La Jornada Semanal, 11 de abril de 1999
Desde que se descubrió que los pájaros son dinosaurios disfrazados, he cambiado mi trato hacia ellos. Nunca me han gustado del todo. Si uno lo piensa bien, nos parecen simpáticos sólo porque no hablan. Piénselo: vuelan a la cocina y pegan con su piquito en la ventana: en realidad están diciendo: ``Saca de una buena vez las malditas migas antes de que te rompa el estúpido cristal.'' Si te resistes, te miran de lado, con un ojo pelón, escrutando, como un tuerto a quien no quisiste darle una limosna. Guardan en su escasa memoria el rencor de todo dinosaurio, momentáneamente derrotado por los mamíferos. Los canarios no nos atrapan entre sus fauces, sólo porque están esperando el siguiente cambio climático. Cuando eso ocurra, la señora que disfruta del canto matinal escuchará el rugido un poco antes de que le coman las orejas.
La otra noche oí un aleteo en el fondo de la penumbra. Al encender la luz vi una paloma expectante en el filo de la taza del excusado. No sé qué ha sido pero las palomas, desde hace unos años, han aumentado de tamaño. ¿O será que las veo chicas en las plazas y enormes en mi baño, que es tan chico que la lavadora sólo puede correr los diez centímetros libres antes de taponar para siempre la puerta? Debajo de sus plumas, la paloma se veía gelatinosa: una especie de foca con estola blanca. Me miró un instante y, desdeñosa, se empinó para tomar agua del excusado. De mi excusado alquilado. O bien: del agua que corre y que yo pago. No me quedó más remedio que gritarle. Fue sólo un grito, como el de un mono, sin contenido, pura voz de alarma. La paloma se volvió con su ojo solitario. Y, otra vez, tras un instante, volvió a lo suyo, que era tomar agua. Me acerqué un poco y aleteó. Ahí comprendí que hemos estado en un error con respecto a mirar con simpatía sus saltitos y gruñidos de amantes en ascenso, y cerré la puerta.
El pájaro se había apropiado de mi único cuarto de baño.
Me retiré a la sala a pensar. Ya sabemos: tras el Diluvio, Noé manda a un cuervo que nunca regresa a verificar si ya escampó. Pero el cuervo se queda por ahí, sin volver y, entonces, Noé elige a una paloma que regresa con la prueba del fin de la catástrofe en el pico: una rama de olivo. Y, luego, en las guerras las mandan con mensajes y ellas, tercas, siempre regresan. Son moscas que se estrellan cada vez en la misma ventana. Se las tiran a Dios en las alturas para que regresen con sus mensajes. Y, cuando vuelven del Cielo, sólo quieren gorgorear por ahí y tomar agua del WC. ¿Es el gorgoreo coital el lenguaje de Dios?
Al igual que las epidemias de gripe en la ciudad, las palomas levantiscas son un producto indeseable de la visita del Papa. Toda esa gente en éxtasis tirando miles de palomas al viento, como si nunca fueran a regresar a tierra, como si no fueran unos sacos de cocuyos que les chupan la sangre, y que las obligan a demandar lo suyo: migas duras y agua del baño. Son el símbolo de la paz y no lo crees: caminan, tambaléandose, sobre sus dos endebles patitas escamadas, ridículas como señoras gordas. Mis tías eran de ese tipo de personas que le ponen apodos a los vecinos. Así, sus compañeros de piso eran, en su lotería rebautizadora: ``El cara de perro'', ``El Ebrio'' y ``La Paloma''. Esta última era una gordaza que hacía esfuerzos por ser bella. Se peinaba como Sofía Loren, es decir, se pegaba el pelo a la nuca con jitomate, sin que nadie le avisara que le habían quedado algunas semillas enredadas. La última vez que la vi, llevaba un escote asimétrico: sólo nos enseñaba un hombro que, de tan delicado, por unos segundos confundí con su cabeza. Y ese querer disfrazarse, y la cabeza restirada, y el hombro que movía como la cara de su siamesa, me hicieron tomar una decisión: matar a la paloma intrusa.
Lo primero que hay que reprimir es la sensación imaginada del aplastamiento: sentir bajo la pala sólida la gelatina debajo de sus plumas que cede a la fuerza, que se expande sobre el azulejo. Es, como digo, una sensación pensada. En modo alguno es real: cuando uno la emprende a palazos contra ese cuerpo de lobo marino, de grasa agitándose debajo de la piel emplumada, no se siente más que la propia sangre golpeando en las sienes, la respiración tan agitada que el puro no se apaga, las pequeñas astillas del mango de la pala enterrándose entre los pliegues de la mano. Luego, uno mira y, a la mañana siguiente, pide a la criada que limpie el cuarto del matadero. Queda un olor a -supongo- adrenalina o algo así.
En mi calle hay un mimo. Cuando a lo lejos veo un círculo de gente desternillándose de risa, sé que en el centro está él, con su cara pintada de blanco, contoneándose. El hecho es que termina su acto con un juntar de manos: lanza una paloma imaginaria al viento. Pienso que su cabeza bajo una pala no es, en modo alguno, una sensación viscosa. Y él no sabe aún que, cuando pasa a cobrar, suele mirar con un solo ojo.