La Jornada Semanal, 11 de abril de 1999
El poeta Eugenio Montale (Génova, 1896/Milán, 1981; Libra; tenor fallido, bibliotecario, desempleado por insuficiencia de fe en el régimen fascista, traductor, crítico literario y senador vitalicio desde los años sesenta) recibió el premio Nobel de literatura en 1975. En su discurso ante la Academia sueca, Montale aborda el tema de la inutilidad de la poesía, que ya para entonces se había convertido en un tópico. Pero el genovés agrega un comentario distintivo: en el mundo hay un ancho espacio para lo inútil, y uno de los peligros de nuestro tiempo es la mercantilización de lo inútil. Por fatalidad y por ventura, ni los poetas ni los poemas suelen adaptarse a las estrategias de ganancia rápida. Montale, que sin duda empleó las máquinas al máximo, había publicado apenas seis títulos de poesía cuando recibió el premio, y aunque sus libros alcanzaron en Italia tirajes importantes gracias a la notable expansión publicitaria que trae consigo el Nobel (¡ediciones de 10,000 ejemplares!), en términos de rentabilidad andaban muy por debajo de los muslos de Silvia Koscina y Gianni Rivera o la voz de Nicola di Bari. ¡La poesía se vende!, declaró Montale con cierta socarronería en 1949, sólo para confirmar que los consumidores habituales de versos no dan para llenar estadios: ``¿Quién compra los libros de los poetas recientes? ¡Ay de mí!, no cabe ninguna duda al respecto: un público formado en gran parte por poetas desconocidos y hasta clandestinos, una clientela de especialistas.''
A fines de los sesenta, Michael Hamburger formuló la siguiente ecuación para explicar las difíciles relaciones entre el poeta y la popularidad: si el Romanticismo vino a cerrar la brecha que durante siglos distanció a los poetas y el público, en nuestros días se ha ensanchado la distancia entre la poesía que busca un ``oído interno'' y aquella que tiene como metas los grandes auditorios y el consumo instantáneo. Es común y hasta comprensible que los versificadores mediocres persigan un público nutrido y no un buen público. Pero también se da el caso del poeta con talento que, aun sin procurarlo, arrastra multitudes -no por la calidad de sus obras sino por lo espectacular de sus presentaciones. Cuando más de trescientas personas asisten a un recital, es casi seguro que ahí comparece algo distinto a la poesía -y a los lectores de poemas.
Para acercarse a la poesía y recibir algo a cambio, afirma Seamus Heaney en una entrevista reciente, es necesario ofrecer alguna convicción acerca de su valor. Es difícil, aunque desde luego no imposible, que esa convicción provenga de un sujeto que vive afiliado a los centros comerciales y a todo género de monitores. El ansia de actualidad, ratifica Montale, ha creado un público que sólo entiende al arte como espectáculo. Muchos ``poetas'' adivinan las exigencias de los tiempos y producen cápsulas verbales que actúan en la gente ``como una especie de masaje psíquico''. Alejada del entusiasmo por las novedades, sobrevive una poesía que rechaza las funciones y los fines utilitarios de nuestras sociedades. Como otros poetas de su generación, Montale se opone a fundar sus esperanzas en un programa positivo y positivista. Quizá por esta razón su obra es a veces difícil y evasiva. Pero el genovés no se dirige a los happy few; sostiene que en lo imprevisible del lector se aloja una buena parte del misterio que mueve a todo poeta.
Bajo la torrencial producción lírica de nuestros días, un poema chino del siglo IX, traducido al italiano a partir de una versión en inglés, puede arrojar algún indicio sobre las posibilidades de la poesía en el ocaso del siglo XX. En un ensayo de 1952, ``Poemas chinos (1753 a.C-1278 d.C.)'', Montale cita estas líneas que el poeta Po Chü-i (772-846 d.C.) escribió luego de leer los manuscritos de un amigo a bordo de un barco: ``Tengo en mis manos tus poemas y leo a la luz de una vela./ Los leo todos. La vela se acaba y aún no amanece./ Mis ojos están cansados, la vela gotea. Sentado en la oscuridad / escucho las olas que el viento azota contra la proa''.
Muy lejos de su estructura original, ayunos de casi todo elemento de solicitud y medida, estos versos preservan ese latido humano que Montale solicita para la buena poesía. Po Chü-i no intenta describir lo que leyó en los poemas de su amigo. Todas las paradojas de la creación y la recreación poéticas parecen concurrir en esta imagen. Silencio del poema, silencio del lector. Rumor del mar y del tiempo. A mediados de los cincuenta, el autor de Huesos de sepia escribió estas líneas: ``una storia non dura che nella cenere/ e persistenza solo estinzione...'' (``una historia sólo dura en sus cenizas/ y su persistencia es sólo extinción'').
Apunta Montale que la poesía china realizó, con varios siglos de anticipación, todo el ciclo evolutivo e involutivo de las literaturas europeas. ``A lo largo de siglos, de guerras, de flagelos, de hambrunas y de horrores, estos poetas se transmitieron su artística flor de jade, la elaboraron y perfeccionaron con paralelismos conceptuales y refinamientos técnicos... Y viéndolo bien, parece que su único tema es la poesía misma, como instrumento y materia de conservación e intercambio.'' Hace más de setecientos años, Yuan Haowen (1190-1257) escribió sus Poemas sobre poesía, admoniciones críticas en favor de la sinceridad y el lenguaje coloquial, contra la ornamentación y la imitación servil de los antiguos. Montale asegura que en el mundo occidental, cristiano, la forma se ha convertido en una forma-fantasma. En cambio, encuentra en la antigua poesía china un prestigio formal que convive con la verdad sin anularla; una belleza de escuela, aprendible, transmisible, que pudieron tocar dos mil poetas en un periodo de tres o cuatro siglos. Unas cuantas palabras de Haowen, en versión de Gerardo Deniz, parecen revelar el fondo de este sutil equilibrio entre belleza y verdad: ``De inspiración natural es la línea en que el ojo da forma a la mente.''