La Jornada Semanal, 11 de abril de 1999



Fermín Ramírez

entrevista

Con Bioy Casares

Bioy, el memorioso, el embustero, el que acaba ``de pasar a mejores'', platicó (así, a la mexicana, nada del ``conversó'' peninsular o del ``charló'' televisivo) con Fermín Ramírez sobre Borges, Reyes (``el vago azar o las precisas leyes...''), México, Argentina y otros países medio irreales. La inmensa lucidez de Bioy ilumina esta entrevista y este número del suplemento. The rest is silence.

Adolfo Bioy Casares, el ABC de la literatura argentina, amaba la vida al grado de que afirmaba que haría cualquier cosa por prolongarla. ``Si alguien viniera ahora con un contrato para vivir mil años más, lo firmaría sin ver las cláusulas'', decía, y luego agregaba con la nostalgia anticipada de quien se despide de los pequeños detalles que conforman la vida: ``Uno de los horrores de la muerte es no poder oler, nunca más, el pasto recién cortado o el pan tostado.''

El contrato de la vida milenaria no llegó nunca y el 8 de marzo, a los 84 años de edad, falleció en Buenos Aires el escritor al que su entrañable amigo Jorge Luis Borges se refería como el maestro que lo condujo al clasicismo y que le propuso gustar de la paz y la mesura, en vez de lo patético, sentencioso y barroco.

En el primer día de su única visita a México, en junio de 1991, para recibir el Premio Internacional Alfonso Reyes, en una tarde fría y de lluvia el autor de El sueño de los héroes, Dormir al sol, Una muñeca rusa e Historias desaforadas, concedió esta entrevista en la que, entre otros temas, habló de Reyes, de Borges, La invención de Morel -considerada su obra maestra- y de su oficio de narrador de ficciones, al que se refería como quehacer de embusteros.

Usted conoció a Alfonso Reyes, ¿qué recuerda de él?

-Es uno de los primeros recuerdos de mi vida; fue, probablemente, el primer escritor que haya visto. A casa de mi padre iban escritores franceses, porque él inició un instituto y los invitaba a dar conferencias en Buenos Aires, pero al primer escritor que vi fue a Reyes, es a la persona a la que más recuerdo de toda aquella gente de esa época; lo recuerdo nítidamente y creo que si lo oyera hablar le reconocería la voz, y lo reconocería a él de inmediato.

Reyes era muy amigo de mi padre y lo siguió siendo hasta los últimos años de uno y otro. Yo seguí, por suerte, esa amistad. La primera vez que vi a Reyes fue allá por 1927, porque él estuvo tres años, aproximadamente, como embajador de México en Argentina en esa década; después se fue a Río de Janeiro, también como embajador, y regresó por los treinta a la Argentina. Con el hijo de Reyes estuve en el mismo colegio, en bancos contiguos. Tiempo después supe que Reyes había muerto y me causó una impresión terrible.

Antes de escribir La invención de Morel, que fue más o menos afortunada, yo escribía libros pésimos; se los mandaba a Reyes y él me acusaba recibo, estimulándome a escribir. Fue siempre muy generoso conmigo. La circunstancia de que Borges fue la primera persona que ganó el Premio Alfonso Reyes me conmueve, porque Borges es un amigo a quien echo de menos todos los días.

-¿En qué circunstancia se dio su primer encuentro con Borges y qué acontecimientos se combinaron para que escribieran juntos?

-Un día de 1932, Victoria Ocampo, hermana de mi mujer, Silvina, me invitó a una reunión en San Isidro; iban un profesor y un escritor ilustre, uno de ésos que ella importaba a la Argentina de vez en cuando. Estaba Borges y fortuitamente nos pusimos a conversar; él me preguntó cuáles eran mis autores preferidos y yo le hice una lista de autores que eran casi incompatibles unos con otros. Pienso que él debió ser muy indulgente para hacerse amigo de una persona que proponía una lista tan absurda de escritores, pero imagino que Borges descubrió que me gustaba mucho leer, que yo leía mucho; eso, y descubrir bastante pronto que los dos teníamos el placer de contar historias, fue una de las razones para que él condescendiera a ser amigo mío, cuando él era un escritor conocido y yo un escritor desconocido y malo; un pésimo escritor desconocido.

Cuatro años después, en 1936, un tío mío que dirigía una empresa de productos lácteos me encargó que hiciera, en parte para hacerme escribir una cosa que no fuera ficción y para ver cómo la escribía, un folleto acerca del yoghurt; un folleto pseudocientífico y deliberadamente comercial. Pagaban muy bien la página, mucho más de lo que pagaban los diarios de Buenos Aires en ese entonces en la sección editorial. Le propuse a Borges escribirlo juntos y nos fuimos al campo durante una semana en el invierno; a una casa semidestruida, la estancia de mis abuelos Bioy, que estaba casi en ruinas. Estábamos en el comedor, con la chimenea encendida, tomando cacao caliente para sacarnos el frío y escribiendo sobre la cuajada y el yoghurt; como el tema era aburrido, empezamos a pensar en otras colaboraciones que podrían ser más gratas, como escribir cuentos; empezamos a hacer un soneto con muchas eles y planeamos argumentos de películas.

-¿En qué momento concibió La invención de Morel?

-Estaba yo en el campo, en la misma casa de campo en la que escribía con Borges. Me encontraba en el corredor de la casa pensando, como siempre, en encontrar un modo de rodear, de evitar a la muerte, y pensé que si uno podía reproducir a los seres, la imagen de los seres, como están en los espejos, y mantenerlos así, sería algo. No se trataba de detenerlos en fotografías sino en un espejo.

Después pensé que si pudiera extender esa satisfactoria nitidez a todos los sentidos, al tacto, al olfato, al sonido, a todo, tendríamos reproducida a la persona. Y, estando la persona reproducida, me preguntaba si no aparecería de nuevo la conciencia o el alma, como clásicamente se le llamó.

Con ese comienzo pensé hacer una máquina para reproducir a los seres y pensé que a esa máquina iba a describirla mejor en un relato, porque a mí me gustan los relatos. Y, bueno, de ahí fue saliendo La invención de Morel, en donde todo está supeditado, tal vez demasiado, a la invención; porque el héroe de La invención de Morel es la invención de Morel: la máquina a la que me refiero. Por eso hago que sea un fugitivo el que va ahí; se esconde para que no lo descubran inmediatamente, y cuando ve personas no puede corroborar si son reales; tiene que quedarse a cierta distancia, porque teme que lo descubran y lo lleven preso; por eso hice una isla en el Pacífico, porque de otro modo el género humano hubiera descubierto demasiado pronto a la máquina y todo hubiera terminado. Las mareas eran necesarias para que la máquina funcionara eternamente, sin necesidad de combustible ni nada. Puse la casa y la pileta de natación sobre una colina para que él las viera desde abajo, casi como seres superiores, y por esta deformación de verlas desde abajo parecieran más inaccesibles todavía.

-Pero en esa ficción hay una historia de amor, que bien puede privilegiarse por encima de lo fantástico.

-Eso pasa porque yo siempre pongo historias de amor en mis relatos, porque de algún modo el amor me ha preocupado a lo largo de la vida. Y he tenido la suerte de que algunos de los lectores de La invención de Morel consideren que ésta es la historia más bella que he escrito; por ejemplo, un francés al que yo le decía que lo admiraba porque se llamaba casi del mismo modo, Moreau; él era director de cine y fue quien tradujo al francés ese libro. No exageremos, pero, en fin, es una historia de amor bastante desesperado, porque si bien muchas veces uno siente que el amor es imposible, porque la otra persona no lo quiere a uno, por lo que sea, aquí es más terrible, porque la otra persona se encuentra como en otra realidad.

-De los libros que ha escrito, ¿a cuáles estima más?

-No tengo particular estimación por mis libros, pero diría que Dormir al sol es un libro que me resulta agradable. Una traductora de mis libros me hizo esa misma pregunta y yo le contesté: si mis libros fueran casas me gustaría vivir en Dormir al sol, porque me gusta el ambiente de ese libro. Creo que El sueño de los héroes es, tal vez, un libro superior; es un libro de una historia más limpia, más solemne, más terrible y que llega más profundamente, pero me gusta el ambiente de Dormir al sol, el ambiente de barrio que tiene, de gente de barrio.

-¿Qué opina de la búsqueda de originalidad en la que se empeñan algunos autores?

-Es un peligro para todos los escritores. Buscar la originalidad es el camino más seguro para no encontrarla. La originalidad llega cuando uno no la busca; es como un pajarillo que vuela y se va y llega sin que uno lo busque, porque si uno lo busca, huye. El escritor debe pensar sólo en el libro que tiene entre manos, en el que está escribiendo.

-¿Y en este momento qué libro tiene entre manos?

-Tengo una novela a la que le faltan tres capítulos y se llama Un campeón desparejo; creo que desparejo es una palabra que provoca un poco de perplejidad acá; quiere decir lo contrario que lo parejo, irregularidad, digamos. Me faltan esos tres capítulos, pero estos agasajos me están impidiendo escribir; tengo además en mente de seis a diez cuentos. Espero tener, el próximo año, un año de vida privada y poder escribir.

Escribo también una novela que se llama Irse y que estoy postergando, tal vez hasta después de la muerte, para tener algo interesante que hacer y volver a escribir, quizá en otra vida, esa obra.

La vida me gusta tanto que haría cualquier cosa por prolongarla. Si alguien viniera ahora con un contrato para vivir mil años más, lo firmaría sin ver las cláusulas.

-¿Cómo se le ocurren sus historias literarias?

-Eso, por más que uno quisiera explicarlo, es bastante misterioso. Pienso que quizá haya algo parecido a un acostumbramiento muscular, como en el caso de un deportista, que sirve para practicar ese deporte. Como empecé a escribir historias a los nueve años, debe haber una especie de músculo en mi cerebro, que cuando tengo una idea o se me ocurre algo que puede ser una historia, ese músculo se entera antes que yo y me sugiere el desarrollo de esa historia.

A ese respecto, hay una fórmula que versa acerca de la inteligencia y que siempre me pareció justa; Bergson decía que la inteligencia es el arte de solucionar o de salir de situaciones difíciles. Esto yo lo entendí así: inteligencia es el arte que encuentra una salida en situaciones que no la tienen.

Una de las satisfacciones que celebro con ingenuidad, pero que celebro, es cuando se me ocurre una historia. Cada vez que esto sucede tengo una satisfacción en la vida. Después están las otras satisfacciones de la vida, tan misteriosas. A veces pienso que las cosas maravillosas de la vida son oler en el campo el pasto recién cortado y el oler en una casa, cuando llega la hora del té, el pan tostado. Esas pequeñas sensaciones le dan a uno ganas de vivir. Pienso que uno de los horrores de la muerte es no poder oler, nunca más, el pasto recién cortado o el pan tostado.