La Jornada Semanal, 7 de marzo de 1999
Una de las cosas que más se le dificultan al ciudadano de fin de milenio es pedir perdón. En forma bastante saludable, la cultura judeocristiana de la culpa y la obediencia ha perdido fuerza. Por otra parte, la psicología nos ha puesto en contacto con el inconsciente y sus necesarias reacciones: lo que antes era grosería, ahora es un lapsus. Además, corre el rumor de que los derechos humanos son tan generosos que incluyen nuestras neurosis. Los arrebatos que parecían muestras de salvajismo, se han vuelto comprensibles desfogues del hombre a quien el milenio se le viene encima.
Aunque el relajamiento de la responsabilidad tiene sesgos positivos, con demasiada frecuencia una acción vergonzosa es minimizada como un oso o un pancho. Buscar sinónimos para la pérdida de control es una forma de suavizar sus efectos. Pero lo más grave es que las víctimas -sabedoras de que el alma contemporánea es muy confusa- están predispuestas a perdonar a sus agresores. En los tiempos que corren, el protagonista de un acto ruin puede justificarse con las siguientes causas: ``Es que soy de Metepec el Alto'' (hipótesis geográfica: la rabia sin freno es una condena tan localizada que ni siquiera abarca a Metepec el Bajo); ``Es que padezco de eyaculación precoz'' (hipótesis confesional: se agravia a la víctima con un secreto que no desea conocer); ``Es que traigo muy alto el azúcar'' (hipótesis química: se enseña un ilegible diagnóstico de la culpa de glucosa). En todos estos casos, el error de conducta se convierte en una energía incontenible que se nos metió en el cuerpo. Como en las nubladas transmisiones de televisión, la gente tiene ``fallas de origen'', y para explicar sus rabietas alude a desgracias primigenias que van del lugar de nacimiento a las disfunciones fisiológicas, pasando por un caramelo mal digerido.
Habría que darle un premio cívico al valiente que se atreviera a decir: ``Me equivoqué.'' Hemos llegado a tal embrollo, que reconocer una falta y pedir el perdón correspondiente, se ha vuelto perjudicial; a la hora honesta de meter la pata, sólo los muy memoriosos o los muy desfachatados recuerdan que ``errar es humano''.
Todo esto viene a cuento porque el otro día mi amigo Chacho llegó a una reunión y, sin más preámbulo, le dijo al anfitrión:
-Estoy apenadísimo contigo: nunca te devolví tus discos de Flying Burrito Brothers. Los revendí en el tianguis del Chopo y me gasté el dinero en un viaje a Acapulco (aunque sólo llegué hasta la Vaca Negra de Iguala, que conste). Te pido una disculpa. En serio. Tenía que decírtelo.
El interlocutor se quedó como si tuviera un sándwich de triangulito en la garganta. Luego acertó a decir:
-Chacho, eso fue hace 25 años.
-No importa, los errores son los errores -dijo un hombre dispuesto a incriminarse con la mejor de las sonrisas.
A continuación, Chacho le pidió disculpas a Yola por ``haberle faltado al respeto'' en una tómbola de 1972 (por desgracia nos ahorró las circunstancias), a Felipe Gutiérrez por no haber votado por él en una reunión de consejo académico, a las gemelas Yuste por haber cortejado a las dos sin querer a ninguna, al Flaco Méndez porque salieron juntos de una fiesta y él no hizo nada para impedir que manejara borracho: el Flaco se volteó en el Periférico y ahora tiene la cara cruzada por una cicatriz en zigzag, como un villano de Batman.
Para usar una expresión de novela del XIX (cuando aún se pedían disculpas), ``los comensales no salíamos de nuestro asombro''. Chacho incluso se inculpó de unos mariscos podridos a los que les puso mucha catsup cuando fuimos de campamento a Mihuatlán, para ver el eclipse. Hay que decir que hasta ese momento, nuestro amigo había sido un campeón de la evasiva. Si insultaba a un congénere, decía: ``tuvimos un diferendo''; si se equivocaba por escrito, ``hubo una errata en mi texto''; si dejaba plantado a alguien, ``fue un malentendido''.
¿Qué oscura transformación había ocurrido para pedir tantas disculpas a destiempo? La misma persona a la que no se le podía reprochar nada sin que se nos recordara que su padre lo metió de niño en la Militarizada México y que nació ahorcado con el cordón umbilical, ahora aceptaba una vida de prevaricación.
-Está en el paso 6 -me explicó Jacinto, que siempre sabe algo más que los otros.
Puse la cara de incomprensión que él deseaba para explicar con parsimonia:
-Entró a Alcohólicos Anónimos. El paso 6 consiste en pedirle perdón a todas las personas que has ofendido.
Jacinto no sabía si el decreto sólo amparaba a los agredidos durante la ingestión de alcohol. En todo caso, los demás convidados a la fiesta recordamos las numerosas fechorías de Chacho que habíamos soportado porque, a pesar de ellas, era un estupendo amigo. Yo me acordé del día en que me invitó a una fiesta de ``disfraces históricos'' y fui el único que llegó en traje de época. Salí del elevador a un cuarto de piso de la colonia Narvarte, vestido como Cristóbal Colón, y me vi rodeado de ropas de mezclilla y terlenka, 500 años posteriores a mi atuendo.
El paso 6 me pareció digno de implantarse como una obligación periódica de sobrios y borrachos. Esperé que Chacho se disculpara conmigo, pero me esquivó con una amabilidad que juzgué calculada. Entonces le pregunté a Jacinto si el paso 6 admitía solicitudes de los agraviados. ``El debe tomar la iniciativa'', me informó con molesta pericia.
Después de dos semanas de incertidumbre me encontré a Chacho en casa del Flaco. No resistí la tentación y le recordé la broma que me hizo subir a un pesero vestido de Colón: ``¿Todavía te acuerdas de ese equívoco?'', me preguntó. Sólo entonces advertí que tenía un whisky en la mano.