I TODOS LOS DELINCUENTES están en prisión, ni todos los reclusos son delincuentes. Esta es una aseveración popular que alude tanto al fenómeno de la impunidad como a los desaciertos de la justicia penal, agravando sistemáticamente la injusticia que recae prioritariamente en los ciudadanos más desprotegidos.
Vivimos una crisis de credibilidad hacia las insti tuciones. La parcialidad con la que actúan y la autonomía que debería gozar el Poder Judicial con respecto del Legislativo y Ejecutivo parece todavía muy lejana.
Con frecuencia escuchamos la preocupación de las
autoridades por la inseguridad que rodea a los ciudadanos, y buscan solucionar
esta "inseguridad" mediante el endurecimiento de las leyes. Sin investigar
lo que no funciona en nuestras instituciones de procuración e impartición
de justicia, qué hace que la delincuencia, a pesar de todo, no disminuya.
Los ciudadanos que por alguna circunstancia se ven en la necesidad de acudir a estas instituciones y deciden presentar una denuncia ante el Ministerio Público, deben ir cargados de una gran dosis de paciencia, pues este sencillo trámite puede tomar un promedio de seis o más horas. Ahora, si por algún motivo fueron detenidos por algún cuerpo de Seguridad Pública, Policía Judicial o Ministerial, es la palabra del ciudadano frente a la del policía --esta última, tomada como la verdadera, a pesar de que en muchas ocasiones no se cuente con pruebas suficientes, o éstas sean obtenidas bajo tortura, amenazas o recabadas deficientemente--, que priva de la libertad a las personas, consignadas ante el juez para que ejercite acción penal.
Esto puede solucionarse si el ciudadano en proceso cuenta con dinero y además contrata a un buen abogado. Es decir, la sociedad civil interpreta la parcialidad con la que actúan como algo inherente al Poder Judicial, esta circunstancia desalienta la denuncia de los delitos y violaciones, porque las víctimas no creen en el buen uso de su denuncia. Según reportó la Comisión Nacional de Derechos Humanos, un 40 por ciento de los presos considera inútil quejarse por maltrato ante las autoridades, porque sólo consiguen insultos, golpes, confinamiento o, en el mejor de los casos, caso omiso.
Una vez terminada la Averiguación Previa, se ejercita
la acción penal contra el presunto responsable del delito. Ahí
inicia el proceso penal y la libertad se pone en serio riesgo. Esta situación
coloca en gran vulnerabilidad a cualquier persona, pues aunque en el derecho
penal de todos los países democráticos se presume la inocencia
del procesado hasta que no se demuestre su culpabilidad,
no ocurre así en la realidad. El procesado tendrá que demostrar
su inocencia, para lograrlo, en gran medida depende de los recursos económicos
que tenga, contar con un abogado particular hace una gran diferencia, pues
se pueden utilizar los recursos legales para desvirtuar las pruebas que
hubiese aportado la Procuraduría y hacer vigentes los derechos constitucionales
de su defendido. El problema es que los millones de mexicanos que pertenecen
a un estrato social de bajos ingresos no pueden contratar un abogado particular.
Su libertad queda en manos de los defensores de oficio, que quizá
por falta de vo-luntad, aunada al exceso de trabajo y la falta de infraestructura,
no garantizan el derecho a la defensa de los procesados.
Al tomar en cuenta estas consi-deraciones, podemos afirmar con facilidad que, con los recursos humanos y económicos con que cuenta, el sistema judicial penal no puede garantizar que quien recibe una sentencia condenatoria sea en verdad un delincuente.
El ingreso de personas a las prisiones puede ser resultado de:
a) Una sentencia condenatoria a alguien que en realidad es culpable.
b) Una sentencia condenatoria a alguien que es inocente, algo lamentable, pues queda privado de su libertad quien no cometió delito alguno, mientras el verdadero culpable continúa libre.
Quienes ingresan a la prisión experimentan desde el primer momento la vulnerabilidad, y poco a poco deben habituarse a la humillación. Para las autoridades penitenciarias, una persona tiene "buen comportamiento" si aun cuando se le falte al respeto con gritos, despotismo, golpes, humillaciones, etcétera, no se subleva. Sólo así es probable que alguien no sea molestado o molestada1 . Es decir, la única actitud que merece reconocimiento de las autoridades es la sumisión, bajar la cabeza, cerrar la boca o, como dicen algunos reclusos, "aguantar vara". Lo más grave es que a muchos de los recluidos aún no se les dicta sentencia, es decir que quizá sean inocentes... El trato para los que están en proceso y los sentenciados es el mismo.
¿Cuáles son algunas preocupaciones en torno al sistema penitenciario en Nuevo León, desde la perspectiva de una organización no gubernamental y desde la óptica de los derechos humanos?
Vale la pena reflexionar sobre el concepto de readaptación
social. El doctor Miguel Sarre menciona que éste sólo puede
concebirse como una garantía constitucional que forma parte de un
sistema de normas y no sólo de un conjunto de normas. Su
contenido normativo debe entenderse en armonía con
los derechos de igualdad (art. 1), tolerancia (art. 3), legalidad y seguridad
jurídica (arts. 14 y 16) entre otros. La readaptación no
debe entenderse como una corrección moral coactiva basada en torturas.
Tampoco puede aceptarse que para readaptar al sentenciado se puedan contravenir
otras garantías, como las antes mencionadas.
Los reclusos agudizan su vulnerabi-lidad, pues, al considerarlos como objeto de tratamiento, se deja en manos de la autoridad administrativa una gran responsabilidad que, por desgracia, se traduce en un gran poder porque tienen la capacidad de establecer resoluciones importantes sobre la situación jurídica de los internos, como otorgamiento de libertades anticipadas, tomando como base estudios de personalidad cuyo carácter subjetivo impide su verificación o refutación. Además de criminalizar la interioridad del sentenciado.
Es decir, el recluso llegó a prisión por un acto que él cometió, no por su perfil sicológico. Sin embargo, basándose en su perfil sicológico --uno de los puntos clave-- se decide si el interno merece o no el beneficio que por ley pudiera tener. Continúan empleándose criterios propios de un derecho penal de autor y no de acto, como de manera explícita lo ha asumido nuestra legislación federal.
A modo de ejemplo, podemos mencionar el caso de la señora Guadalupe Lozano, recluida en el penal del Topo Chico, con más de setenta años de edad, quien ha cumplido todos los requisitos para obtener el beneficio de la preli-beración, pero la autoridad competente, en este caso en Coahuila, reite-radamente se lo ha negado.
En el Penal de Topo Chico se cuenta con instalaciones inadecuadas, viejas, sucias, que fueron pintadas por fuera hace poco, pero no por dentro. Es un penal que no tiene comedor, aunque alberga a más de 2,600 internos. Poco más de 160 mujeres deben utilizar dos sanitarios y dos regaderas; ¿puede usted imaginarlo? Además hay ratas (no sólo las que usted imagina), ratas grandes que salen de todos lados y que aterro-rizan más cuando están dentro de las celdas de castigo.
En cuanto a los medicamentos, hemos encontrado una gran contradicción entre el discurso oficial y la realidad, pues una de las constantes quejas que recibimos es la falta de ellos. Según las normas internacionales y nacionales, si un gobierno mantiene encerrada a una persona, está obligado a satisfacer sus necesidades básicas en los aspectos alimentarios, de salud, espacio físico, seguridad personal, educación y trabajo. Puesto que el interno no tiene la posibilidad de procurarse los satisfactores y la responsabilidad del gobierno debe garantizar al menos el mínimo bienestar para la dignidad que como personas tienen.
El problema de hacinamiento (alrededor de mil internos de más) está presente también en el Penal del Topo Chico. La privación de la libertad debería ser el último recurso, aunque ahora los jueces lo utilizan como el único.
En cambio, en el Centro de Readaptación Social Nuevo León (CERESO de Apodaca) contamos con instalaciones recién remodeladas. Es verdad que su infraestructura tiene todo para que la persona que ha delinquido pueda repensar y descubrir otra manera de vida durante el tiempo de su reclusión. Pero aquí tampoco existe la posibilidad de que los internos puedan vivir como personas. Muchos internos son sometidos a castigos sin que se respete su derecho a ser escuchados; son humillados, amenazados, golpeados, aislados, desnudados y esposados. Contradictoriamente, el CERESO de Apodaca, con mayor presupuesto y mejor infraestructura, ha mantenido a algunos reclusos en celdas inundadas por aguas negras. La explicación fue sencilla, "el sistema hidráulico está averiado". No obstante las "pequeñas anomalías", el CERESO parece el paradigma de la prisión.
Pero las anomalías son pecata mi-nuta, porque el recluso no está en condiciones de exigir privilegios. De hecho, su situación es de quien paga una deuda con la sociedad o cumple con un castigo. Esta óptica no sólo ha sido expresada por las autoridades del estado, sino que es compartida por una parte de la sociedad mexicana, en especial el sector que goza de mayores privilegios.
Desde abril de 1997 seguimos de cerca casos en el CERESO. De diciembre de ese año a diciembre de 1998 vimos cómo se deterioró la salud y la dignidad de muchos de los reclusos. Como bien dice Miguel Sarre, la corrupción no se genera por la falta de control sobre los internos, es necesario establecer estrictas medidas de control sobre las autoridades. Los internos llegan hasta donde las autoridades lo permiten. El hecho de que en unas cárceles exista corrupción y en otras no, depende más de quién es el director y no de quiénes son los internos. Los sistemas penitenciarios y sus instalaciones son menos eficaces para controlar la corrupción, mientras más alto sea el nivel de los funciona-rios involucrados.
Los informes que recibimos y que hicimos públicos durante 1998 nos permiten asegurar que la corrupción generalmente proviene de una violación a los derechos humanos. Nadie compraría protección si existiera seguridad para todos. Hay inseguridad cuando se tolera que grupos de internos o custodios tengan poderes ilegales. Nadie pagaría por no hacer la fajina, si esto no se permitiera.
Coincidimos con la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. El problema de la detención ilegal en México es muy serio. No es sólo la arbitrariedad, sino que "en muchos casos las detenciones ilegales marcan el inicio de una cadena de violaciones a otros derechos, que por lo general incluyen los derechos de integridad personal y las garantías judiciales.
Con fundamento en las evidencias, puede afirmarse que nuestro sistema penitenciario no humaniza al recluso, y que, por el contrario, lo empuja en muchos casos a afianzar y diversificar sus prácticas delictivas. El ingreso a la prisión es un camino que parece no tener retorno, porque el inocente, en muchos casos, se convierte en delincuente, quien se especializa en el robo, el ladrón se convierte en extorsionador o en traficante de drogas, y así sucesivamente con cada una de las categorías de la delincuencia.
El castigo en la prisión se traduce en una especie de auténtica "penitencia". El énfasis está puesto en la medida correctiva de la pena, de tal manera que en ninguno de nuestros reclusorios ocurre a todas luces aquello de que "cualquier condena debería tener como meta la recuperación y mejoría del culpable".
Resulta absurdo plantear la realidad de los reclusorios
como centros de readaptación social. En todo caso son escuelas alternativas
donde se adquieren habilidades para delinquir. Los reclusos son delincuentes
que con fundamento legal han perdido su
libertad, pero que día a día y sin fundamento
moral pierden la poca dignidad que les queda, conservando en todo caso
el recurso de "aguantar vara".
1 Testimonio de reclusos