Filmar la conquista de México es sin duda un reto mayúsculo, ya sea como crónica estrictamente apegada a los hechos, ya como alegoría, o a manera de elucubración fantasiosa. La idea ha fascinado a cineastas y a hombres de letras, de manera especial a Antonin Artaud, quien imaginó un escenario fílmico-teatral de crueldad y desmesura, sin poder jamás materializarlo; también sedujo la idea a más de un realizador estadunidense, sensatamente distraído de tal empresa a última hora. Un descalabro célebre en materia de superproducciones hollywoodenses ligadas al descubrimiento de América fue la aventura de Ridley Scott: 1492. Conquista del paraíso.
Todo mundo imaginaba cuáles serían las dificultades más notables de un proyecto semejante: sacrificar la credibilidad histórica en beneficio del fasto escénico o dar tal muestra de precariedad en los recursos que la ambientación naufragara en el humor involuntario; otro problema sería evitar la tentación melodramática, el enamoramiento fácil con la "visión de los vencidos", trágica y crepuscular, sin duda, pero que en un cine de recursos limitados aparecería acartonada y cursi.
En su primer largometraje, el mexicano Salvador Carrasco, ex alumno del CUEC y egresado de la Universidad de Nueva York, parece perfectamente consciente de esos problemas y logra superar muy bien los primeros, mediante una sobria recreación de lo que pudo ser en 1520 el Templo Mayor azteca pocos momentos después de una masacre. Desafortunadamente, a medida que avanza el guión del propio Carrasco sobre la experiencia de un indígena rebelde, Topiltzin (Damián Delgado), renuente a la cristianización forzada, va desapareciendo ese tono sobrio que, en armonía complementaria, marcaban el fotógrafo Arturo de la Rosa, los músicos Jorge Reyes y Samuel Zyman, y la directora de arte Brigitte Broch. Al interés que despierta en el público una ambientación tan difícil y tan bien resuelta, sucede el irrefrenable naufragio de la historia en la grandilocuencia y en interpretaciones muy poco novedosas del sincretismo religioso después de la conquista, de la fusión de la idolatría pagana y la fe católica.
Y era nuestra herencia una red de lugares comunes. Lo que marca la gran diferencia entre La otra conquista y las dos obras más importantes que han abordado en nuestro cine temas similares, Retorno a Aztlán (1988), de Juan Mora Catlett, y Cabeza de Vaca (1990), de Nicolás Echevarría, es precisamente el vigor artístico de estas dos últimas, su libertad y su intensidad poética, su alejamiento prudente de toda retórica nacionalista, de la contemplación sentimental de las raíces, y de toda expansión verbal que conspire contra la poesía de sus imágenes, de sí elocuentes. ƑPara qué interpretaciones reduccionistas de la enésima lectura de El laberinto de la soledad, de Octavio Paz? ƑPara qué deslucir la limpieza de la fotografía con burdas superposiciones de Tonantzin sobre una virgen rubia, so pretexto de fiebres y alucine? ƑPor qué desterrar toda sospecha de erotismo en un acto sexual (Topiltzin y su media hermana Tecuichpo) para transformarlo en mero trámite de procreación programada ("Hagamos perdurar nuestra sangre"), con iluminación efectista que acentúa el perfil hierático de los protagonistas ųmuseo de cera de la Conquistaų. La imagen escultórica del indígena es aquí el impulso idealizador que lo mismo presenta a un Topiltzin yaciendo a lado de la virgen rubia, como en una tumba medieval Abelardo y Eloísa, que al mismo indígena ofreciendo desde el cartel publicitario el gesto inmortalizable de la Raza de Bronce. De ahí al mensaje reconciliador y autoconmovido, a la retórica aplaudible en un estreno presidencial, no hay más que un paso, y la cinta lo da sin inmutarse: "Dad fe, don Hernando: dos razas tan diferentes pueden ser una sola a través de la tolerancia y el amor".
La otra conquista no pretende naturalmente ofrecer ninguna visión definitiva de lo que pudo ser el periodo posterior a la Conquista, ni favorecer una postura, la del colonizador o la del conquistado. Todo transcurre en una época remota, muy anterior al uso indígena del pasamontañas, cuando naturales edípicos como Topiltzin arrancaban de los frailes grandes juramentos ("Mi principal misión en la vida es salvar el alma de este indio"), mientras se encaminaban heroicamente a la autoinmolación; todo transcurre en el territorio irreprochablemente neutro de la nobleza sentimental, donde sólo dos personajes parecen ajenos a esa virtud, el capitán Cristóbal Quijano (Honorato Magnoli), resumen de la barbarie, y el notario Ramón Quevedo (Ramón Barragán), maestro de la ironía. La fuerza plástica del filme, las sugerencias de su música, la escenografía atenta siempre a todos los detalles, merecían el complemento de un guión más inspirado, de una obediencia menor a los apremios del mensaje.