La Jornada Semanal, 28 de marzo de 1999
1. Prosapia del Diario
Un diario puede ser una inagotable herramienta de autoconocimiento. Hay una sola condición para que esto suceda: no querer gustar, no querer llamar la atención de un público, no querer hacer literatura. El diario debe tener la cualidad de los confesores o de los psicoanalistas, ser una entidad neutral y desinvolucrada, escrutar con la virtualidad precisa de un espejo, no tener partido y menos aún tener moralidad; el diario debe funcionar como una zona escrita de uno mismo, un alter ego -un ego scriptor, según la terminología de Paul Valéry.
El yo que escribe un diario está sometido al peor de los infiernos porque es autor y testigo de la subjetividad inmanente a la peculiaridad humana de pensar. El infierno de la contradicción. Si las ideas y las emociones se escriben y se ordenan en una línea de tiempo, la perspectiva resulta caprichosa, abigarrada y hasta patética. El yo que escribe un diario contempla, a través de sus propias páginas escritas, de sus propias huellas temporales, la continua desintegración de esa ilusión demográfica que llamamos individuo.
La contradicción, por supuesto, es más humana que la coherencia. La comedia del yo es una pintura abstracta. Sin embargo, las debilidades y las emociones, cuando las hallamos escritas -confesadas- con suficiente desnudez, nos producen una identificación profunda: adivinamos el dolor o la alegría que las habitan y experimentamos una especie de admiración por ese autor capaz de advertirlas sin demasiado pudor y que, a la vez, posee la paciencia de emprender su respectiva escritura. En la comunión que sobreviene a esa confesión hay un reconocimiento gregario, tribal -hasta fisiológico-, de nuestra propia condición.
Sin embargo, el diario también es un espejo que permite conocer más objetivamente lo que suponemos es el alma de una persona. Si un diario nos conmueve es porque vemos en él un retrato bien hecho de una persona en particular y reconocemos en ella a una criatura de nuestra misma sustancia, reconocemos cierta fisonomía espiritual que se manifiesta usando una herramienta -las palabras- con destreza.
No se escriben diarios para otros. Se escriben para uno mismo. Son una necesidad extraña del ocio o del pensamiento, tal vez de la memoria. De algún raro placer que obliga a la memoria a dejar rastros. Quizás un mismo gesto inconsciente de la memoria inventó, como para seducirse a sí misma, los diarios, las fotografías, las estatuas, tal vez aun los libros de historia y los museos. La testimonialidad. Esos innumerables talismanes contra la desmemoria o, más bien, contra el olvido (el olvido es una función natural del tiempo; la desmemoria, una consecuencia del descuido). Los testimonios son posibilidades de objetivarse, de volverse objeto. Los atributos del objeto, de la cosa, son aparentemente inalterables y están suspensos como en un vacío fuera del devenir. Los testimonios pintan las naturalezas muertas del alma y, por lo mismo, son frutas siempre frescas. Y lo más extraño: nos permiten vernos desde fuera, desde lejos, desde la alteridad. Una cosa más entre las cosas.
Supongo que quien escribe constantemente un diario o es un voyeurista de sí mismo, o es un coleccionista -algo silvestre- de testimonios o, si tiene talento, como es el caso de Jaime Sabines, termina siendo un poeta.
2. El anciano y el niño
Creo que la poesía de Jaime Sabines es fundamentalmente un diario. Confiesa, se confiesa, y al hacerlo canta. Canta porque es un poeta, pero su intención no es ser poeta sino confesar algo. Como dijimos antes, el diario debe tener la cualidad de los confesores o de los psicoanalistas. La confesión, el ímpetu de la confesión inclina a este autor, lo demanda, y es el dispositivo común de la expresividad de sus mejores poemas. Oímos en los poemas de Sabines un intermitente Eclesiastés, una confesión ancestral, salomónica, de lo que somos, de nuestras únicas certezas posibles en la tierra. Pero no es una confesión que tenga nada que ver con lo religioso, claro, sino una confesión cognoscitiva, para conocerse, para relatarse, para saberse, para poseerse.
Poseerse como se posee la vida, como se escribe la vida en un diario para volverla objeto, territorio, cuerpo. Esa escritura es una vocación de tierra, dentro de la cual sólo existe lo que ha sido terrenalizado. Esa terrenalización es la exaltación de lo concreto. Hallamos con frecuencia en su obra terror a lo inasible, a lo abstracto. De hecho, el acto mismo de escribir es una forma de exorcismo de las emociones, puesto que ahí se concretizan el deseo, la alegría, el miedo a la zozobra. Al confesar (concretizar) las emociones se gana de nuevo la calma, el equilibrio del espíritu. La escritura, para él, es una expiación.
Los demonios dejan de ser abstracciones para convertirse en textos. Como afirma el Antiguo Testamento -por cierto, una de las principales influencias de Jaime Sabines-, en la tierra yacen las únicas certezas del hombre. La salvación, pues, no puede sobrevivir al mundo, no puede ser fuera del mundo porque cualquier cosa que esté fuera del mundo es inhumana:
Creer en la supervivencia del alma, o en la
memoria de los hombres, es lo mismo que creer en Dios, es lo mismo que
cargar su tabla mucho antes del naufragio.
Vista de conjunto, la obra de este poeta es un enorme diario escrito por un anciano y un niño. Un personal Eclesiastés tierno y desolado, cantarín y místico. El anciano habla de Dios, del trabajo y el dolor, de la mujer y los hijos, de la muerte. El niño habla de la alegría, de los perros y la lluvia, del cielo y las hormigas. El niño le enseña al hombre a escuchar la ronda de los animales y el gran juego de las cosas. El anciano mira el paso del tiempo y la inminencia de la muerte. Entre los dos hay una respiración, un vínculo constante y regenerativo. Uno no podría vivir sin el otro. Sospecho que esto algo tiene que ver con la idea, que aparece con cierta frecuencia en sus poemas, de ser su propio hijo:
Estoy tanto sin nada que me aflijo
y con
todo estoy tanto que me encaro
a tenerme a mí mismo como a un
hijo.
Así como son asombrosos, inolvidables, varios poemas de Sabines, es justo preguntarnos por sus proverbiales caídas. No parece casual la célebre inestabilidad de varios de sus libros y de sus poemas, que nos parecen de pronto gratuitos, caprichosos y reiterativos, como si el autor mostrara en su poesía esa característica de la escritura de un diario de la que hablamos: la testimonialidad. Puede ser que esa sea precisamente la intención. Como si buscara decirnos, demostrarnos con un poco de ironía, que no es infalible ni constante, que no quiere labrar mármol sino arcilla, que su escritura es tan voluble como los inextricables flujos del corazón y la cabeza.
Ese ánimo desmitificador es otro de los amplios recursos que pone en juego. Una y otra vez arremete contra sí mismo y contra su necesidad -o necedad- constante de escribir, como si en ese desgarramiento buscara las entrañas de su propia naturaleza. Y no finge. No busca gustar; busca decirse, oírse, desentrañarse. Los rescoldos de sus excavaciones son sus libros. Los mismos títulos parecen acotarlo (Diario semanario y Poemas en prosa, Poemas sueltos, Otros poemas sueltos, Recuento de poemas, Nuevo recuento de poemas, etcétera). Se trata de acumulaciones. Trabaja todo el tiempo una escritura testimonial, antimitificadora de sí mismo, que no está dispuesta a considerar a la poesía como una práctica oracular y que, por el contrario, va a subrayar -y a publicar- los altibajos, las costuras de su alma, sus reveses y sus pespuntes.