Se aproximó con la turbulencia de quien viene impaciente, jaló una silla, y en lo que se instalaba sin invitación, puso frente a mí unas hojas y un lápiz.
ųEscribe lo que te voy a decir ųexigió.
Miré de arriba a abajo su figura, consideré el estado en que venía, sopesé lo impositivo de su voz, tomé un trago de cerveza y les dije:
ųNo escribo con lápiz, disculpa.
ųHazle como quieras, pero apunta. Si no se me olvida lo que te voy a dictar.
Y yo, irritante:
ųƑAlgún aperitivo? Echale algo.
ųYa, haz el favor. Qué no viste la luna. ƑDónde andabas anoche?
No esperó respuesta. Me arrimó las hojas con tal crispación que las arrugó de una orilla. Pedí una cerveza de todos modos, y otra más para mí. Con eso de que es buena para los nervios. Según los de quién.
Empezó a hablar como ametralladora. Le dije que así no era posible, o hablaba despacio o se sacaba a volar. Bebió tres sorbos, esperó que encontrara la pluma mientras me hacía guaje a sabiendas de que no tenía de otra.
ųA ver, di ųle dije, resignado.
Habló despacio, casi no me tuvo que repetir ninguna frase. Su cosa era decirlo, lo mismo daba a qué velocidad. La cámara lenta no altera el contenido de las imágenes, ni las hace más ni menos nítidas, pero da tiempo para apuntar, aunque se trate de un discurso tan ilógico.
***
En el fin de forma da igual. Mientras tenga exactamente ese peso que hace de la luna un cuerpo tan aquí del más allá, dando la vuelta al cielo con los ojos abiertos a todo lo que dan, no hay manera de ver otra cosa que lo que hay. Las esferas malabares del Universo, desveladas siempre, están siendo jugadas sin cesar.
Nada hace sombra en la luna. Una extensa blancura se adueña de las superficies y los seres, y su reflejo los hace partícipes en primera fila de las esferas malabares.
Las artes combinatorias fallan en su condición de desconocidas. Aquí la mano del hombre y de la mujer poco puede hacer por sí misma. Un magnetismo superior la domina.
Estas noches blancas son por eso buenas para la música. Las cuerdas, las timbas y las teclas acogen inspirados dedos que no se mandan, que por unas horas insomnes seguirán adentro de la vía de las esferas malabares que gritan.
En los mares los cardúmenes se acercan al aire, y en tierra los animales bailan blindados en los bosques y en las calles, lejos de ningún remedio.
La noche es un astrónomo que se distrae. El malabarista que lanza las esferas tiene dotes de pulpo para mantener a flote esa cantidad de estrellas. Tiene también la cara pintada como payaso de esquina, aunque lo hace mucho mejor. El astrónomo, como va distraído, no se percata del malabarista hasta que llega a su ventanilla y le pide unas monedas antes de que prenda el siga.
La opaca blancura sale a rodar, perseguida por sombras de contornos más precisos que los cuerpos que las proyectan. Los papeles de cuerpo y sombra están trocados.
La esfera de plata reina sobre las crismas equivocadas y las correctas, atrae los metales de la sangre y mueve los muñecos inalámbricos de todos esos cuerpos que andan sueltos en una noche así, desprevenidos.
La posición de las esferas cambia rápido. No podemos decir que suben o bajan, pues en el Universo tal cual es no hay un arriba ni un abajo, y parece inútil hablar de adentro siendo que no hay afuera, sino más y más esferas y malabaristas hasta que no se sabe qué mano gobierna cuáles esferas, pues aparecen en el firmamento completas y revueltas.
Pero si apretamos la lente y nos concentramos en la Tierra, los malabares de su luna, digan lo que digan los carteros astrales, serán impredecibles y lo mismo da. Ajenos a la forma, los cuerpos vibrarán ligeros, nerviosos, extensos, donde quiera que se encuentren. No hay techo que proteja de una luna así.
En aquel cuento de Ray Bradbury que tanto le gustaba a Magdalena, Remedio para melancólicos, a Camillia Wilkes la curaban de la melancolía, no la intemperie ni la fría noche, sino las cosas que en ella ocurrían. La curaba la forma que adoptaron las esferas malabares en su preciso momento.
No hace frío, ni hace calor. Donde sea que se pongan los pies, todos estamos en medio.
***
ųƑY luego?
ųNada. Eso es todo.
ųƑNo te parece forzada la mención a Bradbury? Además, no hace falta saber de quién era el cuento favorito.
ųƑY a quién le importa lo que a ti te haga falta?
Cogió las hojas, las dobló por la mitad, terminó su cerveza, me clavó lo negro de sus pupilas, que por más que disimularan se veían contentas, y se fue sin decir adiós ni gracias.
ųOtro día me despido.
ųAnda ųle dije yo, sin moverme de la silla. Así nos llevamos.