Hermann Bellinghausen
En cierta región de la tarde

El atardecer es la hora favorita de los colores. El paisaje enseña todos los que tiene y la luz declinante del sol inventa varios más. Ni un solo verde se queda callado, la atmósfera fosforece, vira al lila. Las laderas rocosas parecen sudar sangre pálida, y el cielo es abanico de los azules.

Una tarde así, aturdida de colores como si fuera voces hablando todas al mismo tiempo, llegó a cierta región del aire un gavilán gris y blanco. Pequeño, de una especie sedán. Navegaba perezosamente en las espirales de una corriente cálida. Tan pronto se aproximaba al borde de la sierra, como se lanzaba, con un leve golpe de timón, hasta las arboledas de los ranchos. Pero igual que las gaviotas, en su aparente ocio los gavilanes siempre que rondan, algo traman.

Los zopilotes giran en círculos más o menos concéntricos, acechan pura quieta carroña. Los gavilanes, como las águilas y las gaviotas, cazan seres vivos de la tierra o del mar. Van tras lo que se mueve, su vuelo es desplazamiento. La presa, pez o ardilla, acabará en las garras del aire y se irá muriendo. Un zopilote se ahorra esa parte.

El gavilán tenía buen ojo. A más de cien metros de altura distinguió una víbora verde cruzando un camino cuan larga era. Pero la víbora, con sus fantásticos ojos en forma de vagina, no veía menos que el pájaro ese, y por su profunda naturaleza terrestre, sabía mirar el cielo y distinguir sus figuras.

No se olvide que los reptiles cazan del aire. Su garra es el portentoso látigo de la lengua que se gastan para pepenar insectos, pajaritos y roedores.

La víbora, verde en el infinito reino de la tierra verde, escuchó el saludo del gavilán:

-Ser que te arrastras, buenas tardes tengas.

-Buenas las tengas tú, ser que te desplumas.

-¿Has visto pasar a la liebre del llano?

-No la conozco, ahora que la nombras.

-Llevo algunas horas tras su suculenta carrera, tú me entiendes, y llegando a estas barrancas, la perdí de vista.

Como quien no quiere la cosa, el gavilán había bajado sus círculos de vuelo perceptiblemente, para que la víbora oyera mejor. Y la víbora verde, que no nació ayer, había reptado lo necesario para salvar el espacio desnudo del camino y orillarse a la vegetación.

-Haz de sufrir. Ustedes las aves no están acostumbradas a perder de vista nada -dijo la víbora verde.

-No quiero sermón -dijo el gavilán-, quiero información.

-Nosotras las víboras nos arrastramos perdiendo de vista lo que vemos todo el tiempo. En las últimas horas he visto la marcha entrecortada de muchas patas y pezuñas: conejos, venados, caballos, hombres, mulas, zorros, tlahuaches y, sí, supongo que liebres.

-Era una gran liebre, como de 20 kilos -dijo el gavilán.

-¿Tan grande? -se sorprendió la víbora verde, que nunca vio liebres del tamaño de un perro.

-Por lo menos.

-Pues no la he visto, colega.

Los gavilanes son mañosos, el instinto los gobierna, y entre plática y plática, ya estaba cerca del suelo. A falta de liebre, quién quita y agarraba un estofado de víbora como botana.

Pegada al matorral, la víbora se sabía a salvo. Entre las ramas, las alas del ave se volverían un lastre enemigo de sí mismas.

El gavilán se dio cuenta, y haciéndose el disimulado con piruetas que protegían su orgullo, dio un aletazo y se alejó un poco, subió, bajó y se lució. Las plumillas blancas de su cola, extendidas un momento contra el sol declinante, brillaron en los ojos de la víbora con rápidas chispas doradas. ``Han de saber sabrosas las pechugas de gavilán blanco'', pensó la víbora verde, que nunca las ha probado.

-Sabes, tengo hambre -dijo el gavilán.

-Yo también -reconoció la víbora verde.

-¿Qué podemos hacer el uno por el otro, colega? -preguntó el gavilán, con un cosquilleo en las garras abiertas.

-Evidentemente nada, coleguita -contestó la víbora verde, que sentía un hormigueo en la lengua, como siempre que saca el filo.

-¿Por qué no te asomas al camino y platicamos mejor? -invitó el gavilán.

-Porque tienes hambre. ¿No te gustaría bajar aquí a lo verde?

-Allí no, porque las plantas me espantan el hambre.

-Entonces busca en otra parte tu famosa liebre, o párate en aquel alambre a ver si pasa.

Dicho esto, la víbora verde onduló con gracia extrema y se internó en la espesura. Alertada por su sentido crítico y su alto sentido del ridículo, la víbora pensó que eso ya empezaba a parecer otra cosa y cortó por lo sano.

El gavilán blanco vio que ya no veía a su colega, y por no quedarse hablando solo, graznó a la tarde encendida por la veladura dorada y roja del crepúsculo y las largas sombras. Se prendió corriente arriba, ganó distancia, ganó altura y llegó a los cerros preguntando si alguien vio pasar una liebre grande como perro, y encontró que nadie.