A punto de iniciar el tercer milenio, siendo testigos y beneficiarios de un despliegue tecnológico impresionante que ha roto las barreras del tiempo y vencido las distancias, poseedores de las certidumbres originadas en el innegable avance de la ciencia, es la búsqueda la que sigue convocando a los hombres a partir de un ideal, a partir de la esperanza, a partir de la fe.
Búsqueda que expresa que las certidumbres que se desprenden de los fundamentos civilizatorios que han convertido al bienestar en el paradigma y a la ciencia y la tecnología en su sustento, carecen de validez suficiente para explicarnos el porqué estamos cada vez más lejos del ideal humano.
No es aceptable que sea la pobreza la resultante de un desarrollo económico sin precedente; no es aceptable que sea la brutal degradación de la naturaleza la que pague los costos del pretendido concepto de bienestar; no es aceptable que sea la intolerancia religiosa la que bañe de sangre regiones enteras del planeta.
Esa es la realidad frente a la cual debemos actuar. Si bien sigue siendo válido preguntarnos acerca del deber ser y proponerlo, aceptemos que no es su discusión ya lo más relevante, sino encontrar las vías que nos permitan acercar las diferentes cosmovisiones en beneficio de un ideal común. No es ya la diferencia lo más valioso, sino que lo es la coincidencia.
Y es en esa compleja tarea en la que las iglesias tienen un papel fundamental, no sólo porque como institución son las que mejor han resistido el duro embate de la remuda civilizatoria, sino porque son ellas las que atesoran la llave a partir de la cual es posible renovar el esfuerzo.
Weber decía que si la realidad asusta, siempre estará allí la religión de tus padres para acogerte de vuelta en sus brazos amorosos.
Ese es el reto de las religiones como custodias del ideal humano, y el de las iglesias como la organización social que lo proponen: aceptar la realidad, y dar vida a nuevas y creativas vías para enfrentarla, justamente a partir de la fe, que es sin duda su mayor patrimonio y que los hombres han dejado en su custodia, sea cual sea su religión o, incluso, su no religión.
La fe que representa creencia, que significa promesa, que expresa la seguridad acerca de que lo mejor está por venir, y que el futuro es uno de los pocos puntos de impulso para volvernos a preguntar acerca de las razones de una realidad superior la cual tratamos de inquirir y transformar.
De una razón, que no sólo nos explique el pasado, sino que nos proponga el futuro; que teniendo sus raíces en la tradición, no se detenga en ella sino que sea capaz de ir adelante como guía, como faro.
El primer paso para iniciar esta larga y trabajosa marcha es que las iglesias estén dispuestas a demostrarse capaces de hacer de la inclusión su más firme concepto. Incluso que no significa claudicación, sino que representa su contrario: asumirse como una modesta parte del inmenso todo que buscan preservar.