juega, y a veces se le pasa la mano y nos rompe una pierna o nos aplasta definiti- vamente. Pero esto sucede porque es un poco cegatón y bastante torpe de manos''.
Además de quién si no de Dios el poeta ha recibido la vida y sus más grandes alegrías: ``Nos ha enviado a algunos tipos excepcionales como Buda, o Cristo, o Mahoma, o mi tía Chofi, para que nos digan que nos portemos bien. Pero esto a él no le preocupa mucho: nos conoce.
Sabe que el pez grande se traga al chico, que la lagartija grande se traga a la pequeña, que el hombre se traga al hombre. Y por eso inventó la muerte: para que la vida --no tú ni yo--, la vida, sea para siempre.
Predicador de lo cotidiano, Sabines nos enseña un nuevo credo: ``Dios siempre está de buen humor. Por eso es el preferido de mis padres, el escogido de mis hijos, el más cercano de mis hermanos, la mujer más amada, el perrito y la pulga, la piedra más antigua, el pétalo más tierno, el aroma más dulce, la noche insondable, el borboteo de luz, el manantial que soy. A mí me gusta, a mí me encanta Dios. Que Dios bendiga a Dios''.
Como Dios, Sabines sigue, se queda con nosotros. Con vida. Se lo ganamos a la muerte. Dios bendiga a Sabines.