El martes al mediodía hubo un acto con delegados zapatistas en la Escuela Nacional de Música. Fue muy emotivo, pues las palabras se alternaron con ese maravilloso lenguaje universal que es la música. Una profesora de esa escuela dijo, aunque con otras palabras, que en su opinión le teníamos que agradecer al gobierno sus torpezas, su sentido oligárquico de la economía, su entreguismo de la nación y su política antipopular y autoritaria, pues gracias a todo esto los gobernados, zapatistas y no zapatistas, trabajadores y empresarios honestos, estudiantes y profesores conscientes, etcétera, poco a poco entendíamos mejor que nuestro enemigo no está al lado, sino encima de nosotros, precisamente en el gobierno y a los que éste sirve.
La reflexión de esa profesora de música sintetizó, en buena medida, lo que dijimos todos los oradores, incluidos los zapatistas. Estos hablaron de la necesidad de que los gobernados nos organizáramos, pues ellos sentían que era la única forma de obligar a los poderosos, a éstos o a los que les sucedan en el gobierno, a sentir y a actuar en términos de lo que el pueblo quiere y necesita y, por lo tanto, de lo que debe ser el país, el país de todos los mexicanos.
El ambiente de este acto, a diferencia de las posiciones del poder, fue la tolerancia y el respeto a las ideas: nadie fue excluido para que tomara la palabra, como lamentablemente ocurrió en la reciente reunión del Consejo Universitario de la UNAM, cuya ''H'' de honorable sufrió, a manos de rectoría y de quienes se subordinan a ella acríticamente, daños que todos esperamos no se hagan mayores ni irreversibles.
En contraste con lo ocurrido en la Escuela Nacional de Música y en otros muchos actos en los que han participado los zapatistas en su viaje por la consulta, se perfila cada vez con mayor claridad un incremento en la intolerancia de la gente del poder respecto de quienes no lo tenemos. Pareciera que la gente del gobierno y sus eunucos intentan mantenerse en el poder al costo que sea, como si en ello les fuera la vida y hasta la salvación de su alma (si la tienen). La triquiñuela pragmática se ha vuelto el modus faciendi de nuestros gobernantes; es decir, medir las posibles consecuencias de sus actos de autoridad sin importar a quiénes se afecta. Algo así como ''palo dado ni Dios lo quita'', y no importa si se lesiona la razón o el entendimiento, o si los guerrerenses marchan a la ciudad de México, o si los trabajadores electricistas se desgañitan para defender la soberanía de México, o si el pueblo demanda respeto a los acuerdos de San Andrés y paz digna y justa en Chiapas, o si lo que sea. Lo que importa para quienes están aferrados al poder y sus privilegios es cumplir con los compromisos que el presidente Zedillo y sus empleados han establecido con el Banco Mundial, aunque el pueblo en masa les demande otra cosa. Si para llevar a cabo sus propósitos se tienen que usar triquiñuelas (cambiar de sede las reuniones, comprar votos, cambiar horarios de trabajo, quebrar empresas estatales o rescatar con fondos públicos a los banqueros o a los constructores de carreteras), eso no importa, pues la ética no es un atributo de quienes sólo están interesados en los efectos prácticos de sus actos independientemente de sus consecuencias sociales.
Los actos de poder, sin embargo, tienen su lado positivo, como dijera la maestra de música: el país se polariza cada vez más y cada vez con mayor sentido. Por un lado el gobierno federal, sus empleados incondicionales y sus publicistas a sueldo, por el otro lado el resto de la población que poco a poco cobra mayor conciencia de su situación, de quiénes son los aliados y de quiénes son los enemigos y, lo más importante, de que la organización social es fundamental para la lucha, como lo reiteran los zapatistas en su discurso. Y la lucha tendrá que darse, se está dando ya aunque todavía falte organización.