José Cueli
El mal fario de la fiesta brava

El toreo es el proyecto del torero por prolongar su ser. Dar a verónicas y pases naturales el molde del alma. Bella y suprema forma, donde la fugacidad inexorable se une al anhelo de intensidad, alargando el tiempo interno; sólo intuición simiento de la poesía torera. Esfuerzo del hombre por infundir alma al dominio del toro, representante de las fuerzas brutas de la naturaleza incontrolables. El torero trasmutador, milagroso adquiere en su encuentro con el toro, atributos de eternidad.

El ansia de popularidad es por eso el mal de la mayoría de los toreros, vanidosos por el solo hecho de la vanidad. El torero poeta desdeña la veleidosa popularidad y lo teatral y torea en verso, grave, litúrgico, y es mito hombrío, pesadilla de la imaginación que atrae y repele a la vez. En él, el instinto conduce al toro a fatal destino reproducido en cada corrida. Por delante de los ojos de los aficionados desfilan sin tregua procesión de fantasmas toreros, prolongación de la pesadilla, restos del extravío y del terror, que las versiones taurinas infunden en el alma.

En el toreo representación del drama de la muerte en vivo y a todo color, se pintan los lances y deslances infautos e imprevistos que le dan su sabor. La vida-muerte, sometida a esa fuerza que no se puede definir, pero que todos obedecemos con pesar. Los toreros son víctimas de ella y la pasión y el mal fario que irradia y los mata poco a poco, llenos de nostalgias, miedo y ansias de seguir en busca de esa vida-muerte.

Terrible persecución la del torero y lo que lo rodea. Círculo donde ponen sus emociones, angustias y van dejando sangre y dolor y muerte. Un espíritu maligno se complace en perseguirlos. Imposibilitados para cambiar el curso de su existencia, cuando el ``gusanillo fatal'' se apodera de su espíritu, se resignan a dejar de correr el destino. Ya que no es posible borrar lo que está escrito, trazado en las huellas del alma. Ese mal fario torero, reposa en el temperamento de los hombres vestidos de oro y seda, como masa coloreante en fonde de agua. Por eso, en las grandes faenas, la vibraciones del encuentro toro-torero, vida-muerte el agua queda teñida de rojo sangre, color de la fiesta brava.

Fatalidad que llevó a la muerte en las plazas, a los grandes del toreo Joselito, Manolete y muchos más. Nunca respeta ni perdona. Rara vez se le domina, oponiendo a su fluir la experiencia que no se logra, sin perder las ilusiones poco a poco. ``Muchos son llamados y pocos los elegidos'' es la sentencia que tan bien se aplica al toreo. A la zaga de los caminos, ganaderías y placitas de pueblo se quedan miles de maletillas cada año.

Terrible tradición la de los toreros, pendientes siempre de los vaivenes del destino. Este año en la Plaza México, las novilladas -otra vez- están en ``veremos'', y cientos de jóvenes aún no quieren poner los pies en la tierra. La pérdida de sus anhelos será más fatal que el fracaso, o la cornada, en la plaza grande.

El mal fario se enseñorea con los novilleros que ``murieron el año pasado, y éste'', impregnados de un fatalismo que se proyectará a la afición, cansada de ancianos y torpes toreros y texcoquitos. Fatalismo que diríase evocado y traído de los abismos del tiempo por un rito primitivo azteca y español a la fiesta brava.