Buñuel, tecnología y calabacitas Los muros limpios, ni una sola pinta, impecable el piso, ni un papel en el suelo, los mesabancos en perfecto estado, pizarrones, elementos técnicos, sillas, mesas, cubiertos y bandejas de la cafetería, laboratorios, computadoras, teléfonos, oficinas... todo en su sitio y funcionando a la perfección. El personal administrativo eficiente y amable. Los estudiantes bien organizados, estudiosos (parece pleonasmo, pero no lo es) y llenos de útiles curiosidades. El Rector, doctor en Ciencias del Poli, comparte el almuerzo con los discípulos y los profesores y camina por los pasillos sin que se escuchen los gritos clásicos de las universidades mexicanas. Los alumnos sin recursos tienen un almuerzo gratuito, gozan de un servicio de transporte y la institución recibe el apoyo de las industrias establecidas en la región (el modelo seguido por esta Universidad Tecnológica de Tula-Tepeji y de sus otras 35 hermanas, es el de los tecnológicos regionales franceses que han sabido establecer un digno pacto con el entorno socioeconómico) que, por su parte, se ven beneficiados al recibir en sus cuadros laborales a los técnicos especialistas egresados de la Universidad, a los cuales capacitan durante el año en el que llevan a cabo su servicio social en las empresas, pagándoles, como es lógico, un salario de aprendices avanzados. Este bazarista recorrió, acompañado por el promotor cultural Rafael Pastelín, la ruta que, pasando por grandes empresas de textiles y de cemento (incluyendo la monstruosa Cruz Azul y la Tolteca con sus finanzas coronadas en Buckingham Palace), llega a las inmediaciones de la ciudad del benévolo príncipe que se convierte en la estrella de la mañana. Ahí, La Universidad Tecnológica de Tula- Tepeji sirve a catorce comunidades de los estados de Hidalgo y México y atiende a sus mil y pico alumnos. La mañana en que cumplió la misión encomendada por el Seminario de Cultura Mexicana, el bazarista peroró, con inusual prudencia, sobre Luis Buñuel. Vimos El diario de una recamarera, la gran película filmada en Francia y basada en la novela de Mirbeau. En ella, Celestine (Jeanne Moreau) observa, inteligente y divertida, las mediocridades, los desarreglos morales y los fetichismos de una agonizante burguesía rural, mientras escucha la prédica militarista del integrismo de Maurras y de su ``Acción Francesa'' de los labios de un vociferante y zafio cochero. Había 50 estudiantes y tres o cuatro maestros. Hicieron muchas y muy claras preguntas, reconocieron su casi total ignorancia del cine de Buñuel (alguno de ellos recordaba vagamente la secuencia del vuelo de Stella Inda hacia Alfonso Mejía, llevando en las manos la carne negada, la placenta protectora) y pidieron que se organizara una retrospectiva de sus películas. En la tarde se perpetró otro delito de conferencia ante cerca de cien estudiantes de electrónica, computación, contabilidad y otros aspectos de la tecnología y las ciencias aplicadas. Sus preguntas se refirieron al tema del surrealismo y la materia de los sueños; Freud, Cocteau, Breton y Buñuel presidieron la jornada y suplieron las deficiencias del charlista convertido, para fortuna de sus víctimas, en un modesto glosador. Estos entusiasmos provocados por una humilde Universidad Tecnológica, situada en una zona pobre y que muestra algunas de las virtudes más notables de la educación impartida por el estado, no se deben a razón personal alguna. El perorante bazarista no recibió ningún trato especial. Más bien notó la explicable frialdad que merecen las personas dispuestas a asestar charlas eruditas a la menor provocación. Comió el almuerzo de los alumnos, que incluía unas tortas de calabacitas dignas de una opaca cuaresma zacatecana y un arroz rojo de mercado oaxaqueño (las tortillas eran también memorables); escuchó los proyectos de los muchachos que, en una sencilla ceremonia, acababan de recibir un laboratorio de computación que prometieron cuidar y entregar en buenas condiciones a los que vengan después de ellos. Terminadas las profusas peroratas, el bazarista fue regresado a la tentacular como músico de rancho, es decir, sin que le pagaran el simbólico estipendio prometido. Sobre este particular, el bazarista declara que no acepta más pago para sus próximas peroratas en alguna de las universidades alabadas en esta columna, que unas calabacitas y un coloradísimo arroz de mercado oaxaqueño. En este país nuestro, tan infectado por el darwinismo social que caracteriza a la tecnocracia de los insensatos neoliberales, una institución pública sensatamente ligada a su entorno socioeconómico, modesta, limpia, digna, eficiente y dispuesta a enriquecer sus esfuerzos con algunas nociones y satisfacciones obtenidas de la cultura artística, debe ser objeto de nuestra admiración y de nuestro respeto. HGV
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Tolemeo Sóter, instaurador de la dinastía que lleva su nombre, reinó en Egipto, con capital en Alejandría, de 304 a 283 a.C. Ateneo dice que Euclides, el famoso geómetra y matemático, fue comensal o invitado a comer de Tolemeo (``comensal'' se dice en griego con una palabra horrible: ``parásitos''). Esto es casi lo único que se sabe del inmortal autor de Elementos, indiscutible obra maestra de la ciencia, no sólo antigua sino de todos los tiempos. Por eso E.M. Foster, en su libro sobre Alejandría, asegura: ``nada sabemos de él; a decir verdad, hoy lo consideramos como una rama del saber más que como un hombre''. Se conservan de él dos anécdotas. Una dice que, en una ocasión, un estudiante le preguntó qué ganancias obtenía aprendiendo demostraciones, y él respondió diciéndole a un sirviente: ``dale tres óbolos, ya que necesita sacar provecho de lo que aprende''. En la otra, el rey Tolemeo, después de asistir a la demostración de un teorema, preguntó si no había una vía menos fatigosa para el conocimiento geométrico, y Euclides, dice la leyenda, respondió: ``no, en geometría no hay camino de reyes''. Estas anécdotas tienen esa suavidad y puntería de chisme aleccionador que los antiguos manejaron con maestría. Como aquella de Tales de Mileto, para contar una entre miles, que trae Laercio en sus Vidas: ``cuéntase de él que apretándole su madre a que se casare, respondió que todavía era temprano; y que pasados algunos años, urgiendo su madre con mayores instancias, dijo que ya era tarde''. Sí, apacible genialidad antigua. Ahora a lo que voy. Si abres el libro de Euclides y empiezas a leer, te topas, casi al comienzo, con la definición de ``línea recta'', y dice así: ``una línea recta es aquella que yace por igual respecto a los puntos que están en ella''. Y, zas, no entiendes qué dice. ``Ay, San Peppo, ¿qué es esto de `yace'?, ¿cómo yace una línea en sus propios puntos?'' Entonces bajas la vista a la nota al pie y lees: ``los griegos se formaron tres concepciones básicas de la recta: la de un hilo tenso, la de rayo de luz, la de un eje o lugar de los puntos que se mantienen inmóviles en un cuerpo fusioforme suspendido por ambos extremos'' (``fusioforme'' es ``con figura del huso'', el artefacto que sirve para hilar). Es decir, hubo vacilación en entender la recta. La idea de hilo en tensión, estirado, que no ayuda mucho, se entromete en la definición. Recta es la línea tensa o estirada hacia los extremos, por eso ``yace''. En la definición de Proclo también participa la tensión: ``recta es'', dice, ``una línea que permanece fija cuando sus extremos permanecen fijos''. Esto es, cuando no se pierde la tensión. Pero, te preguntas, ¿es posible que hubiera vacilación y duda en esto? ¿Puede haber algo más claro que la idea de línea recta? Eso es ahora, para ti, no al inicio de la geometría. ``Todo comienzo es difícil'', se lee en la Biblia. Un siglo después vino Arquímedes, monstruo de ciencia, y en su tratado Sobre la esfera y el cilindro acuñó la definición que haría fortuna: ``la recta es la más corta de las líneas que tienen los mismos extremos''. Y cuando lees esta definición sientes el placer de lo evidente. ¿Por qué? Porque ahora entiendes; la noción de recta se hizo evidente. Entender es, en general, hacer evidente. Arquímedes zanjó la cuestión definiendo ``recta'' en términos de ``distancia'': la línea más corta, es decir, ``la distancia más corta entre dos puntos'', como decimos nosotros. Elucidar un concepto es, en este caso, hallar una equivalencia que lo ilumina y precisa. Se elucida una noción con otra noción. Dijimos, por ejemplo, ``entender'' algo es ``hacer evidente'' ese algo; en este caso, también elucidamos un concepto con otro: el de ``entender'' con el de ``evidente''. Esto parece evidente, pero ¿qué es la evidencia?, ¿cuándo algo es evidente? Podríamos tratar de elucidar la noción de ``evidencia''. Para eso tendríamos que hallar una noción que ilumine y precise esta noción. Aunque eso es difícil, muy difícil, me temo, y no lo vamos a intentar aquí. La noción de evidencia es demasiado primaria y elemental. Quede formulado el problema, de suyo interesante. ¿Qué se te ocurre a ti? Pero ¿de donde viene el goce de lo evidente? Lo enredado, lo oscuro, tortura y aprisiona; lo evidente regocija y libera: ``pero claro, claro, así es, ahora lo veo''. Qué alegría, qué liberación salir de la mazmorra de lo informe y caótico. Lo evidente, por su parte, es siempre simple, sencillo, claro, es su marca de fábrica. Casi podríamos decir que se hace obvio. Obvio, pero no trivial. No trivial quiere decir que trae consecuencias (y por tanto es discutible), y tiene dificultad, pero dificultad vencida. Porque, a ver, intenta formular una definición de ``línea recta'' diferente a la de Arquímedes. ¿Cómo podrías elucidar de otro modo esa noción? Es tan difícil que parece imposible.
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