Jordi Soler
Una ciudad con lago

Hace unas semanas en el Festival del Centro Histórico de la Ciudad de México se presentó el escritor William Gibson. Después de su conferencia, siguió una mesa redonda que se alargó hacia el frente hasta quedar, digamos, rectangular; metida en la zona del público asistente que empezaba a dar su opinión sobre diversos temas. Uno de estos era la noticia de que tener un lago grande dentro de la ciudad de México es enteramente factible. Simplificando aquí este proyecto nada simple, y sin descontar que quien escribe estas líneas tiene de urbanista exclusivamente lo urbano, se puede decir que basta con conducir el agua de lluvia que escurre por las laderas de los cerros aledaños al vaso de Texcoco, durante cierta cantidad de días, para que un lago, del tamaño de cuatro veces y media la bahía de Acapulco, hermoseé nuestra ciudad y mejore el ambiente.

Hoy, esa agua que escurre llega a la ciudad y se va por las coladeras; esto es tanto y tan triste como decir que nuestro lago se va, desde hace años, por un tubo. Si el aleteo de una mariposa en China provoca un ciclón del otro lado del mundo, ¿qué parte del planeta estaremos arruinando con la energía de nuestras bahías de Acapulco escapando por un tubo? En el fondo el asunto es dejar de entorpecer el rumbo de la naturaleza: durante cientos de años esta urbe se empecina en desaparecer ese lago que se empeña en aparecer cada temporada de lluvias.

Los detalles inumerables de este proyecto pueden consultarse en el ensayo de Alberto Kalach, ``Vuelta a la ciudad lacustre'', que aparece en un libro publicado recientemente por editorial Clío de nombre La ciudad y sus lagos. Kalach es quien coordina este esfuerzo de regresar las aguas a su cauce, o para decirlo con más exactitud, de sacar nuestro lago de las tuberías. Aquí podemos ir adelantando que, por ejemplo, un individuo que salga de su oficina en el Zócalo rumbo al aeropuerto, puede tomar un bicitaxi hasta el malecón, que estará muy cerca, y luego una lancha que lo conduzca al nuevo aeropuerto, en el centro del lago. O esta otra instantánea que se antoja: un tipo en la azotea del edificio en donde vive, ginebra en mano, contemplando la ciudad con su lago al fondo.

El proyecto es viable. Esta ciudad puede tener un lago, ahora falta sortear algunos obstáculos políticos y gubernamentales para empezar a llenarlo de agua. Unos días después de aquella mesa redonda que terminó rectangular, la agregada cultural de Estados Unidos organizó una comida con William Gibson en un restaurante francés, en una mesa que no dejó de ser redonda. Varios cuestionamientos, disfrazados de bruma, flotaban sobre esa mesa. No faltó el escéptico que aseguró que los planteamientos eran el humillo que despedían tantos platos de sopa juntos. Una parte de esa bruma, la mayor, decía: ¿cuál es la relación entre Gibson, nosotros, los funcionarios estadunidenses y el territorio francés del restaurante? Aquel escéptico para quien las preguntas reales eran platos hondos con crema de champiñones resolvió, a su modo, el enigma: la relación es justamente la crema de champiñones. No estaba mal pero nos situaba otra vez en el punto de arranque, no hay que olvidar que esa sopa era en realidad una pregunta, ni que las preguntas son el principio de todo, incluso de las respuestas.

El escéptico, para sacudirse un poco lo escéptico, dejó a un lado la cuchara y empezó a comerse la sopa con un signo de interrogación. A la altura de los postres fue que empezó la conversación con Gibson. Habló de sus libros, de su vida, de sus experiencias en México, de su esposa, o de la mujer que estaba junto a él y que sonreía definitivamente como esposa. Yo aproveché para meter mi signo de interrogación con el proyecto del lago de Texcoco, apoyado con un ejemplar de La ciudad y sus lagos. Expliqué como pude el proyecto y, cuando terminé, Gibson dijo: parece tema de una de mis novelas. Pues escríbala, lo animamos. Inmediatamente después quedó claro, por pura simejanza con una situación de hace años, cuál era la relación entre todas las partes que eran un enigma en aquel restaurante francés: a) Francia; b) un grupo de seres contándole a Julio Verne el proyecto de unos científicos gringos que pretendían viajar a la luna; c) Verne escribiendo la novela de ese proyecto y consagrándose como escritor visionario. Resuelto el enigma pedimos café, cogí de la mesa un signito de interrogación para ponerle azúcar.

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