Hace siete años, la comunidad internacional de naciones designó el 22 de marzo como Día Mundial del Agua. Cuando en 1992 se le dio carácter oficial a dicha celebración en más de 150 países, los reportes técnicos y las evidencias mostraban que el planeta había entrado en una peligrosa etapa de escasez de tan vital elemento, al grado que en algunas regiones su carencia era fuente de disputas violentas entre pueblos y causa de freno al desarrollo.
No sorprendió, entonces, la decisión de consagrar un día del año a despertar conciencia en la sociedad y en los gobiernos sobre la urgencia de tomar acciones que llevaran al uso eficiente y racional del agua para alejar el fantasma de una crisis general. La realidad muestra que ese fantasma no se ha alejado; por el contrario, nos acompaña y se manifiesta en hechos muy concretos.
En efecto, hoy más que ayer, la sobrexplotación de acuíferos y la contaminación afectan en gran medida las reservas de agua dulce en el mundo, las cuales son limitadas. Se afirma que ello se debe al acelerado crecimiento demográfico. Si bien este factor es clave en la agudización del problema, también debe reconocerse que existe una deficiente distribución del líquido y un uso irracional del mismo que perjudica, sobre todo, a los pobres. Hoy, alrededor del 20 por ciento de la población mundial ųpoco más de mil millones de personasų carecen de agua potable, mientras que 80 países, en mayor o menor medida, acusan serios desajustes: la demanda humana resulta mucho mayor que las disponibilidades locales de agua, con lo cual se limita seriamente el tantas veces anunciado desarrollo para los grupos más pobres de la población, que hoy son la mayoría del planeta.
La demanda del líquido es de tal magnitud en América Latina, Africa y Asia, que el caudal de los grandes ríos no es suficiente para cubrir las necesidades, de los usuarios, mientras que la contaminación originada en la industria, la agricultura y los asentamientos humanos se encarga de cerrar un círculo perverso. Por otra parte, existe la creencia de que el abastecimiento de agua proviene fundamentalmente de las cuencas hidrográficas, idea que ignora que los acuíferos subterráneos surten a una tercera parte de la población mundial y que en muchas partes son la única fuente para satisfacer las necesidades mínimas de las poblaciones rurales y la agricultura. Sin embargo, las tareas para enriquecer estas fuentes y evitar su contaminación son insuficientes: es mayor la cantidad que se extrae que la que se recarga.
Aunque los países anuncian periódicamente acciones para evitar el deterioro de las fuentes de agua, tratar las residuales, utilizar formas industriales menos contaminantes, evitar el derroche de los más favorecidos en la escala social y económica, lo cierto es que los problemas rebasan las buenas intenciones. Y que el modelo económico global descansa en postulados irracionales de mal uso y abuso de los recursos naturales, renovables o no.
En México no se necesita ser experto para saber que transitamos ya el camino de la crisis de agua. Si hace cuatro décadas la disponibilidad de líquido era de más de 11 mil metros cúbicos por habitante al año, hoy apenas se acerca a los cuatro mil 800. Los cálculos menos pesimistas hablan que en un cuarto de siglo más, ésta será únicamente de dos mil 500 metros cúbicos. Esa notable disminución no solamente se debe al crecimiento de la población, sino también a que la destrucción de las áreas boscosas y selváticas, la erosión, la contaminación, la carencia de sistemas de tratamiento y de ahorro de líquido, entre otros factores, reducen las fuentes proveedoras. En vez de cultivar el agua, la malbaratamos. Y aun en los grupos indígenas con una enorme tradición sobre el manejo de ese recurso, la modernidad impuesta desde fuera causa estragos.
Hoy, una vez más, celebramos el Día Mundial del Agua. Pero con malas noticias, con promesas oficiales incumplidas y una sociedad que parece ignorar lo que le espera.