La Jornada Semanal, 28 de marzo de 1999
Qué es lo que hace que la poesía habite ciertos textos y que no habite ciertos otros es todavía un misterio. En este siglo se ha intentado descifrar esa incógnita. Partiendo de la base de que la poesía es una cuestión específica de un lenguaje específico, los formalistas rusos emprendieron una de las empresas críticas más audaces que se conocen en busca de la revelación (en su traducción profana: develación) de aquel enigma ahí, en el texto. Era una respuesta, claro, a la especulación estética idealista (incluyendo aquí la lucidez de Valéry) que estaba al borde de generar una metafísica del poema y de sus alrededores. Valéry había aprendido de Mallarmé que el problema de la poesía es el lugar. Tradujo entonces el lugar simbólico al lugar espacial, físico, donde se produce la escritura. Cantidad de textos de crítica sobre poesía de Valéry comienzan dando cuenta de lo que el escritor tiene cerca: libros, objetos, descripción de la luz y algún estado de ánimo constituyen el apoyo, el pie que no necesita el escritor francés para hablar con propiedad de un texto.
Valéry quiere desmitificar la creación poética pero mitifica el acto de escribir. Su preparación para la escritura se parece al levantamiento del velo, a la exhumación de restos mucho antes de que todo termine. Causa un efecto de ``realidad'': ese estar ahí, naturalmente rodeado de cosas, mezcla niveles, aproxima planos, produce un cruce de fronteras. El lector se acerca. El acto de la crítica no es tan peligroso. El escritor también ``trabaja''. Necesita, también, tomar agua. Ese vaso de agua al lado del libro del padre Cyprien de la Nativité de la Vierge cumple una función: contiene el agua que calma la sed de Valéry. La escritura, especialmente la escritura crítica, es un desierto. Valéry pasa siempre del plano de la realidad más cercana a lo simbólico sin causar demasiado dolor. Prolonga la cuestión del lugar de la poesía según, también, la advertencia de Mallarmé de que ese lugar esta ``aquí''. El aquí, el ahora, el esto son señalamientos claros para la noción de poesía en nuestro siglo. A esos anclajes los llamamos con el designio general de ``materialidad'' del texto o los conocemos como ``materialidad'' del lenguaje.
El reconocimiento de la fisicidad del texto poético pareció una garantía de que hablábamos de algo real, de que el idealismo había perdido finalmente la batalla. Pero de ahí al ensimismamiento en que cae el lenguaje poético del siglo pareció haber sólo un paso. Ese paso lo dio la Historia (o ciertos conocimientos históricos relativos a las posibilidades reales de cambio social), al negarle realidad al discurso utópico. El lenguaje poético más general se sustrae del movimiento histórico y cae en un aislamiento que lo lleva a una reflexión encaracolada. En el dominio formal, el repertorio creado para el hombre nuevo y venidero que no vino, suspendido sobre la retirada del escenario social de la palabra poética, todavía está cayendo (lloviendo) sobre nosotros. La mejor poesía construida luego del desencanto ideológico se propone el enraizamiento en la memoria de la lengua, depositaria última de la memoria social. En países directamente vinculados a los procesos dictatoriales, léxico, sintaxis, giros lingüísticos populares son agenciados por la poesía. En Argentina, Juan Gelman es uno de los protagonistas lúcidos de esta poesía emergente. Más tarde, en el mismo país, aparece la figura de Néstor Perlongher. En Chile, un par de libros de Raúl Zurita (1951), Purgatorio y Anteparaíso, dinamizan el habla poética hacia una generalización devastada, consciente no sólo de sí misma sino ampliada a cultura y a visión de mundo radicalmente alterados por los procesos represivos. El problema del lugar de la poesía debería haberse vuelto presente pero no fue así. La discusión sobre la función de la poesía para el hombre restante brilló por su ausencia.