Carlos Montemayor
El PRI y la dignidad
La dignidad no es un valor que vaya ligado necesariamente al poder, el triunfo o la riqueza. La dignidad tampoco desaparece mecánicamente con la derrota, la pobreza o la represión. Generalmente, la dignidad es más difícil de encontrar en los corredores del poder o la riqueza. Hay una inercia en el poder que doblega, ensoberbece, corrompe, engaña. Hay una fuerza en la riqueza que también somete, deslumbra, simula, destruye, saquea. La dignidad llega a desaparecer, a confundirse con el encumbramiento del poder o de la riqueza. Pero no es así. La dignidad nos obliga a ver en todo ser humano tanta dignidad como la que uno considera propia. Hombres poderosos o enriquecidos suelen dejar de considerar dignos a muchos seres. Por ello, generalmente, este valor se fortalece en los que son despojados de sus derechos. Marginados, reprimidos, ven con mayor claridad la dignidad.
¿Cuántos se encumbran en el poder o en la riqueza y siguen permaneciendo los mismos? El poder y la riqueza no confieren dignidad a quien la ha perdido. Los zapatistas piden una paz con justicia y dignidad. ¿Qué pide el pequeño grupo del poder y la riqueza en México? ¿Más dinero y más poder? ¿Más dólares y menos pesos? ¿Menos empresas públicas y más empresas privadas en áreas estratégicas para la nación? ¿La dignidad de ciertos funcionarios públicos y de ciertos empresarios explica el Fobaproa y el rescate carretero? ¿La privatización a ultranza es la dignidad de un Estado y de un pueblo? ¿Las fuerzas del mercado son la dignidad del ser humano?
Ignoro cuáles serán los alcances que el PRI llegue a tener en el futuro a mediano y a largo plazos. Desconozco si seguirá siendo una fuerza política determinante en el país o si se aproxima a su ocaso. No sé si sus corrientes renovadoras y críticas lograrán convertirlo en una nueva fuerza política. En cualquiera de tales casos, los priístas necesitarán dignidad. Son momentos difíciles para su partido y momentos peligrosos para el país.
A lo largo de muchas décadas el PRI se transformó y osciló en diversas posiciones ideológicas. Pero nunca fue propiamente un partido, sino una zona específica del sistema político mexicano que aseguraba el equilibrio de sectores, grupos de poder y tendencias ideológicas. A lo largo del país, militares, empresarios, industriales, campesinos, maestros, obreros, posiciones de izquierda, de centro y de derecha hallaron acomodo en el equilibrio de un Estado fuerte. Su segunda tarea fundamental fue que todo aquello que pudiera denominarse Partido facilitara las tareas del gobierno en turno.
Pero en la historia del PRI hay que destacar además ciertas constantes políticas, a pesar de sus oscilaciones. Los supuestos priístas se orientan por claros contenidos de compromiso social y por una defensa de la soberanía de la nación no reducida al ámbito territorial, sino extendida a las relaciones con la comunidad internacional y a la defensa del patrimonio de la nación, particularmente en sus recursos estratégicos.
El mundo ha cambiado, es cierto. El viejo PRI comprometido con proyectos sociales, defensor de la empresa pública, las nacionalizaciones y la soberanía ha ido transformándose a tal grado que difícilmente es ya reconocible ahora. Sus valores políticos desaparecen, mas no por los embates de sus propios grupos, sino por los modelos que los centros financieros internacionales están imponiendo en el mundo. Sólo parece quedar del viejo PRI el sentido de la disciplina, la capacidad de alinearse hasta el sacrificio para facilitar las tareas de gobierno. Y los priístas se han seguido alineando a pesar de que facilitar estas tareas en los últimos sexenios ha significado anularse a sí mismos histórica e ideológicamente.
Por ello, tener el poder como sea no implica tener dignidad. Conservar el poder como sea no significa conservar la dignidad. Hay una historia detrás del PRI que no defenderá ningún otro partido; los priístas son los únicos obligados a defenderla o, en todo caso, a abjurar abiertamente de ella. Esa historia los compromete en un sentido diametralmente opuesto al que en estos momentos está siguiendo el presidente Ernesto Zedillo. Los priístas tendrán que decidir su propio rumbo: plegarse dócilmente a las necesidades de un gobierno que ya no es priísta o defender los principios que alguna vez tornaron mexicano y revolucionario a ese partido.
La privatización del sector eléctrico no es un asunto de técnica económica ni fiscal ni mucho menos de técnicos en ingeniería. Los procesos privatizadores en Inglaterra y en Argentina han demostrado todo lo opuesto a lo que el proyecto presidencial asegura que ocurrirá en beneficio de la nación. Fue falso el llamado a analizar de manera objetiva e imparcial el proyecto privatizador. Se hizo a espaldas del país. A espaldas de los ingenieros mexicanos. A espaldas de la historia de México.
No es posible justificar que un monopolio natural como el de la industria eléctrica deba ser privado en lugar de público; que deje de ser un patrimonio de la nación para convertirse en un patrimonio privado y de lucro. Es una capitulación. Es un proyecto que atenta contra la Constitución y contra los mismos principios del PRI. Por eso afirmo que no se trata de un error técnico ni económico. Se trata de un asunto de dignidad. De dignidad de los priístas que pudieran votar a favor de esta propuesta en el Congreso de la Unión. Se trata de la dignidad del país. Con dignidad, los diputados y senadores priístas deben distinguir ahora entre la docilidad que facilita acríticamente las tareas de gobierno y la dignidad de conservar su propia historia de partido.
Ante los zapatistas, el gobierno exclama que el proyecto de autonomía indígena atenta contra la Constitución. Pero el gobierno atenta contra los principios de su propio partido y contra la Constitución y para rematar los bienes de la nación convoca y obliga a los priístas a reformar la Constitución misma. Esto es más que atentar contra ella, es destruirla. Sobre todo, porque de los diputados y senadores priístas sólo se exige el voto de apoyo, pero del extranjero se obtienen los proyectos de las leyes reglamentarias que después se impondrán a la nación. Curiosa y ciega manera de entender la soberanía. Conservar el poder como sea, no implica salvaguardar la dignidad. Ni la personal ni la del país.