Cualquier intento de aproximación a los resortes que movían el alma de Stanley Kubrick (1928-1999) no puede ser más que mera especulación. Entrevistas, declaraciones, conferencias de prensa, apariciones en programas de entretenimiento, fueron siempre ajenas al gran cineasta originario de Brooklyn y avecindado en Londres durante más de 30 años. Así, las posibles claves para descifrar a Kubrick están contenidas íntegramente en su cine, y algunas apuntan hacia una actitud muy personal respecto de la música.
En sus primeros largometrajes, Kubrick siguió una ruta musical más o menos convencional, trabajando con compositores como Gerald Fried, Alex North, Nelson Riddle y Laurie Johnson. Después, en 1968, asombró al mundo con esa obra maestra que es 2001: Odisea del espacio, que resultó al mismo tiempo una aventura audiovisual impresionante y una proposición intelectual de altos vuelos. Originalmente, Kubrick había encargado la partitura de 2001... al compositor Alex North, pero en las fases preliminares de edición utilizó como apoyo sonoro algunos trozos de música de concierto que había elegido como alternativa.
Durante ese proceso, Kubrick avanzó hacia la integración de un discurso musical muy complejo, de lecturas múltiples, y decidió finalmente quedarse con la música que había elegido, descartando la partitura de North. (Hace algunos años, el gran compositor cinematográfico Jerry Goldsmith rescató y grabó la composición original de Alex North para 2001: Odisea del espacio, que vale mucho la pena ser escuchada). Así, quienes nos hicimos cinéfilos en aquel tiempo quedamos totalmente fascinados por las inolvidables imágenes del estilizado ballet espacial acompañado por el Danubio azul, de Johann Strauss, y por la ominosa y poderosa presencia de la música de Gyrgy Ligeti que complementa algunos momentos especialmente dramáticos de la película. Pero, sin duda, el mayor impacto sonoro de 2001... está en la triple aparición de la introducción del poema sinfónico Así hablaba Zaratustra, de Richard Strauss, que gracias a Kubrick se convirtió en un sólido e improbable icono cultural.
El acierto del cineasta al utilizar este fragmento de Strauss en su filme fue doble: por una parte, en el nivel puramente sensorial, resulta que esa música y esas imágenes se complementan de manera perfecta y, por la otra, hay una compleja cadena lógica que une las disquisiciones sociales y religiosas de Zaratustra con el texto filosófico de Friedrich Nietzsche, con la historia original de Arthur C. Clarke, con el guión que Clarke y Kubrick escribieron, y con la película en su forma final. Basta recordar la cercana analogía que hay entre la forma tripartita de la película, que refleja tres etapas ascendentes del desarrollo del hombre, y el sencillo pero implacable motivo de tres notas ascendentes del Zaratustra, de Strauss, para calibrar el alcance del trabajo musical de Kubrick en esta cinta.
Después, en Naranja mecánica, Kubrick volvió a la música de concierto, esta vez para utilizarla a manera de sarcástico contrapunto a sus imágenes y su historia. Beethoven, Rossini, Elgar, Rimski-Korsakov y Purcell fueron acompañados aquí por algunas piezas populares, especialmente el tema de Cantando bajo la lluvia, para acompañar las amorales aventuras de Alex y sus droogs, reflejadas cabalmente en la amoralidad del mundo en el que viven.
Para crear la pista musical de Barry Lyndon (1975), Kubrick hizo gala de ese carácter obsesivo y perfeccionista que fue su sello inconfundible. Se hizo llevar a su casa en las afueras de Londres cuanta grabación de música del siglo XVIII existía y después de inumerables horas de exhaustiva audición, eligió una combinación de piezas de época en la que, de nuevo, destaca su peculiar intuición en los asuntos musicales. Si bien Schubert y Vivaldi no son precisamente almas gemelas, su música convive exitosamente en Barry... gracias al infalible oído de Kubrick y a su sentido para combinar sonoridades y estilos que tienen puntos de contacto más allá de las cronologías estrictas.
En El resplandor (1980), el cineasta utilizó inteligentemente trozos diversos de la música de Bartók y Penderecki para comentar la locura de su protagonista y el horror de sus actos y alucinaciones.
Stanley Kubrick no fue, ni mucho menos, el primer cineasta en utilizar la música de concierto en sus filmes. Fue, sin embargo, un gran director, riguroso, obsesivo y perfeccionista, para quien el discurso musical se convirtió en una línea argumental tan compleja e importante como el guión mismo. Mediante su cine, se abrieron los ojos y los oídos de muchos de nosotros. Gracias, señor Kubrick.