Masiosare, domingo 21 de marzo de 1999



Magnicidas

Los congéneres de Aburto

Edgardo Bermejo Mora

Cinco años después del asesinato de Luis Donaldo Colosio, la fiscalía especial del caso promete nuevos datos para dilucidar un crimen que está condenado a la oscuridad. Tal es la suerte que comparten la mayoría de los magnicidios en la historia. Paradójicamente, los asesinatos más llamativos e impactantes son al mismo tiempo los más ocultos e insondables. El magnicida ha sido, a fin de cuentas, el convidado de piedra en una saga dramática, en la cual los espectadores le ponen siempre más atención al muerto que a su verdugo

Hay una monotonía del crimen que no es aconsejable frecuentar ni en los libros ni en la vida.

Alvaro Mutis, Summa de Mqroll el Gaviero

Sorprende que los investigadores de la PGR no hayan profundizado en la línea de los estudios comparativos, no al menos en los informes públicos que han presentado, entre Mario Aburto y otros asesinos, siendo ello una veta potencialmente clarificadora.

Hay rasgos en común en la mayoría de los magnicidas, los cuales se deberían tomar en cuenta en el estudio de Mario Aburto.

Jóvenes, locos e indocumentados

De asesinos a mártires, de mártires a piezas del olvido y el desprecio, una pregunta no resuelta hasta ahora resurge ante cada nueva aparición de un magnicida: ¿Qué mueve a un individuo a cometer un homicidio de esta naturaleza? ¿Cuáles son las motivaciones internas que lo impulsa al magnicidio, formen o no parte de una conspiración secreta? ¿Qué otras semejanzas podemos encontrar entre quienes le quitan la vida a una celebridad pública?

(Un grupo aparte lo conforman quienes matan por encargo, cuando se trata de un complot planeado y organizado por un grupo sin nombre ni rostro. Tal es el caso del misterioso asesino a sueldo que mató a Martín Luther King, y de Daniel Aguilar Treviño, el joven ranchero y semianalfabeta, autor material del asesinato de José Francisco Ruiz Massieu. Otro grupo lo conforman los asesinos seriales y los fundamentalistas. Los primeros son personas emocionalmente desequilibradas y fácilmente tipificables de acuerdo con la experiencia; los segundos son jóvenes profundamente marcados por las circunstancias externas y suelen ser considerados mártires y héroes en el seno de su comunidad. En todos los casos, sin embargo, la juventud es un rasgo en común).

Así, por ejemplo, juventud y fanatismo de diversos signos políticos, religiosos y nacionalistas le son comunes a otros magnicidas, entre ellos el estudiante bosnio que asesinó al archiduque austro-húngaro Francisco Fernando y causante involuntario del estallido de la Primera Guerra Mundial; León Toral, el asesino de Alvaro Obregón; Lee Harvey Oswald, a quien se le acusó -sin pruebas- de la muerte de John F. Kennedy; el fundamentalista Sirhan Bishara Sirhan, que en 1968 mató a Robert Kennedy; David Chapman, el fanático enloquecido que mató a John Lennon; Mario Aburto, el criminal de Lomas Taurinas de 23 años, y Yigal Amir, el fanático de ultraderecha que asesino a Itzak Rabin.

Cierta tendencia por la escritura megalómana y tanatofílica podría serle común a estos personajes. A la manera de la mala poesía de Rigoberto López Pérez (ver recuadros), Mario Aburto escribió en prosa sus propios delirios de libertador y mesías, e incluso buscó un editor para sus esperpénticos textos de loco, redactados sin el menor respeto por la sintaxis y la ortografía, con el título Libro de actas:

Si no la escritura propia, aparece entonces la lectura obsesiva y extenuante de algún libro que de algún modo los conmueve y estimula a la comisión de un crimen. Es el caso de David Chapman, a quien se le encontró La senda del perdedor leída y subrayada, una novela de Charles Bukowsky que aborda el tema del fracaso.

El caso más conocido y probado es la relación que existe entre algunos asesinos seriales y magnicidas en los Estados Unidos y la lectura de la novela clásica de J.D. Salinger, El guardián en el centeno. Como lo sugiere la película El complot, de Richard Donner (1998), es una realidad que la FBI lleva un registro de cada consulta que se hace de dicha novela en las bibliotecas públicas de los Estados Unidos.

Además, todos los magnicidas aquí mencionados repitieron su intención homicida, ya asestando más de un golpe, como Ramón Mercader, o bien jalando en varias ocasiones el gatillo. Hay en esto una intencionalidad evidente y excesiva que causa escalofríos, pues no sólo revela de sobra la voluntad expresa de matar, sino también el deseo de descargar toda su furia contenida contra la víctima. Quizá de todos ellos fue León Toral el más sanguinario y decidido: cinco o seis balazos tirados a quemarropa y por la espalda al general Obregón. Algunos testigos que asistieron a la comida en el restaurante La Bombilla, en San Angel, afirmaron durante el breve juicio que se le hizo al asesino que León Toral -lejos de mostrarse alterado al momento de disparar- lo hacía con un gesto que mostraba al mismo tiempo odio y satisfacción.

Salvo Rigoberto López Pérez, que no tuvo tiempo de decir ni pío, pues murió acribillado por la guardia somocista, los otros magnicidas se caracterizan por proferir una mezcla extraña de sandeces y desafíos megalómanos a la hora de las declaraciones y las confesiones en el banquillo de los acusados.

La verborrea estúpida e ininteligible, una actitud a un mismo tiempo serena y cínica -casi todos se entregan en el momento mismo del crimen, y aceptan sin grandes justificaciones su culpabilidad-, y la megalomanía con acento mesiánico, le son comunes a los magnicidas que aquí mencionamos.

Aburto y Toral, rasgos comunes

Encuentro interesante comparar la demencia mezcla de información velada, cinismo y esquizofrenia que nos ha ofrecido Mario Aburto, la única persona sobre la que no hay duda de su participación y responsabilidad en el crimen de Lomas Taurinas, y lo declarado a la prensa por León Toral a los pocos días de haber asesinado al general Alvaro Obregón, el 28 de julio de 1928. La nota es del periódico El Universal, del 31 de julio de aquel año.

La entrevista resulta reveladora por una razón: esa mezcla de locura y cinismo que ha aflorado en las declaraciones de Aburto, aparecen con sorprendente parecido en las palabras de León Toral. Reproduzco a continuación algunos fragmentos de la entrevista.

Más adelante, al igual que en algún principio lo hizo saber Mario Aburto, León Toral dice sentirse arrepentido:

Las siguientes respuestas del todo amenazantes casi me parece habérselas oído a Mario Aburto:

Convencido de su buena acción, León Toral sentía que tenía asegurado un lugar en el cielo:

Esquizofrenia pura: lo mató para después reconocer que se trataba de ``un hombre bueno''. En las últimas preguntas apareció con claridad el desprecio por su propia vida, que los psicólogos encuentran característico de los homicidas, y finalmente sacó a lucir su retorcida egolatría:

Hay pues un parecido sorprendente en la conducta y las palabras de León Toral y Mario Aburto, los dos más célebres magnicidas en el siglo XX mexicano. Seis meses después, el 9 de febrero de 1929, León Toral fue pasado por las armas en la penitenciaría de la ciudad de México, sin que se haya logrado comprobar ningún dato que confirmara la existencia de una conspiración en las alturas del poder, como años después lo sugirió Jorge Ibargüengoitia en su obra de teatro El atentado.

Aburto, ¿como en Taxi driver?

Cualquiera que haya visto Taxi driver (1976), la película de Martín Scorsese, protagonizada por Robert DeNiro -en la que un taxista psicópata no halla el modo de enamorar a una asesora de un candidato presidencial y planea, por lo tanto, asesinarlo-, encontrará un gran parecido con los días de Mario Aburto previos al mitin de Lomas Taurinas.

Cambiamos el escenario neoyorquino por el de Tijuana, y nos encontramos al mismo personaje solitario, con tendencias violentas, socialmente inadaptado y austero en su vida material. Advertido por un guardaespaldas, Robert DeNiro fracasa en su intentona por acercarse al candidato para dispararle. Mario Aburto no falló.

Un estudio comparativo a profundidad nos podría acercar con más precisión a un patrón psicológico y biográfico común en esta clase de homicidas, tal como ocurre y se ha comprobado plenamente en el caso de los asesinos seriales. Cinco años después, la investigación sigue pendiente.


Rigoberto López Pérez, el poeta justiciero

La noche del 21 de septiembre de 1956, durante un lujoso baile en la Ciudad de León, Nicaragua, fue muerto a tiros Anastasio Somoza García, cuando celebraba otra nueva designación como candidato a la presidencia de su país, tras 20 años de relecciones en el cargo.

De las cuatro balas que recibió a mansalva, una de ellas se alojó en la base de la columna, lo cual le provocó una parálisis inmediata; otra le fracturó el brazo para alojarse en el hombro; otra más pasó -sin hacer estragos- a la altura del hombro, y la cuarta le perforó el tórax, lo que causó un daño irreversible. Durante ocho días se prolongó la agonía del dictador, hasta que finalmente su cuerpo expiró en un hospital militar de la base naval de la armada estadunidense, en el canal de Panamá.

El asesino: un joven leonés que había logrado burlar la escolta del dictador, la cual se encontraba relajada por los efectos del alcohol y el bullicio de la fiesta. Ante esa circunstancia, aquel joven pudo colocarse a unos pasos de su víctima sin que nadie pusiera atención en su presencia, sacó un revólver escondido entre la cintura y el pantalón, y lo vació en el cuerpo obeso de Somoza.

El magnicida recibió más de 30 disparos de los guardaespaldas, quienes buscaban reparar con tal saña un descuido imperdonable. Se trataba de Rigoberto López Pérez, un poeta y artesano de 28 años de edad, que como única señal para la posteridad dejó algunos escritos mal logrados en los que mezclaba fervor patrio y delirios justicieros, con una marcada vocación de mártir, obsesión por el tema de la muerte, y una evidente tendencia suicida. En su poesía, rescatada décadas después por los sandinistas, expresaba sin arte ni oficio su odio por el tirano y la sed de venganza que lo regían. Al revisarlos, la psicología nos descubriría el perfil patológico de un joven fanatizado hasta el delirio.

Sin embargo, muchos años después, los sandinistas en el poder cometieron la imprudencia de bautizar con el nombre del magnicida al estadio principal de Managua, así como varias calles, mercados y escuelas del país. Incluso, le fabricaron una hagiografía un tanto forzada y cursi.

La historia, empero, le concede a Rigoberto López Pérez un papel más humilde: el de vengador solitario. Un cable de United Press International, publicado en México por el periódico Excélsior a los pocos días del magnicidio, señalaba: ``Hasta ahora, sin embargo, nada permite descartar la posibilidad de que López Pérez haya actuado exclusivamente por su cuenta, sin vinculación con nadie''. En efecto, al joven poeta de León nunca se le pudo encontrar algún nexo político sospechoso, y lo más probable es que se trató del caso, al parecer común, del magnicida que suma a sus obsesiones y delirios personales una causa política, que al mismo tiempo sirve de acicate y de justificación moral a sus trastornos mentales.


Ramón Mercader, el magnicida de Coyoacán

El 20 de agosto de 1940, ocurrió un célebre asesinato en el barrio de Coyoacán, en la ciudad de México. En este caso la víctima era un pensador político cosmopolita, un profeta desterrado de su patria: León Trotsky.

Pero a diferencia de las víctimas tan distintas, sus asesinos comparten más de una coincidencia: ambos tenían 28 años de edad; ambos se arriesgaron solos al momento de consumar el asesinato; ambos se decían -o se creían- escritores iluminados -Trotsky revisaba un artículo de su falso seguidor al momento de recibir el golpe mortal en la cabeza-; ambos consumaron el crimen de manera fría, despiadada y repetitiva -aquel de cuatro balazos a quemarropa, este otro de tres salvajes golpes con un piolet de alpinismo-; ambos decían hacerlo en nombre de una causa justa y redentora; ambos mostraban tendencias suicidas y una marcada atracción por la muerte -el asesino de Trotsky gritaba y forcejeaba con sus captores tras cometer el crimen: ``¡deben matarme o dejar que yo lo haga!... Mi vida no vale nada'' (El Universal, 21-VIII-1940); y finalmente ambos debieron esperar más de 20 años para que fuesen reconocidos como héroes, ya no como vulgares asesinos. Mientras que el verdugo de Somoza fue reivindicado y elevado a héroe nacional por los sandinistas en 1979, el de Trotsky fue condecorado con la Orden Lenin por el gobierno comunista de la Unión Soviética, cuando salió de prisión 24 años después del asesinato, en 1964.

El asesinato de Trotsky, sin embargo, fue todavía más crudo que el de Anastasio Somoza. El golpe seco del piolet penetró siete centímetros en el cerebro, provocando la fractura expuesta de los huesos del cráneo y un profuso derrame de la masa encefálica. No conforme con el primer golpe, el asesino alcanzó a hincar el arma en la clavícula derecha de Trotsky y le dio otro más en una pierna, mientras que el anciano lo insultaba y le arrojaba lo único que tenía a la mano: sus libros, en una imagen elocuente de lo que entonces se enfrentaba: la inteligencia contra la barbarie, el acero frío del piolet contra el papel encuadernado de los libros.

En este caso el asesino fue el joven español Ramón Mercader, que ingresó seis meses antes a México como un ciudadano belga de nombre Jacques Mornard, y que pudo entrar a la casa de Trostky con el nombre de Jackson, gracias a sus amoríos con Sylvia Ageloff, la secretaria del anciano dirigente de la Cuarta Internacional.

Aunque desde un principio se pensó -y así pasó a la historia sin lugar a dudas- en un complot organizado por la policía política de Stalin, nunca se pudo descubrir gran cosa acerca de los nexos entre Mercader y el gobierno de Moscú. Una nota del periódico El Universal de aquellos días señalaba: ``Por más que la comisión misma del delito se encuentra clara, en cambio no se ha podido todavía adelantar gran cosa en la investigación de la trama secreta''.


Yigal Amir, ¿enviado de Dios?

La tarde del 12 de noviembre de 1995, en Tel Aviv, tras ofrecer un célebre discurso en favor de la paz, el primer ministro de Israel, Itzak Rabin, bajó del estrado entre aplausos y vítores, rodeado por siete guardias ultraentrenados por el Shin Bet, supuestamente el mejor cuerpo de seguridad del mundo. Tras bajar la escalinata cruzó un pequeño tramo del jardín y un poco antes de abordar el automóvil blindado que lo conduciría a casa, un joven de 25 años se le acercó a menos de cuatro metros, sacó de su chaqueta una pistola automática de nueve milímetros y la vació en el cuerpo de Rabin, ante la mirada atónita de los guardias que se petrificaron con increíble torpeza en los segundos que se tomó el joven asesino. Todavía consciente, en el camino al hospital, Rabin pensó que las heridas no eran graves y que podía salvarse. Treinta minutos después murió. El jefe de la seguridad sería despedido -¿algún parecido con Domiro García?- y los guardias sólo pudieron decir en su favor que estaban entrenados para defenderse de un comando entero y no de un asesino solitario, que logró burlarlos con una facilidad sorprendente.

Un estudiante de leyes en la Universidad de Tel Aviv, con 25 años y todo el odio de su ultranacionalismo antiárabe sobre la espalda, simpatizante de un grupo de extrema derecha, mismo que, sin embargo, se deslindó del atentado, resultó ser el asesino. Yigal Amir, quien al ser detenido aseguro que Dios mismo le habló para realizar el crimen y asumió para sí toda la responsabilidad, es un joven fanático que llegó a entrenarse en los cuerpos policiacos del Estado israelí, de los que se apartó más tarde para seguir su propia ruta justiciera. Durante varios días Yigal Amir limó una cruz en la cabeza de las balas para que adquirieran un poder expansivo aún más devastador. Y si bien los partidarios de Itzak Rabin, es decir, el ala moderada de la política israelita, sospechan de un complot, el único personaje tras las rejas hasta la fecha es el asesino confeso, en un parecido sorprendente con el caso de Colosio y Mario Aburto.