Hermann Bellinghausen
Las manos abiertas

Cómo que el libro que estás leyendo es De la existencia como una de las bellas artes. Tú y tus manuales de autoayuda. Si son lo contrario. Las bellas artes y la existencia. No se parecen lo que se dice ni madres. Ay hermanito, tienes cabeza de corcho. Ya decía mamá que tenías el cerebro amortiguado.

Bueno, ya pinche Sobrino, déjame en paz.

Pero es que de veras. No has entendido nada, y me siento en la obligación, como hermano mayor tuyo que soy, de hacértelo notar.

Entender qué. Pa' mí que ustedes están locos. Esa amiga tuya que tanto presumes, con tu perdón, está para que la amarren.

Pero mirate. El burro hablando de orejas.

Mirate tú, carnal, das pena. Su pelele. Esa te trae.

Pero no me las doy de otra cosa, ni me hago el listo, ni me pongo a analizar.

O sea, me vale.

Pues tanto peor. Dices que entiendes.

No dije que yo entiendo. Dije que tú no me has entendido. Y te arde, no lo negarás.

Viene siendo lo mismo, güey, si no, Ƒcómo te atreves a juzgar?

Por costumbre. Siempre has sido más menso que yo.

Te voy a partir la madre.

Tú sabes que no.

ƑYa viste quién viene ahí?

ƑQué?

Mira, Tigre en persona otra vez. Viene solo šBolas! Se clavó en el puesto de Topacio.

La gracia que le estará haciendo a ella.

ƑVamos?

Pérate... Te dije. Lo sacó. Lo empuja. Se cae. Ay Tigre, ya se calentó. Ahí va. La bofetada. Plaf. ƑY ella ahora?

Con lo delicadito de su piel.

Cállate.

 

* * *

 

(Topacio congela sus movimientos. La sorpresa general es mayúscula. Aquí se rifa una paliza y Tigre tiene todos los boletos. Ya el taquero empuña la quebrantahuesos. "No hay costilla que resista", le da por decir. Los sonideros ya se arremangan. Sobrino y su hermano le llegan a Tigre por atrás. Constancia, con solidaridad de género, se arrima cargando una cubeta. El dulcero echa aguas por el lado de la calle y los roperos ya taparon el acceso de la esquina. Esta vez nadie corre a llamar a la patrulla. Claro, siempre queda la posibilidad de que Tigre venga armado. Si no, que se persigne.

Ni viene armado, ni se persigna, pero igual sucede el milagro. Veamos cómo no es la campaña lo que lo salva, sino la sorpresa.

Topacio lleva su mano a la mejilla y la toca con extrema suavidad, queriéndose mucho. La bofetada convocó sangre al rostro y la mejilla enrojece, hierve, Ƒduele? Hasta una lagrimita cae. No es para menos. Pero ni su cuate Sobrino la había visto llorar. No llora en realidad. Es coraje.

Y pensar que iba a ser un buen día. Bueno, todavía no acaba, no cantes derrota).

***

 

En el bulbo de luz, es el filamento lo que quema. En la palma, la mano pone y quita, siente y hace sentir. Si de quemar se trata, se encarga. Topacio desliza la mano en el rostro, recogiendo una por una las huellas digitales que Tigre le dejó. Las trata con cuidado, tesoros de los que se va a deshacer. Toma la mano derecha de Tigre y la levanta a la altura de la suya. Se la planta, dedo con dedo, como tantas veces mientras platicaban después de hacer el amor, en tiempos del amor. La ira de Tigre, su excitación, se traba. Ella se aproxima, le acaricia la crisma, como San Francisco de Asís a las fieras. Mansito lo deja.

Aprovechando la distracción del personal, un hombre escasamente visible, todo de blanco, se desliza al puesto de piedras. Los roperos restablecen la circulación, aquí no pasa nada. Tigre se retira, borrado. A más de uno le hubiera gustado sonarle, por las que debe.

Topacio, de espaldas a su puesto, sin verlo, ve al hombre tocando las piedras. Así de espaldas, camina, como una película pasada al revés, y se le para junto.

El hombre la ve sin alzar la vista, atento a los montículos de piedras, las pulidas y las no. Desdeña el ónix rudo y espeso. Apila con dedos de arpista piedras diversas que elige como si en ello le fuera la vida. Un largo cuarzo como espada, una turquesa redonda sin vetas en el azul, una piedra del corazón en la que es la primera persona en reparar, y lleva meses ahí. Hace el montoncito. Pregunta el precio. Ella lo dice con notable rapidez para sumar. El paga. Ella busca el cambio. Se lo da.

Entonces el hombre soba y vuelve a sobar la cosecha de piedras. Alcanzada la temperatura, la levanta en sus manos abiertas, como si levantara granos de maíz o café, las ofrece a Topacio. Ella las recibe, sin gesto. El dice:

ųCon éstas puedes empezar. Te estás tardando.

Y entonces, pero sólo entonces, la mira con los ojos y la toca.

Sobrino jurará después, cada que lo cuente, que salieron chispas, o mejor dicho, un resplandor al contacto. Está un poco lejos para distinguir.

El hombre la toca en los hombros, en las manos cargadas de piedras elegidas. Le toma el rostro como quien levanta semilla. Topacio aprieta al fin contra su pecho las piedras que le acaban de regalar. Sin usar palabras el hombre le dice "estás lista para despertar".

Los mirones se dispersan. Y Sobrino tendrá que tolerar toda la tarde a su hermano como abejorro en la oreja, "no me vas a decir que entendiste, a ver, échale ese trompo a la uña". Y el teniéndosela que tragar.

ųBonitas manos ųdice el hombre, acunando las manos de Topacio, a manera de adiós.

Bonitas manos, sí. Se van llenando de color. De calor. De vibración. Con los muslos apoyados en el borde de la mesa de su puesto, de pronto sola, Ƒo qué?

Despertar no es levantar los párpados. Es abrir las manos y soñar con ellas. Y Topacio, bueno, en fin, bonitas manos, abiertas, sí.