Carlos pertenece, si no me equivoco, a la generación del medio siglo, quiere decir, a la que ingresó a la UNAM en 1950. En ese mismo año me recibí de licenciado en Derecho. Había iniciado mis estudios bastante antes en la Escuela Nacional de Jurisprudencia, precisamente en 1943. Los seguí con el doctorado (1952-1953) y en mayo de 1953 empecé a dar clases de derecho civil. Pero no nos encontramos en el camino. Sólo muchos años después en un homenaje a Eulalio Ferrer en el que nos reconocimos como amigos de siempre. Alguna vez más en el Grupo San Angel.
Tuvimos maestros y tenemos muchos amigos comunes. Entre ellos, maestro y amigo, don Manuel Pedroso, quien tenía la gracia de continuar la cátedra en su bello departamento-biblioteca de las calles de Amazonas. Bello el departamento y muy bella Lita, su esposa, con quien he mantenido por muchos años una grata relación profesional y de amistad.
Creo que mi primera lectura de Carlos Fuentes fue La región más transparente. Después muchas cosas más, pero no siempre con la paciencia de llegar al final. Cristóbal Nonato me encantó pero aún me debo concluir Terra Nostra que dejé, ya iniciada la segunda parte, cuando México entra a la historia. En algún viaje me hice de Gringo viejo, un libro corto, casi un juguete, que es de las obras de Carlos que me han impresionado más. Es la historia de un hombre que amó la vida y buscó la muerte.
Hace unos días, en el aeropuerto, entré en contacto con Los años con Laura Díaz. Y a pesar de que ya había iniciado la lectura de otro libro apasionante, el Pancho Villa del formidable Friederich Katz, la magia de Laura me cautivó. Pero ya terminé con Laura y regresé a Pancho Villa.
No ha faltado quien haya calificado la más reciente obra de Fuentes como una historia de la Revolución. No lo es, por cierto. En primer lugar porque precisar la naturaleza del movimiento burgués que Madero inicia en 1910 y su continuidad, no es fácil. Katz hace referencia a la revolución intermedia en Chihuahua, a la muerte de Madero, que se extenderá a los estados vecinos y desembocará después en la gran marcha hacia el sur que expulsó a Huerta. Pero hay otras pseudorrevoluciones y en definitiva la única de verdad, incruenta por sí misma, será la de Querétaro (1916-1917) que parió a nuestra Constitución. Porque la Revolución no es tanto la lucha armada como la transformación del Derecho.
Carlos Fuentes juega con el lector, lo entusiasma, lo engaña, le anticipa los finales intermedios y a fin de cuentas diseña la historia de una mujer que es eje de una familia de origen pero disolvente de la familia creada. Dibuja Carlos en casi toda la obra a un personaje incómodo, Dantón, y al final, en dos pinceladas de añoranzas, lo hace humano. Casi tanto como los Santiagos.
La frivolidad la convierte Carlos en ternura, llámese Orlando, el amante frustrante o Magda, la esposa de Dantón, nuera de Laura. Y violenta sus adjetivos cuando califica la actuación de Díaz Ordaz en 1968. Yo también lo haría.
Hay un personaje que aparece un poco de manera inesperada, se convierte en protagonista y, en mi concepto, acaba en un destierro monacal en una isla volcánica que destruye la personalidad que el lector le habrá reconocido hasta ese momento. Jorge Maura, en rigor el contrapunto de Laura, es un doble diseño. Y a mí me parece, pobre crítico sin títulos, que no merecía acabar limpiando suelos de un monasterio en Lanzarote.
Diego Rivera y Frida Kahlo son un poco pretexto. Es, tal vez, la oportunidad de Carlos Fuentes para hacer presentes ciertas fobias contra la burguesía estadunidense que tan bien conoce. Pero hay dos personajes más, efímero uno, Jim, muerto en el Jarama y otro, Harry, un héroe nebuloso, que hacen el contraste para rendir un homenaje histórico a los estadunidenses de la Brigada Lincoln, héroes de la batalla de Madrid y víctimas después del macartismo, como bien lo explica Carlos.
Amigos comunes ilustran la historia de Laura, entre otros, María Luisa Elío y muchas páginas después Yomi García Ascot, unidos y separados en la vida real y reunidos de nuevo aquí y en la dedicatoria de Cien años de soledad. Hay otros, al calor de la Zona Rosa.
En mis desvelos nocturnos, Laura Díaz me ha acompañado y ayudado a encontrar el sueño, leyendo. Y a confirmar que el premio Nobel de Literatura tiene una deuda con Carlos Fuentes.