León Bendesky
Una reforma trunca

La reforma económica en México lleva ya más de dieciocho años de aplicación. Y, si bien en ese periodo ha habido cambios muy grandes en la forma en que funciona la economía, aunque todavía con grandes deficiencias y retrasos, lo más notorio es la incapacidad de transformar el entorno institucional que favorezca el crecimiento y el aumento real del bienestar.

Las políticas económicas que se han utilizado, independientemente del calificativo con el que se las denomine, no se han acompañado de un cambio en las instituciones que, aunque no garantice su efectividad, limite las consecuencias adversas que se han provocado y que tiene un enorme costo financiero y social.

En términos gruesos podemos pensar en las instituciones como aquellos principios de acción acerca de cuya estabilidad y finalidad no se tiene prácticamente duda alguna. Y eso quiere decir que dichas instituciones pueden tener un carácter formal o informal, pues se refieren a prácticas de comportamiento o a normas legalmente establecidas. Pero quiere decir, igualmente, que su operación se basa en la confianza en que dichas prácticas y normas serán cumplidas. También de modo grueso puede decirse que las instituciones son parte de las reglas del juego, de las oportunidades y las restricciones que crea la propia sociedad para diseñar las formas de interacción y que sirven para formar los incentivos de las relaciones humanas, o para restringirlos.

De tal manera, el entorno institucional comprende una amplia serie de condiciones que tienen que ver con las leyes y la aplicación de la justicia, la responsabilidad y la rendición de cuentas, el cumplimiento de los contratos y, por lo tanto, las pautas que rigen los intercambios, como pueden ser aquéllos que van desde las relaciones laborales, los arrendamientos, las privatizaciones y hasta las transacciones financieras. En algunas sociedades, el asunto de las instituciones representa un componente esencial del orden social, en el sentido de que forman parte sustancial de la manera en que funcionan los individuos, las empresas, las organizaciones y el propio Estado.

Así, resultaba normal para Wilkie Collins describir la actitud de mister Franklin, uno de sus personajes de La piedra lunar, quien después de luchar contra los tribunales ingleses a la mitad del siglo XIX para obtener un ducado, decide mandar a su hijo a Alemania para ser educado, preguntando: ¿cómo puedo confiar en nuestras instituciones luego de haberse conducido ellas conmigo de tal manera? El problema de la existencia de un orden institucional se combina, así, con el de su fortaleza y la confianza de quienes actúan y toman decisiones bajo su amparo. Ello evidencia las diversas condiciones que tienen que crearse para que opere un marco institucional favorable a la ampliación de espacios de acción y para crear las condiciones de cohesión social y de crecimiento de las actividades económicas en un marco de mayor equidad.

Hoy, en México, es muy clara la debilidad institucional en la que se desarrollan las actividades de los individuos y las organizaciones. Ello está en el centro de uno de los principales objetivos que de manera explícita persigue el actual gobierno y que no logra alcanzar. Este se refiere a la creación y fortalecimiento del Estado de derecho, y que sólo puede significar una cosa: el Estado es el primero que debe actuar en el marco de la ley. Sólo así puede pretenderse, en un entorno claro de derechos y obligaciones amparados por instituciones democráticas y participativas, que funcione la sociedad en la dirección de algo que parece restringirse, y que es el horizonte de sus expectativas. Los actuales debates en torno a las privatizaciones, el saneamiento y reorganización del sistema bancario o las cuotas de la UNAM, así como los casos judiciales como los del ex gobernador de Quintana Roo son, también, aspectos que ilustran ese débil orden institucional que expresa la falta de políticas claras, consistentes y articuladas con respecto a los grandes temas de la vida de la nación.