Somos seres sin entrañas. No cabe otra explicación ni vale la pena buscarla. La única existente, la obvia, la que campea a la vista de todos en el mundo entero es esa: despreciamos a quienes son diferentes y aunque intentamos afanosamente esconder la sombría realidad, salta a la vista machaconamente, una y otra vez, para afirmar nuestros odios e identificar nuestras bajezas. De vez en cuando superamos la ruindad y nos elevamos a la altura de los ángeles, producimos las partitas para violín solo de Juan Sebastián Bach y para demostrar nuestra capacidad de discernir entre el bien y el mal inventamos las nubes (``las nubes que pasan/ allá a lo lejos/ las maravillosas nubes'') de Charles Baudelaire. Sin embargo, perseguimos encarnizadamente a quienes practican creencias diferentes, muestran otras afinidades culturales y tienen la osadía de articular lenguas extrañas. Usamos el moderno y científico vocablo de ``etnias'', pero conservamos emboscados en el sótano de la memoria los ofensivos rasgos fisonómicos con los que solíamos identificar a las ``razas'' de antaño. Y cuando creíamos haber erradicado la perversión de la limpieza de sangre, después del desastre del Tercer Reich, la encontramos a la vuelta de la esquina en el rostro arrogante de Slobodan Milosevic: la encarnación de un odio racial que trasciende las generaciones y cobra más víctimas que el cáncer.
¿Genocidio? (la destrucción metódica, total o parcial, de un grupo étnico, nacional, racial o religioso): es una palabra que ha perdido su ominoso significado original para convertirse en un lugar común. Así lo demuestran los ejemplos aterradores de Hiroshima y Nagasaki, Camboya en los tiempos del comunismo deshumanizado de Pol Pot, la guerra química contra los kurdos en Irak, la matanza de feligreses del Dalai Lama en Tibet, las guerras fratricidas de Ruanda (donde corren ríos de sangre y el odio reverdece cada primavera abonado por cientos de cadáveres abandonados en las orillas del camino), la metódica erradicación de indígenas guatemaltecos y la guerra sin cuartel en una Yugoslavia atomizada en repúblicas autónomas, cada vez más pequeñas, divididas por las porosas fronteras del odio. Y Acteal: ¿un Estado contra su propio pueblo? Inscrito para siempre en el libro de la infamia, al lado de Kosovo, Sarajevo y Vukovar, confirmando la terrible frase de Raymond Queneau: ``la historia es la ciencia del infortunio humano''.
El espectro del genocidio es implacable. Alentado por el debilitamiento de los modernos estados nacionales ronda por doquier reviviendo odios ancestrales. Nadie parece estar a salvo. Cualquier incidente puede desatar la barbarie. (Ahí está el agobiante acoso militar que el año pasado estuvo a punto de provocar en X'oyep un cataclismo entre soldados endurecidos por la selva, armados hasta los dientes, y mujeres indígenas, frágiles y delicadas como figuritas de barro negro de Oaxaca pero con fuerza de valquirias). En los momentos de arrepentimiento buscamos culpables sin encontrar jamás al asesino que llevamos dentro, y justificamos la sangre inocente con maquinaciones producto de nuestra sofisticación intelectual. El fin de la guerra fría, la derrota del comunismo, la caída del muro de Berlín, la reconstrucción de las fronteras europeas y la necesidad de preservar la ``unidad nacional'' aparecen invariablemente como chivos expiatorios: jamás nuestros propios atavismos.
Por otra parte, el derecho ha sido incapaz de castigar a los culpables. En la esfera nacional, los crímenes de lesa patria suelen gozar de protección estatal, y en el ámbito internacional el enjuiciamiento de atrocidades bélicas es frustrado por la complicidad nacional y la impotencia coactiva de los tribunales internacionales.
Queda sin embargo la estéril alternativa del mea culpa colectivo: el establecimiento de ``comisiones de la verdad'', para promover la reconciliación nacional mediante la identificación de los culpables y su sometimiento al escarnio público. En México, esas comisiones son imposibles sin alternancia en el poder y pudiesen provocar enfrentamientos peligrosos. Además, serían innumerables: el 68, el jueves de Corpus, Aguas Blancas, Acteal...