La Jornada Semanal, 28 de marzo de 1999



Beatriz Barrera

García Lorca y Sabines

Parafraseando a López Velarde podemos decirle al Jaime recién ido: ``no merecías la loas vulgares que te han escrito los institucionales''. En cambio, sí merecía un trabajo tan amoroso y lleno de rigor como el de la andaluza Beatriz Barreda, que ha dedicado diez años de su vida al estudio de la obra de ese poeta grande que fue, es y será Jaime Sabines.

Jaime Sabines

Jaime Sabines leyó la poesía de Federico García Lorca y de otros poetas de la generación española del 27 durante los años de elaboración de sus primeros libros. Los datos arqueológicos sobre la génesis de una poética se ofrecen de manera oscilante y no muy confiable en multitud de entrevistas con el poeta, citadas una y otra vez por periodistas y críticos.

Quien se lo propusiera, podría reconocer una abundancia léxica de lunas, peces, amarguras y otras penas negras, agonías, presagios o asonancias de romancero. Estos rasgos estaban extendidos por toda la poesía mexicana de la época, y no creo que deban tenerse en cuenta como influencia lorquiana inmediata. Eran parte de una atmósfera común, ya que el Romancero Gitano había tenido un éxito clamoroso. Sugiero un vistazo a un artículo al respecto, que publicó Carlos Monsiváis hace unos cuantos años: ``García Lorca en México'', para formarse una idea de la situación en 1950, año de la publicación de Horal (Monsiváis, 1986:433-434). Hay en la obra de Sabines títulos como Introducción a la muerte o Casida de la tentadora, que remiten directamente a los últimos libros publicados de García Lorca.

Poeta en Nueva York fue un poemario de consumo minoritario, del cual SabinesÊfue un lector entregadísimo. Aún no he encontrado un análisis intertextual que dé razón de tanta afinidad apasionada, de un claro magisterio. La crítica señala, advierte, observa superficialmente la influencia, desatendiendo su importancia. A mí sí me ha interesado.

García Lorca es poeta por la mirada. No fuerza el código, como haría César Vallejo, ni pierde el sentido de la gravedad, como los surrealistas, sino que manipula los referentes, la percepción, nuestros sentidos, utilizando solamente lo que conoce bien: el espacio del bosque y sus habitantes. Como Sabines. Las imágenes lorquianas suelen derivarse de una fórmula química y condensan la significación de procesos físicos fundamentales. Convocan la esencia del hombre desde las transformaciones de la energía, la alternativa de nuestro tiempo a una trascendencia religiosa abortada.

Los elementos en Sabines siguen siendo, como en García Lorca, los habituales en la ciencia primitiva de Occidente: aire, agua, tierra y fuego, aunque él, que los ha aprendido pero no olvidado (``Mi padre me dijo: levántate y anda/ a la escuela''), los nombra y define como sigue, en un poema -``La Tovarich''-, de su primer libro:

El aire aparece como disolución de la piedra y la tierra se prolonga hacia el aire en montañas de árboles, según dos imágenes muy discretas del callado dinamismo del mundo, corroborado por el transcurrir del río y la sustitución del fuego por un equivalente inmemorial: el amor, o vuelo, con lo que nuevamente se retorna al aire. Todo esto supone la interrelación entre los elementos, indisociables pero distinguidos por la mirada del poeta, que los presenta combinados en un cuadro inacabado, reformulación del magma ya descifrable del origen. Tormentas de laboratorio doméstico. Imágenes de un universo en continua renovación, una lección de física a la hora de ciencias naturales.

Aquí encontramos explícita la preocupación por el origen (uno nació), y el medio en que aparece se esboza en pocos trazos: humedad directa, tierra y cielo. Se afina más: tierra se sustituye por piedra, o sea, dureza, esterilidad, frialdad mineral.

Son tres elementos, falta uno. El fuego aparece hasta la mitad del poema, después de tres estrofas de árida esperanza (que hemos omitido), y lo hace en forma de luz. Es, una vez más, el principio energético, la llama sin Prometeo de la cual resulta el mundo: elÊárbol, el río, la ciudad, el sueño, la esperanza... y en un segundo momento el pan y la sal, la amorosa urgencia, indicios de una civilización naciente, aunque siempre truncada en Sabines (``Uno es el hombre -lo han llamado hombre''), que nunca olvida su destino de hijo adoptado de Dios (``ƒste que fui, prestado/ a la eternidad,/ cuando nací moría.'').

No, no es Sabines esta vez. Es García Lorca, un fragmento de ``Ciudad sin sueño (Nocturno del Brooklyn Bridge)'', y su postura es colectiva, genérica: nos caemos, o subimos. Humanidad sujeta a la gravedad, con necesidades básicas: comer (``la tierra húmeda''), descanso y sueño (``pero no hay olvido ni''); humanidad que sólo tiene carne viva, que está en carne viva y atada por los besos; humanidad que sufre sin embargo de manera individual (``al que le duele, el que teme''). La tierra húmeda es una imagen. Reúne dos elementos: tierra y agua. El filo de la nieve es otra imagen experimental, un elemento, el agua, sometido a un proceso físico, la congelación, forma invertida de la llama. Las dalias secas; la carne fresca. Bocas, venas, hombros. Eso es ser hombre. Participar del agua y de la tierra, de la gravitatoria del amor. O del coro de la naturaleza muerta. ¿Imágenes oníricas? Quizá, pero imágenes elementales, y en ello reside su poder de convocatoria tantos años después.

No perdamos de vista la poesía de García Lorca. Seguimos en Poeta en Nueva York, ``Poema doble del Lago Edén'':

Los habituales de Sabines habrán recordado, leyendo la primera estrofa, ``Lento,Êamargo animal/ que soy, que he sido,/ amargo desde el nudo de polvo y agua y viento/ que en la primera generación del hombre pedía a Dios'', ``Amargo como esa voz amarga/ prenatal, presubstancial, que dijo/ nuestra palabra, que anduvo, nuestro camino,/ que murió nuestra muerte,/ y que en todo momento descubrimos.''

Los versos de Sabines escogen a menudo estos mismos términos: la rosa, el hombre vuelto niño por el llanto, el árbol; pero en modos híbridos, incapaces: ``como la rosa rosa pero piedra'' (``Uno es el Hombre''), ``árboles helados'' (``Entresuelo''). También quiere decir, pero no puede; el mismo llanto no lo deja: ``Nada. Que no se puede decir nada./ Déjenme hablar ahora; no es posible./ Quiero decir que eso, que lo otro, que todo/ aquí me tiene muerto, medio muerto, llorando'' (``Nada. Que no se puede decir nada...'').

Sabines había tomado nota. Hay dos tipos de seres: los que se descomponen, orgánicos, y los que no, inorgánicos. Descubrirse orgánico es caerse, darse cuenta de todo. De la propia insignificancia, de la superioridad bélica de los minerales, de las posibilidades pacíficas y limitadas de los seres más vivos, que son los más frágiles. Ramón Xirau sostiene un análisis de los valores amenazantes del metal en la poesía de García Lorca, que es una excelente introducción para esta sensibilidad enfermiza que continúa Sabines (Xirau, 1961:153-165). La equivalencia que ambos poetas hacen entre lo animal y lo vegetal, combinando elementos de ambos campos léxicos y semánticos, reúne las dos categorías orgánicas y las opone a la inorgánica, reforzando estos conceptos. Escribe García Lorca un verso como éste: ``Con el árbol de muñones que no canta'' (``Vuelta de paseo''). Normalmente un árbol no tiene muñones. Llama la atención que sea una imagen de mutilación, evidenciando lo frágil de la integridad orgánica.ÊImagen familiar a los lectores del mexicano: ``quedé manco, podado; a mi mitad quedé'' (``Adán y Eva''). Es frecuente en Sabines que se corrompan las personas como los vegetales: ``pudriéndome como un costal de frutas y gusanos'' (``Metáforas para una niña ciega''); ``empezó a oler mal. Se estaba pudriendo como la fruta'' (``Adán y Eva''). Más vital que García Lorca, estira el símil ``humano como vegetal'' hasta significaciones de trascendencia, porque de la inmundicia, del desecho, suele resurgir la vida. ƒsta es una de las claves de Sabines: la resurrección por la sangre, las semillas y hasta el excremento (``Sembrado en el estiércol de los días/ miro crecer mi amor, como los árboles'', en ``Otra carta''). Su poética es escatología. Así pues, lo mismo que el sol renace cada amanecer y nosotros con él, retoñan en su ciclo las plantas podadas, germinan los sembrados, es el triunfo de una agricultura injertada en el cuerpo humano: ``aremos los panteones y sembremos'', ``hay que ver florecer en los jardines/ piernas y espaldas entre arroyos de orines/ cráneos con sus helechos, dientes violetas'', en ``Sigue la muerte''. (Para internarse en las relaciones entre lo vegetal y las imágenes de Sabines, es muy apropiado el amplio estudio de Mónica Mansour, ``La poesía en prosa de Jaime Sabines'' [Mansour, 1988:77-101]. También en Poeta en Nueva York hay imágenes levemente vegetales de esperanza, de extensión de los límites humanos, pero atrapadas en contextos de sordidez que las disimulan: ``no importa que cada minuto/ un niño nuevo agite sus ramitos de venas'', donde el hombre-árbol se reproduce incesante y diminutivamente. O ésta: ``Hay un muerto en el cementerio más lejano/ que se queja tres años/porque tiene un paisaje seco en la rodilla''. Un muerto que se queja después de tres años no es un muerto acabado. Y un paisaje en la rodilla, por seco que sea, convierte un poco de polvo en una estepa. Hay una excepción a estas negaciones: ``-¡Cuánto brazo de momia florecido!'' (``Nocturno del hueco''). Es el manual de alquimia del joven Sabines.

La intervención dañina de lo inorgánico la explica Xirau para García Lorca en el artículo citado. Los metales, o su equivalente la piedra, prolongados en objetos generalmente punzantes y aliados a ciertas plantas tradicionalmente ponzoñosas o siniestras, presencian en su frío silencio la muerte de los vivos, siendo tantas veces su causa. Puñales, cuchillos, espadas, alfileres... penetran la carne buscando su calor. Hay una enemistad natural. Campanas de metal anuncian la muerte, monedas de metal enfrentan a los hombres entre sí: el vil metal. Sabines, aunque ensaya el material lorquiano (``pero la sucia noche revolvía alfileres,/ sábanas, rezos, cruces, luto de amor'', en ``La Tovarich''; ``alambre, muerte ensartada'', de ``Amanece el presagio''), parece preferir la piedra, puede que por primitiva y rudimentaria, eludiendo connotaciones industriales o de época que el metal ofrece. La ancestral piedra, que Lorca reservaba para catafalco de un torero, en Sabines abre cabezas (Tarumba), inutiliza su comida y perpetúa su hambre más llanamente que cualquier aleación venenosa: ``en nuestro pan hay piedras'' (``Carta a Jorge''); y sobre todo es el duro destino de lo que se enfría: ``los ojos parecen piedras/ dejadas en el rostro por una mano ciega'' (``En los ojos abiertos de los muertos''). ``Tu mano de amor se hará de piedra'' (``Carta a Jorge'').

Hay que especificar una particularidad de la ética de Sabines, desde Horal a su último poema publicado: el querer convencer y convencerse de que si el hombre se estropea, es porque forma parte de un plan superior: el ecosistema, que funciona bien. Su desesperación consiste en demostrar que la vida le puede a los desiertos, que la fecundidad es más fuerte que la esterilidad. Expande los límites de lo individual, del cuerpo humano hasta extremos de la sensibilidad: primero lo equipara a animales y plantas. Sospechando el peligro que yace en los minerales, trata de emparentarse también con ellos, de incluirlos en la armonía perdida de la naturaleza. Sus piedras llegan a tener una vidaÊembrionaria, son una reserva biológica, ``mueren de muerte natural'' (``El llanto fracasado''), ``Tampoco las piedras se dan cuenta, y su cal silenciosa se reúne y canta silenciosamente'' (``Adán y Eva''), ``Quiero crecer como una piedra regada todas las mañanas/por el jardinero del sol'' (Tarumba). Así resuelve la regeneración de lo inanimado, mediante un milagro que documenta la física contemporánea: el tema de las piedras vivas, intuido por las creencias populares, sustrato de prácticas esotéricas que no han perdido vigencia. No es el único caso de recurrencia al imaginario popular ni es dato anecdótico, porque estos llamados más o menos intensos a un conocimiento heredado constituyen la base comunicativa del poeta (Cf. al respecto Escalante, 1993:11-13).

Federico García Lorca estuvo obsesionado con la enfermedad de su padre: el cáncer. Las alusiones a la enfermedad son contadas y temidas. ``El niño Stanton. Paisaje con dos tumbas y un perro asirio'': ``las tres ninfas del cáncer han estado bailando, hijo mío''; ``unas sábanas duras donde estaba el cáncer dormido''. El cáncer equivale a una muerte lenta y dolorosa. Es una invasión de la casa del cuerpo, su representación es una prosopopeya y no de otro modo podría ser, puesto que se identifica con la muerte, personificada a través de los siglos para exorcizar su ubicuidad. Así funciona la metáfora popular. Así la respeta García Lorca. Todos los animalitos amputados y agonizantes de Poeta en Nueva York: ``pequeñas golondrinas con muletas'', ``peces cristalizados [que] agonizaban'', ``animalitos de cabeza rota'', ``mariposa ahogada en un tintero'', ``mugía la bovina cabeza recién cortada'', que son catalogados como ``criaturas'' encarnan una forma cruel de morir. ``El hueco de una hormiga puede llenar el aire,/ pero tú vas gimiendo sin norte por mis ojos'', escribe en ``Nocturno del hueco'', transfiriendo por fin el dolor de los bichos a una persona. No hay que precipitarse hacia el Sabines de la elegía al padre para descubrir el mismo sufrimiento. Nos quedamos en los primeros libros y su violencia perpetuada en imágenes lentas: ahí encontramos a ``los cansados que mueren lentamente [...] y tienen sucio el cuerpo'' (``Así es''), al ``inaudible rumor agonizante'' (``Epílogo''), a ``los agonizantes'' de ``Sigue la muerte'', junto a ``las parturientas'' (porque García Lorca se quedó en la esterilidad del dolor pero Sabines insiste en lo suyo: la vida sigue: el fruto, el fruto). Con el tiempo el problema de la agonía encontrará una solución suicida en Sabines: la arritmia que tanto se le ha criticado concluye en la eutanasia de los finales bruscos, en pacíficos silencios. La cuarta dimensión sin reverberaciones, sin eco.

Esta confrontación de miradas (po)éticas adquiere sentido al completarse con otras investigaciones: el primer Sabines y Pablo Neruda; el primer Sabines y la generación del 27 (Pedro Salinas y Rafael Alberti en especial). Y Juan Ramón Jiménez. Y los poetas de Contemporáneos. En la distancia entre el original de los maestros y la versión de Sabines, en los recortes y añadidos, está lo mejor de su poética. Sabines es un manierista. Su concepción poética se origina en su capacidad de conversar con sus lecturas. No imita, como otros alumnos, a sus modelos, pero les responde, los reescribe y aporta su granito en la mazorca. Es honrado: desde el principio sabe lo que ve y cuenta lo que sabe. No renuncia a la tradición, a su herencia, abiertamente adopta incluso nombres propios de poemas ajenos (sería el caso de ``Miss X'', de Alberti), que siempre arregla a su medida.

Una última consideración: tanta humildad es coherente con su sabiduría ecológica. La poesía, como la vida, no es cosa de uno solo: es un diálogo que trasciende el polvo, el estiércol, las cenizas.