La declinación de la capacidad de crecimiento económico de México tiene como trasfondo la insuficiencia de la formación de capital. Después del colapso de las inversiones que siguió a la crisis de la deuda externa de 1982, la economía no ha logrado restablecer un nivel de acumulación similar al que prevaleció en las décadas de los años sesenta y setenta. El esfuerzo de inversión de los últimos diez años no solamente se sitúa debajo de nuestros propios registros históricos, sino que se compara desfavorablemente con el que realizaron durante este mismo lapso otras naciones.
De 1964 a 1982 se hicieron inversiones productivas que, en promedio anual, equivalieron a 22 por ciento del producto interno bruto (PIB). De 1982 a 1988, este coeficiente cayó hasta 16 por ciento. Entre 1989 y 1994 repuntó, pero sólo llegó a promediar 20 por ciento del producto. La fuerte recesión de 1995 determinó que la inversión retrocediera a uno de los niveles anuales más bajos del último medio siglo (14.5 por ciento del PIB). En los tres años siguientes, su recuperación ha sido sumamente lenta: 16.1 por ciento en 1996, 18.2 por ciento en 1997 y 19.4 por ciento en 1999. En promedios anuales, la tasa de inversión durante el actual periodo de gobierno es apenas un punto porcentual mayor que la registrada en la presidencia de Miguel de la Madrid.
Estas tendencias serían por sí mismas preocupantes en cualquier país. Pero sí ocurren en uno como el nuestro, con grandes rezagos económicos y sociales, con elevado crecimiento de la población en edad de trabajar y, además, en una época de acelerado cambio tecnológico, y entrañan graves consecuencias negativas sobre el potencial de crecimiento de largo plazo. El desempeño presente y futuro de toda economía está determinado, en una medida muy importante, por el esfuerzo social de inversión; cuando un país no amplía de manera sostenida su base interna de capital ųcomo viene sucediendo hace tres lustros en Méxicoų, se condena a perpetuar la pobreza, el desempleo y el desperdicio de sus recursos productivos.
El precario desarrollo de las inversiones es paralelo a la modificación de su origen institucional. A principios de la década de los años ochenta, 55 de cada cien pesos invertidos provenían del sector privado. Diez años después, la proporción había subido a 75. En 1998 llegó a 85 por cada cien. En el presente decenio se registran las contribuciones más altas del sector privado a la formación de capital fijo de la nación desde los años treinta. Se trata de un cambio que han venido promoviendo los últimos tres gobiernos, en el marco de la reforma estructural de la economía, a fin de transferir al sector privado el papel de agente desencadenador de los ciclos de crecimiento. El esfuerzo de inversión que realizó el sector empresarial durante estos años es muy significativo. No obstante, todavía está lejos de cumplir las exigencias que tiene asignadas en el actual modelo económico: contrarrestar el retroceso de la inversión pública (que disminuyó en unos diez puntos porcentuales del PIB desde principios de la década de los ochenta) y a la vez incrementar el coeficiente histórico de formación de capital del país. Para ponderar la dimensión de esta exigencia, baste recordar que los países más dinámicos de la economía mundial tienen coeficientes de inversión equiparables a un tercio de su PIB, y esto, de manera sostenida a lo largo del tiempo. La única manera de acercar el comportamiento de nuestra economía a la frontera del crecimiento internacional más dinámico es incrementando, de manera durable, nuestro esfuerzo de inversión en unos diez puntos porcentuales del producto.
Incluso, sin considerar en este comentario las consecuencias nocivas que produjo sobre la acumulación de capital un retiro inopinado y drástico de la inversión pública, como el que se produjo en México, no existen elementos para esperar que las inversiones productivas del sector privado se incrementen en el corto y mediano plazo. La orientación general de la política económica aparece como uno de los mayores obstáculos para propiciar un ciclo dinámico y sostenible de acumulación de capital. El imperio de criterios exclusivamente macroeconómicos en la facturación de la política pública, la renuncia a la utilización de estrategias sectoriales, la ausencia de intermediación financiera y el enfoque recaudacionista de la política fiscal son factores que inhiben la formación de capital. Si la política económica no incorpora medidas explícitas de estimulo, las ''señales'' que percibirán los inversionistas seguirán siendo favorables para las colocaciones de capital a corto plazo y la generación rápida de ganancias. Sin una estrategia con metas y herramientas precisas, es dudoso que el vacío de inversión creado por la retirada del sector gubernamental sea colmado a plenitud por las empresas.
Ya son muchos los años en que el ambiente económico de México es favorable a la especulación y contrario a la toma de riesgo. La política económica tiene un sesgo inaceptable contra los proyectos productivos de largo plazo, que son los únicos que generan empleos, ingresos y efectos multiplicadores de desarrollo.