Hacia 1990 todo era optimismo, deslumbramiento y candor democrático en América Latina. Desaparecido el peligro comunista, las dictaduras mimadas de la guerra fría se extinguieron una a una, abriendo el paso a la democracia liberal y representativa con que habían soñado los fundadores de la patria. Pero, apenas una década más tarde, nuestras juveniles democracias emergentes están dando algunas señales de fatiga, confirmando así que el largo viaje hacia la modernidad no es nunca un tránsito feliz e indoloro.
Una reforma impulsada desde arriba y casi siempre desde afuera, se propuso barrer las bases de sustentación del viejo populismo y el atraso; prometió riqueza con libertad, pero luego de inauditos esfuerzos, millones de latinoamericanos todavía esperan los frutos de esa economía próspera y sustentable que, ingenuamente, creían llegaría junto con la democracia.
Convertidos en una entelequia incompatible con la avasalladora expansión del mercado mundial, languidecieron los sueños de soberanía y desarrollo nacional independiente vigilados por el Estado. Y junto con ellos murieron casi todos los proyectos revolucionarios y liberadores. Aun el más tibio reformismo social fue señalado como una herencia inadmisible del pasado. Pero una democracia sin calidad, estructuralmente frágil y a la vez carente de vigor espiritual, no puede ser el punto de llegada de esa larga historia.
Latinoamérica se lanza a la marea democrática de fin de siglo como si ésta fuera la última oportunidad de alcanzar el tren de la modernidad, pero hoy las cuentas no salen y hay desencanto, desesperanza, desilusión. La democracia está siendo cuestionada, si bien esta vez ``desde adentro'', justo por quienes tienen la misión de representarla y defenderla.
Una visita desordenada y superficial al subcontinente nos revela, con sus débiles excepciones, un mundo inestable, esencialmente desigual y empobrecido. La terminación de las guerras centroamericanas trajo la paz y la democracia, pero permanecieron las causas profundas del malestar social. En Honduras, Nicaragua o El Salvador, la economía del subdesarrollo zozobra, azotada por los desastres naturales y la incompetencia de los gobiernos para enfrentar la crisis social acumulada. Y las salidas no se ven por ninguna parte. Guatemala enfrenta la dolorosa verdad de treinta años de guerra sin poder combatir la impunidad de los generales y sus socios civiles, minando la credibilidad de los acuerdos de paz.
Y en el sur, Argentina debe lidiar con un presidente modernizador que trata de reelegirse a cualquier precio, apoyándose en la tradición autoritaria del justicialismo, su partido. En Chile, ya se sabe, la democracia sigue rigurosamente recortada por la Constitución de Pinochet. Los militares aún tienen la sartén por el mango. En Perú, el presidente Fujimori, tras disolver el Congreso, crea un orden constitucional a su medida, sin recato alguno. En Venezuela, el presidente Hugo Chávez pide y obtiene poderes especiales de una sociedad cansada ya del viejo juego partidista. En Colombia, la democracia sigue cuestionada por la violencia política y el crimen organizado. Brasil vive al filo de la navaja entre dos abismos: el de la economía y el de la política. En Paraguay, el golpe de mano castrense permanece a flor de piel. En la democrática Bolivia gobierna un general ex golpista, y Ecuador es ejemplo palpable de ingobernabilidad creciente.
Esa es la realidad de nuestra democracia. Más vale no engañarse: en la sociedad latinoamericana aún subyacen, ocultas bajo el velo de la democracia las tentaciones autoritarias, el gusto arcaico por los caudillos, que ahora se expresa mediante la parafernalia creada por la mercadotecnia de los candidatos. Y todo ello florece sobre la desigualdad extrema, la miseria y la desintegración que no pueden servir para edificar el bello edificio de la democracia moderna. ¿No es hora ya de pensar un poco más en la calidad de nuestra democracia? Hablando de México...