n El apando, otra vuelta n

 

n Felipe Cazals n

Escena del filme de Cazals
el apaudo En 1928, cuando tenía 14 años, José Revueltas fue puesto tras las rejas por primera vez. Más tarde estuvo preso en las islas Marías, en dos ocasiones, en 1932 y en 1934. De nuevo, en 1968, fue encarcelado en Lecumberri, pues fue señalado como ''autor intelectual" de los disturbios estudiantiles. Tenía 54 años y buena parte de su vida permaneció prisionero. Murió en 1976 y hoy su corazón aprisionado y el vuelo de sus palabras son más libres que nunca.

Durante su cautiverio en la cárcel preventiva escribió su novela corta El apando (febrero-marzo de 1969), de la cual hicimos una película en 1976. Fue una coproducción entre los trabajadores cinematográficos y Conacite Uno, filial del Banco Cinematográfico. Era una fórmula diferente y novedosa; todos aportaban una parte grande o chica de su sueldo para ayudar a financiar el costo del filme. Y así lo hicieron José Agustín, guionista; las actrices María Rojo, Delia Casanova, Ana Ofelia Murguía; los actores: Manuel Ojeda, Salvador Sánchez, José Carlos Ruiz y mis cuates de siempre, Alex Phillips Jr. ųcomo fotógrafoų, Rafael Castanedo, editor de imagen y, en esta ocasión, Tomás Pérez Turrent, convertido en actor improvisado. Los trabajadores técnicos y manuales: tramoyistas, eléctricos, vestuaristas, maquillistas y muchos más también se pusieron con su lana.

Vale la pena insistir en que los nuevos cineastas que iniciaban su carrera profesional se esforzaban en proponer una visión diferente a la de la consabida moralina del cine tradicional. Ignoraban, por supuesto, que su final y el de la industria estaban irremediablemente ligados. De esto se encargaría la presencia funesta y nunca suficientemente enjuiciada de Margarita López Portillo y su séquito de saqueadores. Como se sabe, liquidaron al cine nacional en el traspatio de los estudios Churubusco, con todo y la Cineteca Nacional. No fue un entierro glorioso, se hizo según las reglas del tarot, con muecas de fastidio y atropellos físicos que incluyeron encarcelamientos y despojos. Al cine mexicano no se lo llevó el viento, lo hundió el oráculo, la estulticia y la rapiña.

Todo esto viene a cuento por el restreno de El apando y de su negativo restaurado. La ocasión sirve para refrescar la memoria y recordar lo que pudo haber sido el renuevo de la industria del cine nacional y la continuidad de la obra de sus autores. Sin remedio, las motivaciones hormonales se impusieron y, al poco tiempo, otros verdugos oficiales remplazaron a estos cartomancianos. Estos serían todavía más ignorantes, además de deshonestos. Así, ni quien se salvará. El cine mexicano no daba para tanto sufrimiento ni para aguantar a tantos malvados. Y como bien dijo Jorge Fons: después de apaleado, cornudo.

 

Nada que averiguar ni reclamar

 

El cine de antes se había esforzado en mostrar el interior de las cárceles mexicanas como un sitio habitado por puras cebras arrepentidas, en donde su libertad dependía de la biempensante sociedad. La justicia no era completamente ciega, es cierto, pero eso sí, era siempre oportuna y muy bendecida.

Los reos no eran carroña irredenta, a lo mucho se habían extraviado por el camino equivocado. Por fortuna, las canciones de fondo nos tranquilizaban respecto de su futuro. La rivalidad por los besos de una nalgona o la envidia del éxito obtenido, cantando boleros, o una insidiosa calumnia (algo así como ser un enemigo del progreso del país) eran siempre los obligados motivos para pudrirse un rato en el frescobote. Los infelices humillados, con su trajecito a rayas, rencontrarían el buen sendero más temprano que tarde y, con ello, el obligado perdón de su sufrida madre y los favores de la gordita apetecida. Todo era cuestión de que su arrepentimiento fuese público. La moral sexenal así lo exigía y, bien escarmentados, desfilaron por Lecumberri (con todo y su gorra cuartelera a rayitas) los sobresalientes Abel Salazar, David Silva, Fernando Fernández y hasta Tin Tan; todos por la culpa de Meche Barba o de La Chula Prieto, entre otras matadoras. La confirmación de la regla se daría, con un esplendor inigualable, al final de Víctimas del pecado, momento histórico del cine nacional en que el irremediable director policiaco del ''palacio negro" le enmienda la plana a la mismísima madre Teresa de Calcuta.

No faltaron las películas en las que la reinsertación del reo en el añorado seno familiar se realizaba gracias a la solidaridad de sus compañeros de cautiverio. Resultaba que los temibles homicidas, ahí reunidos, se comportaban como quinceañeras de colegio de paga haciendo colectas para aliviar al más desamparado de todos ellos. Inclusive, en algunos momentos de solaz esparcimiento, confesaban los unos a los otros sus encomiables y frustrados proyectos de vida; cada caso rivalizaba en modestia y en desprendimiento franciscano. Con esta edificante visión del tambo y de sus pensionarios, la industria del cine se la pasó con la conciencia tranquila durante un buen rato. La cárcel del cine mexicano era un lugar más en la infinita posibilidad de sitios habitables para sus personajes recuperables. Era un recurso dramático, útil y conmovedor. A nadie se le podía ocurrir pensar en otra cosa que no fuera evitarle a su madrecita la pena de visitarlo cada semana en la jaula.

Según esto, el México de entonces era otro: un oasis en donde para ser buen ciudadano bastaba con seguir el ejemplo dado. La prueba irrefutable de ello es que nunca, en ninguna de aquellas películas, hubo un banquero preso.

Para colmo de la felicidad del respetable público, los reclusos nunca se quejaban de las autoridades corruptas del penal. Nadie se refería a las condiciones vejatorias de la vida intramuros, tampoco se mencionaban las constantes ofensas que tenían que padecer sus familiares por parte de los vigilantes y las celadoras. De alguna manera, el sistema penitenciario y sus operarios pertenecían a un mundo ajeno. Como siempre, el orden establecido era incuestionable. Nada qué averiguar, nada qué reclamar.

En ninguno de estos filmes fueron denunciados el ultraje y la barbarie como normas de vida en el interior del botellón. Nunca se le permitió vislumbrar al espectador que los reos vivían como animales y recibían trato de bestias.

 

Revueltas, develar lo siniestro

 

El cine mexicano había convertido al ''palacio negro" de Lecumberri en una cárcel de juguete. Faltaba la palabra de José Revueltas y la de José Agustín para desmentirlo. Faltaba el coraje de Revueltas y su lenguaje implacable en un relato prodigioso para develar el rostro trágico y sórdido de aquella otra sociedad siniestra, con sus códigos de deshonra, extorsionando la sangre y los centavos de todos los que habían perdido esperanza alguna. Faltaba el dolor de José Agustín, que se recordaba a sí mismo escuincle todavía y preso en Lecumberri, y refundido allá adentro con el asqueroso miedo pegado al cuerpo, sin aliento y sin reposo; consciente de que en el infame bote el joven escritor ya no era nadie.

El apando resultó ser la suma desgarradora y sin contemplaciones de estas dos interpretaciones de un mismo infierno; un infierno del cual nada queremos saber los que estamos afuera. Un espacio asfixiante en donde los vigilados, encaramados los unos sobre los otros, son sus propios cancerberos; una celda de castigo de acero, negra y repugnante, en donde hay que dormir al lado de su propia mierda, mientras los recuerdos no rebasan la mera dependencia de la droguita, único alivio para poder seguir respirando; un infierno empecinado que se suma al de afuera, a ese otro agujero que se llama la calle, poblado de otras víctimas repudiadas que se preparan para introducir un poco de droga al tabique, con el fin de meterse un pasón soñado con sus machines. Para alivianarse en serio, todos juntitos y llegarle d'unvez al desmadre grande, hasta donde llegue, pues de todos modos ya todo da lo mismo. Ya nada tiene remedio.

José Revueltas falleció en los primeros meses de 1976 sin haber visto la película. El regente de la ciudad, Octavio Sentíes, hizo lo imposible por retrasar el estreno. En julio, después de inaugurar los nuevos reclusorios, el presidente Luis Echeverría autorizó la exhibición de El apando. En agosto la estrenamos en el cine Variedades y otros más. Para septiembre y durante el desfile de las fiestas patrias, Alequito Phillips fue reconocido y perseguido a galope tendido durante más de una hora por algunos celadores del extinto ''palacio negro". Se salvó de pura leche. Ese mismo mes y en el contexto del Festival Internacional de Cine de San Sebastián, España, la eximia actriz Dolores del Río, presidenta del jurado internacional, muy alterada abandonó la sala durante la proyección de la película, alegando frente a la prensa presente que ''tenía sus buenas razones''. A tan fina dama, la escoria humana le desagradaba y nuestro cine también.

Los tiempos han cambiado, pero las cárceles siguen tapadas de presos. Otros Polonios y Albinos siguen adentro y continúan esperando una condena justa y una explicación para tolerar su miseria.

José Revueltas tenía mucha razón: la justicia es para los jodidos. En tanto que los remedos de banqueros se pasean despreocupados en sus yates embargados, los Polonios y los Albinos de siempre, amontonados en sus celdas y mirándose en silencio, piensan en lo mismo: Ƒya para qué?