La Jornada Semanal, 28 de marzo de 1999
Durante el siglo XVIII, la Serenísima República de Venecia acogió en sus plazas a numerosos buscadores de fortuna. Si su arquitectura -un escenario casi ilusorio, más dibujado que construido, cuya réplica invertida ondulaba en los canales- proponía una conducta feérica, su persecutoria policía secreta buscaba someter el cuerpo y la conciencia. Esta tensión se suspendía en época de carnaval. Las antorchas alumbraban todos los puentes y Venecia se convertía en un miraje habitado por espectros con antifaz.
A propósito de las fiestas populares rusas, que tanto influyeron a Gogol, Bajtín escribe que en ellas se suprimen las divisiones jerárquicas y todo puede ocurrir de otra manera: la vida se desdobla en desaforadas representaciones. En esa cotidianidad hecha teatro, los personajes se disfrazan para decir la verdad; igualados por la risa y el deseo, libres de las convenciones, actúan con la arriesgada franqueza que requiere de una máscara. La escatología y lo grotesco, la sensualidad y la burla crean una zona de excepción en la que hay derecho a no entender, a confundirlo todo, a pensar de la cintura para abajo, a perpetuar el instante, a unir el cielo y el infierno, el elogio y el insulto: ``¡Que el diablo os lleve, estepas, qué hermosas sois!'', exclama Gogol en Las almas muertas.
Entre los graduados del carnaval de Venecia destacan Giacomo Casanova (que se otorgó a sí mismo el título nobiliario de Caballero de Seingalt) y Lorenzo Da Ponte, el libretista de Mozart. Es posible que el célebre seductor haya colaborado con Da Ponte en Don Giovanni; fueron amigos durante muchos años y estuvieron en Praga cuando se estrenó la ópera. Además, entre los manuscritos de Casanova se hallaron versiones alternas del aria donde Leporello enumera el catálogo de conquistas de su amo. De cualquier forma, aun sin este antecedente operístico, la relación entre los venecianos podría animar un dramma giocoso con música de Mozart.
En un siglo pródigo en aventureros que combinaban espléndidas lecturas con una ética de apostadores y aspiraban a la contradictoria virtud de complacer a sus víctimas, Casanova y Da Ponte hicieron del baile de máscaras una experiencia inacabable. Libertinos de tiempo completo, encontraron en el arte un premioso medio para salir de apuros, similar a las ventanas por las que saltaban al oír los pasos de un marido.
Ninguno de los dos se tomó muy en serio como autor. Su legado consta de una infinidad de papeles menores y algunas obras cuya grandeza no llegaron a vislumbrar (en el caso de Casanova, las Memorias; en el de Da Ponte, los libretos para Don Giovanni, Cosí fan tutte y Las bodas de Fígaro).
A los 52 años, Casanova era espía del tribunal veneciano que una vez lo encarceló. Fue entonces cuando conoció a Da Ponte, quien tenía 27 años menos. Esta época ya no entra en las Memorias del Caballero de Seingalt y se conoce, en parte, gracias a su correspondencia con Da Ponte y a las Memorias de este último.
Aunque ambos compartían el gusto por enredar la vida a su favor, Lorenzo Da Ponte evitó con más regularidad interesarse por los cargos de conciencia. Hasta 1790, cuando tenía 39 años y se casó con Nancy, llevó una existencia disipada (luego claudicó como seductor, pero no como embustero). Al amparo de la filosofía veneciana del carpe diem, aprovechó cada día con desesperada urgencia, sin otro código de honor que su propio beneficio. Su vida fue tan atribulada como la de su amigo mayor, y por momentos la supera en capacidad de intriga y de maniobra. Nacido en el seno de una familia judía, Da Ponte inició su destino de suplantaciones convirtiéndose al catolicismo; tomó los hábitos menores y, en calidad de abate, ofició con cínico desparpajo (su amante se arrodillaba en la primera fila de la iglesia de San Lucas para escuchar con arrobo sus sermones). En uno de sus muchos triángulos amorosos, no pudo evitar sentir celos del marido y resolvió el asunto de la siguiente manera: le envió un anónimo en el que detallaba la vida íntima de su mujer. El esposo la echó de la casa, rumbo a los brazos del abate. Este episodio, digno de Las relaciones peligrosas, de Laclos, desembocó en otro más próximo a Boccaccio. Tarde o temprano, las irregularidades de aquel hombre tan proclive a quitarse el hábito iban a provocar que le prohibieran decir misa. Cuando esto ocurrió, Da Ponte abrió un prostíbulo disfrazado de salón de baile. Tiempo después, un rival de amor le recomendó un remedio para su dolor de encías que resultó ser aqua forte. El libertino perdió los dientes pero no el espíritu de conquista.
Llegó un momento en que sus agravios ocasionaron que numerosas cartas de denuncia llegaran a los tribunales. De acuerdo con los usos venecianos, el inculpado recibió la advertencia de que sería arrestado. Lo mismo le sucedió a Casanova muchos años antes y, por considerarse inocente, acabó en la cárcel de Los Plomos. Más objetivo, Da Ponte se entregó a los avatares del exilio. A su paso por Padua, su pobreza era tan extrema que durante 42 días no probó otra cosa que pan, café y aceitunas. Pero su vacilante estrella mejoraría al llegar a Viena, una ciudad donde, al decir de Mozart, ``el más impertinente tenía las mejores posibilidades'' y donde él se convertiría en el principal libretista de ópera del siglo XVIII.