La Jornada Semanal, 28 de marzo de 1999
Desde su título, Algo sobre la muerte del mayor Sabines, el poema deja entrever el tipo de relación que se ha establecido entre él y su autor. Se trata de una relación extraña, que trasmina un aire de distancia, de extranjería. En lugar de los términos convencionales, ``elegía'', ``treno'', ``cantata fúnebre'', el autor anota ``algo''. No estamos ante un poema sino ante la grisura de ``algo'', una suerte de object trouvée que en realidad no pertenece a Jaime Sabines, aunque él haya merecido el hallazgo. Una realidad superior, una potencia acaso inconmensurable, le ha dictado estos versos. Ráfagas de inspiración que pueden ser desiguales entre sí, y que a veces parecen atropellarse, pero unidas todas por el hilo del sufrimiento. Subyace a ellos un grito de dolor como no se había escuchado antes en la literatura mexicana. El desgarramiento es tal, que se convierte en una suerte de confrontación entre el autor del poema y el creador de todas las cosas, esa presencia invisible que algunos llaman Dios.
Algo sobre la muerte del mayor Sabines es una imprecación de la que no se salva nadie, en primer lugar Dios, y que incluye por supuesto a sus devotos lectores, a quienes va dirigida la bofetada: ``¡Maldito el que crea que esto es un poema!'' Mi problema como lector y como crítico literario es que esta maldición me afecta por partida doble, y muy evangélico pongo la otra mejilla para recibir el sopapo. Leer y volver a leer este poema de Sabines es experimentar, como si acabara de surgir, un grito de dolor que es capaz de desarticularlo todo, que desborda literalmente las letras que lo circundan y que parece sumir el universo en el caos original, pero que la conciencia del lector reconstituye, no como grito desnudo sino como uno de los poemas extensos más poderosos que se han escrito en nuestro siglo.
Algo sobre la muerte del mayor Sabines es un poema que se permite todos los excesos y que se sobrepone a ellos por la fuerza endemoniada de su rigor. Desde cierto punto de vista, se diría que el poema es una mescolanza de estilos, un carnaval de reminiscencias donde están la Biblia, por supuesto, con su gusto por los paralelismos, pero también José Gorostiza (uno de sus autores de cabecera), César Vallejo, el romancero tradicional español, Miguel Hernández... Secciones construidas en verso libre se mezclan con otras donde predomina el soneto. Aunque abre y cierra con secciones en versos de arte mayor, acaso siguiendo el ejemplo de Gorostiza, la parte media del poema retoma el modelo del romancero, desplegándose con una suerte de letanía en versos de arte menor. El aliento lírico, de factura impecable (``Tú eres el tronco invulnerable y nosotros las ramas,/por eso es que este hachazo nos sacude''), convive sin problemas con la maldición callejera, de proceder rasposo: ``¡A la chingada las lágrimas!, dije,/y me puse a llorar/como se ponen a parir.''
Así como Gorostiza organiza en Muerte sin fin una suerte de confabulación cósmica por la cual animales, plantas, piedras, en fin, todos los elementos de la tierra involucionan hacia su forma primigenia, en una suerte de viaje desaforado hacia Dios, que es también un viaje hacia la Nada, Sabines asocia la muerte de su padre con una conjura que involucra al mar, a la tierra, a algunas rocas, a la sal, a los huesos, a la lluvia y, por supuesto, a Dios, que ríe de modo incomprensible ante la tragedia que él mismo ha provocado, como si se tratara de un viejo desmemoriado que no sabe que está acabando con uno de sus hijos.
Esta carcajada de un Dios amnésico y ciego, que no sabe lo que hace y que si lo sabe, se regocija, es lo que provoca la rabia del autor del poema. Nunca se había insultado tanto y tan amorosamente a Dios en un texto literario como lo hace Sabines. Lo llama ``manco de cien manos'', ``viejo sordo, sin hijos'', lo nombra ``ciego de tantos ojos''. El remolino de la muerte viene de los huesos, del hígado, del llanto, pero también viene ``de Dios riendo''. ¿No es esto el colmo del sarcasmo? En lugar de padecer por la muerte de sus hijos, se diría que el creador se alegra como un bufón de mala entraña, al que le gustara jugar con ellos, y a sus expensas, una broma siniestra. No, Dios no ha muerto, podría contestar Sabines a los filósofos del nihilismo: se ríe soberanamente de nosotros desde su escondite celeste.
De aquí el coraje y la rebelión del poeta. No quiere escribir un poema. No quiere contribuir con una sola sílaba al trabajo de Dios. Se avergüenza hasta los pelos -dice- por tratar de escribir estas cosas. Por cebarse en la muerte de su padre como un pájaro carroñero. Se resiste a ser el ``padrote de la muerte'', el ``alcahuete'', ``el pinche de Dios'', el colaborador de su sucio trabajo. Y, sin embargo, no puede dejar de involucrarse. De contribuir con sus lágrimas al portentoso parto de la muerte. Por eso asegura al padre que acaba de enterrar: ``Voy a volverme un llanto subterráneo/para echarte mis ojos en tu pecho.''
Ese muerto, desde su catafalco, habrá de ``crecer igual que un feto''. Ya desde ahora el autor, es decir, el hijo, colabora con este crecimiento hipotético. Va a echarle sus ojos de hijo en el pecho, para que el feto crezca, y acaso para que se vea crecer a sí mismo, en su sepultura.
¿Esta imagen de un ``río subterráneo'' formado por una hilera de ojos que desembocan en el pecho del padre, es una imagen surrealista? Puede ser, y la verdad no importa. El texto acepta todas las mixturas. En este poema hay, además de rabia, una desoladora impotencia y hasta una inusitada reversión de los papeles. En un momento dado, uno siente que el que se muere no es el padre del poeta, sino el poeta mismo, dispuesto a canjear su muerte por la vida del padre. Así, los contrarios se funden, parecen desvanecerse las fronteras entre las polaridades enemigas. Por un lado, una urgencia vital hace decir al poeta, como invocando una posible resurrección antes de tiempo: ``Saca tu cuerpo viejo, viejo mío,/saca tu cuerpo de la muerte'', mientras que, por el otro, confiesa impotente:
Estoy llamando, tirándote la
puerta.
Parece que yo soy el que me muero:
¡padre mío,
despierta!
En la desesperación, hasta los tiempos verbales parecen tropezarse. El poeta tiene que corregirse de inmediato: ``Te has muerto cuando menos falta hacías,/cuando más falta me haces, padre, abuelo...'' ¿Qué es lo que separa al padre y al hijo? Todo y nada. Vuelve otra vez la imagen intangible de Dios, quien ahora adquiere una configuración pétrea, fría, inconmovible. La imagen deshumanizada de una pared: ``Una pared caída nos separa,/sólo el cuerpo de Dios, sólo su cuerpo.'' La muerte había sido primero ``una espada escapada de la boca de Dios''. Termina siendo una pared caída.
Gorostiza parece a todas luces más lírico (y más amoroso) cuando habla de Dios como un ser inconmensurable que juega acaso a las escondidas con sus criaturas y que nunca deja que nadie vea su rostro, aunque es posible mirarlo, sin verlo a Él, en todo aquello que anda escondido a sus espaldas: el tintero, la silla, el calendario. El Dios de Gorostiza puede ser incluso un personaje tímido, que no se deja ver, que regatea su presencia, pero a quien sin embargo conocemos, como se lee en Muerte sin fin, en la forma de una transparencia acumulada, de ``un coagulado azul de lontananza'', oculto quizás al ojo pero fresco al tacto, el cual de alguna manera puede percibirlo. Los recursos teofánticos de Sabines son en este punto declaradamente brutales. Mientras que Gorostiza puede hablar de ``un circundante amor de la criatura'', dando a entender que Dios abraza con su amor a quienes no son sino sus hechuras, Jaime Sabines sólo alcanza a hablar del ``manco de cien manos'', y del ``ciego de tantos ojos'', o sea, de un Dios deslumbrado de claridad hasta la ceguera, que termina convirtiéndose -lo cual es todavía peor- en una inhóspita pared interpuesta de modo irrevocable entre dos cuerpos.
De nada vale golpear ``las paredes de Dios'': nadie habrá de responder al llamado. Se impone una tremenda desolación, de la que al parecer no puede escaparse nadie, pues no hay nadie aquí para contestar, para aportar el bálsamo de una mirada. Se diría que los últimos versos de Algo sobre la muerte del mayor Sabines son declaradamente pesimistas:
Pasó el viento. Quedaron de la casa
el
pozo abierto y la raíz en ruinas.
Y es en vano llorar. Y si
golpeas
las paredes de Dios, y si te arrancas
el pelo o la
camisa,
nadie te oye jamás, nadie te mira.
No vuelve nadie,
nada. No retorna
el polvo de oro de la vida.
Estos versos traducen, a su modo, una desolación parecida a la de Job, y no sería difícil establecer de modo más fino las analogías entre el texto bíblico y el de Sabines, pero le agregan, como sin querer, un rizo positivo. Con pesadumbre se sabe que no retorna el polvo de oro de la vida, así es, pero la vida fue ese polvo. Y es un polvo glorioso. El más desgarrado de los gritos sólo se grita desde la vida -y como un acto de vida, habría que agregar. Las maldiciones que Sabines reparte a diestra y siniestra en su gran poema, adquieren otra dimensión cuando se piensa que del tono imprecatorio el autor pasa, sin solución de continuidad, a la esperanza escatológica. Todo reproche cesa cuando el hijo se refiere a su padre muerto en una sola frase de avasalladora ternura: cuando lo llama ``larva de Dios, semilla de esperanza''. En este momento -que es el momento de la promesa- el poema restituye el horizonte de un tiempo cíclico que con tanto énfasis había tratado de negar. No puedo apartar de mí, en este momento en que concluyo, la imagen juguetona de un Ave Fénix que resurge de sus cenizas y emprende otra vez el vuelo.