La Jornada Semanal, 28 de marzo de 1999
El 13 de septiembre de 1947 todos vieron la forma en que el profesor Juan Larrea montó un caballo en el patio del Colegio Español de México-Instituto Luis Vives, y sonrió durante unos segundos. El caballo se serenó, mientras Larrea, cuyo pulso normalmente no era firme, sostenía las riendas para darse tiempo de saborear con orgullo su oscura soledad. Y es que -dice Jorge Semprún- hay un sombrío orgullo y una risa para adentro en el hecho de que nadie pueda ponerse en tu lugar cuando vienes de la muerte, de que nadie pueda adivinar ``tu arraigo en la nada, tu mortaja en el cielo, tu singularidad mortífera''. Juan Larrea, al igual que los 250 alumnos y profesores que entonces tenía el Instituto Vives, sólo podía sonreír para sí ese mediodía del 13 de septiembre en que, armados con banderas franquistas, palos y piedras, los alumnos monárquicos del colegio católico Cristóbal Colón quisieron cercar a la escuela de los niños republicanos, los exiliados que habían perdido la guerra civil en 1939.
Los disturbios habían empezado dos días antes en la esquina de Gómez Farías y Edison: los camiones de las escuelas Cristóbal Colón y Anglo-Español llevaban banderas mexicanas -el Día de la Independencia estaba cerca- y franquistas. Por su parte, los trasterrados del Vives habían adornado su escuela con banderas de la República Española. Alguien del bando republicano decidió que tener que convivir con la insignia de Franco en México era una afrenta mayor, y decidió quitarla y rompérsela en las narices a las señoritas del Anglo-Español y a los maristas del Colón. Se desató la gresca. Durante casi cuatro días, las calles en torno a las escuelas españolas se convirtieron en campos de una batalla que volvía sobre una guerra original, terminada ocho años antes. Su réplica tuvo más o menos los mismos aliados: al bando falangista de las escuelas de antiguos residentes españoles se le unió un batallón de cadetes de la academia militar de junto, el Pentatlón Militar Universitario, y al bando republicano, además de un destacamento de adolescentes del Colegio Madrid y de la Academia Hispano-Mexicana, se les unieron los obreros de la Fábrica Vulcano, estudiantes del Politécnico y de la Secundaria No. 4. El episodio se generalizó porque, en las casas en torno a la calle Edison, vivían algunos otros trasterrados con sus banderas republicanas en las ventanas, cuya defensa fue, también, necesaria, en vista de que los maristas del Colón y los cadetes decidieron romper ésas también. Los habitantes de esos edificios, como lo hicieron ocho o diez años antes en Madrid, Sevilla o Barcelona, se prepararon para el sitio. Y esta réplica de guerra civil que hoy suena a carnaval, no lo era: nadie podría ponerse hoy -ni nunca- en el lugar de los exiliados que venían de la muerte. Sólo puedo agregar un dato: para el momento de la batalla campal en la Ciudad de México, Franco había asesinado en frío a 200 mil de sus opositores, mucho más que los 125 mil muertos en combate de ambos bandos en la guerra civil. Los que venían de la muerte no la habían dejado atrás: hacia 1947, todos tenían un muerto al otro lado del mar, que ya no los esperaba, a quien sólo en sueños podrían contarle lo que estaba ocurriendo en la calle de Gómez Farías.
El improbable profesor Juan Larrea tenía un muerto más en Madrid: él mismo, su nombre ``clandestino'' que tuvo que cambiar cuando la Confederación Española de Derechas Autónomas lo boletinó para apresarlo. Acá, en México, se puso el ``Juan Larrea'', inspirando, probablemente, el nombre ``clandestino'' de Jorge Semprún, a quien el escritor hizo suicidarse el 24 de abril de 1982 en las páginas de La montaña blanca. Y, quizás, el profesor Larrea que está montado en un caballo secuestrado a los cadetes mexicanos del Pentatlón Militar el 13 de septiembre de 1947 sonríe para sí, hundido en el orgullo incompartible de la oscura soledad que da el paso por la muerte, como lo hizo Semprún el día en que cualquier humo de tren le recordó los crematorios del campo de exterminio en Buchenwald, y que -según escribe- le recordó a su personaje Juan Larrea el mismo día que Primo Levi decidió arrojarse por el cubo de su escalera en Turín, el 11 de abril de 1987.
Pero no. El Juan Larrea de México, el que sonríe para sí montado en un caballo -que llevó hasta el patio quien luego fue el actor Lorenzo de Rodas- para enfrentar, ocho años después de la derrota, a los hijos de los falangistas que apoyaron con dinero y armas desde México al bando de los ``alzados'' de Francisco Franco, no es ni el Semprún ``clandestino'' que resiste contra falangistas, nazis y fascistas, ni el suicidado que termina cediendo a la vida después de la muerte porque recobró la sensación de vida, con todos sus deseos, incluso el de morir. De ninguna manera. El Juan Larrea de este episodio de la réplica de la guerra civil en la Ciudad de México piensa, montado en su caballo, que los pueblos hacen una sola guerra en su historia y que, aun condenándose a repetirla, encuentran siempre un momento en que el desenlace puede cambiar, en que se abre una posibilidad de que las cosas no resulten como lo hicieron la primera vez, de sustituir la derrota por la victoria. Y yo digo que por eso sonríe Juan Larrea el 13 de septiembre de 1947: acomoda las riendas y emprende la cabalgata hacia la puerta de su escuela al grito de: ``¡Rompamos el cerco!''
Y, esta otra vez, lo rompieron.