La Jornada jueves 8 de abril de 1999

Javier Wimer
La expedición punitiva

A fines del año pasado visité la región de Kosovo y varias ciudades yugoslavas donde me entrevisté con algunos protagonistas del conflicto. En Belgrado hablé largamente con Milosevic y miembros de su gabinete; en Pristina, con Rugova, y en Potgoritsa, capital de Montenegro, con líderes de oposición al gobierno serbio.

Estuve en aldeas destruidas, en oficinas para atender a los refugiados y en lugares donde se habían enfrentado patrullas gubernamentales con grupos guerrilleros. Por Kosovo andaban los observadores militares de la Organización de Seguridad y Cooperación Europea que, con su equipo de apoyo, formaban un pequeño ejército de unas 5 mil personas que desbordaba la capacidad hotelera de Pristina.

Compartí con ellos el clima de recelo y de tensión que alimentaban los rumores de incidentes armados y algunos crímenes que cada bando atribuía al contrario. Sin embargo, la vida seguía un curso casi normal y el conflicto aún no alcanzaba las proporciones de una verdadera guerra civil, debido a que el Ejército de Liberación de Kosovo (ELK) carecía de una base social significativa.

Ahora, en cambio, la intervención humanitaria de la OTAN ha creado una guerra internacional en el cielo y alienta una guerra civil en la tierra protegida. Es un crimen que no se justifica por la existencia previa de otros crímenes y un error porque la intervención militar no resuelve sino agrava las tensiones entre los pueblos de la región, porque el sueño de la Gran Serbia no se puede sustituir por el de la Gran Albania, que predica el ELK y que supone la secesión de territorios que actualmente forman parte de Yugoslavia, Macedonia y Grecia.

Pero este error no puede ser visto como tal desde la perspectiva del poder estadunidense pues el verdadero objetivo de la intervención no es proteger los derechos de los kosovenses de lengua albanesa, sino castigar a Slobodan Milosevic y establecer el dominio absoluto de Estados Unidos sobre territorio balcánico. Tal objetivo implica la destrucción del régimen de Belgrado y un eventual desmembramiento de la República Federal de Yugoslavia, que comenzaría por Kosovo y que podría seguir con Montenegro y Voivodina.

En las conversaciones de Rambouillet se pudo desechar el desmesurado proyecto del ELK de texanizar a Kosovo y avanzar en el tema de una amplia autonomía que sostenían los partidarios de Ibrahim Rugova. El tema de las fuerzas que habrían de supervisar el proceso de paz fue, en cambio, el obstáculo infranqueable que ocasionó el fracaso de la reunión. El negociador estadunidense, Richard Holbrook, no quería que la operación quedara a cargo de los cascos azules de la ONU y puso a Milosevic en el dilema de aceptar que las tropas de la OTAN, sin mandato ni control externo de ninguna naturaleza, se desplegaran pacíficamente en territorio yugoslavo o bien que procuraran ocuparlo a sangre y fuego. Como lo están haciendo.

De todas maneras, los estadunidenses han encontrado un buen pretexto y un buen momento para intervenir. El buen pretexto es evitar que se repitan en Kosovo las horrendas masacres que se produjeron recientemente en Croacia y en Bosnia, y que la opinión pública atribuye exclusivamente a los serbios, en mediático olvido de las cometidas por los croatas y los bosnio-musulmanes.

El buen momento consiste en el actual unanimismo de la OTAN y en la disciplinada obediencia de todos sus aliados. Desde Alemania, Francia, Gran Bretaña e Italia, con intereses en la región balcánica, hasta el entusiasta gobierno polaco que reclama un lugar entre los atacantes y el reticente gobierno griego que tiene fundado temor de que la guerra desborde sus fronteras con Kosovo y Macedonia.

Otro elemento que favorece la incursión es la crisis profunda en que se encuentra atrapada Rusia y que la inmoviliza en el plano diplomático y militar.

También la situación estratégica es propicia para la OTAN pues Yugoslavia está literalmente rodeada por las bases de la alianza. Bombarderos y misiles salen ahora de territorio italiano y de barcos en el Adriático, pero algunos aviones militares ya han utilizado el aeropuerto de Sarajevo. La desvalida Albania sirve desde hace tiempo como cuartel general de la guerrilla separatista y puede servir para una invasión terrestre de Kosovo.

El costo de la guerra resulta, en contraste, muy barato. En términos económicos puede considerarse una inversión, como demuestra el repunte de la bolsa de valores neoyorquina, y en términos militares es casi un ejercicio de simulación, un juego de computadora. No hay riesgo para los operadores de los misiles y escaso para los pilotos de los bombarderos. El espectáculo de luz y sonido corre por cuenta de los estadunidenses y los muertos, heridos y refugiados por cuenta de los yugoslavos.

No sorprende, pues, que los estadunidenses hayan organizado esta guerra punitiva sino el modo indecoroso como lo han hecho. Es la primera vez en la historia que Estados Unidos interviene en un país europeo dándole abiertamente la espalda a la legalidad internacional, a la Carta de Naciones Unidas y al propio estatuto de la OTAN. Sin más fundamento que su propio poder y el poder de mandar a sus subordinados

Pero estas sutilezas no tienen importancia para el gobierno de Estados Unidos. Saben sus líderes políticos, sean demócratas o republicanos, cuáles son los beneficios de las expediciones o guerras punitivas y saben, asimismo, que son del gusto del público estadunidense. Por eso son idénticos los términos en que se refieren al conflicto yugoslavo el fascistoide senador Jesse Helms, el senador Bob Dole y el presidente Bill Clinton.

El problema es que su discurso bélico carece de coherencia. Que los bombar- deos tienen por explícito objetivo derribar a Milosevic, debilitar su aparato represivo y proteger a los kosovenses-albaneses. El resultado era perfectamente previsible y está a la vista: los bombardeos han fortalecido a Milosevic, han dejado las manos libres al ejército y a la policía yugoslavos y han creado una in- mensa catástrofe humanitaria que no existía antes de la intervención.

Y el corolario de esta gran mentira es que no se necesitan soldados verdaderos para ocupar Kosovo. Ningún dirigente político se ha comprometido a enviarlos por temor a una opinión pública que puede aceptar que se gasten sus impuestos en una guerra más o menos lejana, pero de ninguna manera que su juventud sea sacrificada en ella.

Pero más temprano o más tarde los estadunidenses y los europeos se darán cuenta de que han sido engañados puerilmente y que, sea porque así lo preveía el argumento original o porque así lo exige la lógica militar, se requerirán soldados verdaderos para la fase terrestre de la guerra. Entonces serán convocados los jóvenes y aparecerán los estrategas de escritorio que se comprometerán a ganar en 15 minutos la guerra que perdieron en Vietnam.

Ojalá que antes de llegar a estos extremos pueda la razón detener la maquinaria de la guerra.