La Jornada Semanal, 7 de marzo de 1999



Enrique Semo

Millennium

1929 y la expulsión de los mexicanos residentes en los Estados Unidos

La crisis de 1929 golpeó en forma especialmente brutal a la comunidad mexicana de los Estados Unidos. Según relata Mercedes Corona en su libro Los mexicanos que devolvió la crisis 1929-1932, las ramas en las cuales trabajan los mexicanos se vieron afectadas de inmediato. La drástica contracción de la producción agrícola perjudicó al 70% de ellos y otro 15% sufrió sus efectos en la construcción y la metalurgia. La quiebra masiva de los pequeños comercios y empresas de servicios, hizo el resto.

Entre los años 1929 y 1939, alrededor de un millón de personas se vieron obligadas a abandonar ese país y regresar a sus lugares de origen en condiciones muy precarias.

La masificación del desempleo en el país del norte se vio acompañada de una persistente campaña antimexicana. La provocación, el hostigamiento y la provisión de fondos para la expatriación completaron la obra del paro masivo, empujando a 400,000 mexicanos y a sus hijos, frecuentemente nacidos en los Estados Unidos, a abandonar el país. Los afectados no sólo fueron inmigrantes recientes, sino también personas que habían residido durante muchos años en ese país o incluso habían nacido en él y cuyo idioma principal era el inglés.

Para confirmar que la política migratoria de los Estados Unidos obedece exclusivamente a sus necesidades económicas, apenas se volvió al pleno empleo -con la segunda guerra mundial- sus puertas se abrieron de nuevo a los trabajadores mexicanos. Se firmó un acuerdo entre los dos países para la entrada de braceros y se puso en marcha un vasto plan de permisos y visas de duración variada.

La historia del gran éxodo apenas está comenzando a ser estudiada. Aparte del libro ya citado, debe citarse a Abraham Hoffman con su Unwanted Mexican Americans in the Great Depression y a F.E. Balderrama y R. Rodríguez, Decade of Betrayal, pero queda mucho terreno por cubrir en ese gigantesco drama

Algunos meses después del crack en Wall Street en octubre de 1929, comenzaron ya a notarse movimientos inusitados en la frontera entre México y los Estados Unidos. Los cónsules norteamericanos de la zona fronteriza reportan la presencia de numerosos repatriados que se dirigían a la frontera desde diversas partes de la Unión con sus pertenencias que en algunos casos incluían vehículos automotrices y muebles.

Ya antes de 1929 se habían tomado medidas para frenar la inmigración desde el sur y el racismo antimexicano estaba en ascenso. Por eso cuando los primeros efectos de la crisis se dejaron sentir, los residentes más previsores iniciaron el éxodo. Frustrados en su anhelo de un buen sentido, perdida la esperanza de un futuro mejor, comenzaron a cruzar la frontera en medio de la indiferencia de los medios y la opinión pública. Si a eso se suma que cundió el rumor de que el gobierno mexicano estaba pagando los pasajes de ferrocarril, creando colonias agrícolas para repatriados y dando facilidades para la compra de tierras con los ahorros hechos en los Estados Unidos, se comprenderá el rápido crecimiento del flujo migratorio.

Ya en diciembre de 1929 unos 5,000 mexicanos se reunieron en San Antonio, Texas para iniciar el regreso en caravana. Un año más tarde, en enero de 1931, el cónsul en Nuevo Laredo, R.F. Boyce reportaba que el número de mexicanos que cruzaba la frontera hacia el sur seguía creciendo. Venían de varios estados y muchos evitaban registrarse en el consulado, probablemente porque carecían de papeles. Otros, en cambio, habían residido muchos años en los Estados Unidos. ``Casi todos -escribía el cónsul en el informe- habían estado desocupados durante varios meses y estaban regresando porque no veían señales de mejoría en el futuro inmediato.''

Para los cientos de miles que no optaron por esa vía a tiempo, las condiciones empeoraron rápidamente. El Departamento de Inmigración de la Secretaría del Trabajo del gobierno de los Estados Unidos inició una vigorosa campaña contra los extranjeros ilegales dirigida directamente contra las personas de origen mexicano (concepto ambiguo que incluía a personas nacidas en el país). William Doak, nuevo secretario de trabajo en el gobierno de Hoover, propuso expulsar a todos los extranjeros ilegales para crear unos 100,000 trabajos para los norteamericanos desocupados. Una intensa campaña en la prensa apoyó las acciones cada vez más amplias de los agentes de migración.

Algunas voces de protesta se dejaron oír en el Congreso y en la prensa progresista, pero fueron ahogadas por una opinión pública cada vez más inclinada al racismo. La idea de que la desocupación tenía por origen la proliferación de extranjeros perniciosos que ocupaban los lugares de los buenos norteamericanos, recorre como hilo rojo toda la década de la gran depresión. En algunas regiones de densa población mexicana, los raids y razzias tomaron un carácter masivo. En el Condado de Los Angeles, entre el 11 y el 21 de febrero de 1931 fueron interrogadas entre 3,000 y 4,000 personas con apariencia extranjera. 110 mexicanos fueron deportados y 159 decidieron regresar voluntariamente. En los mismos días se pusieron en marcha varios programas de beneficiencia para pagar los gastos de viaje a los mexicanos que estuvieran dispuestos a repatriarse voluntariamente. Se organizaron trenes especiales y unas 10,000 personas, hombres, mujeres y niños se acogieron a ellos. Estas campañas de hostigamiento ayudaron a crear el ambiente que motivó a muchos mexicanos a dejar el país aun antes de sufrir los efectos de la desocupación.

En los consulados mexicanos se acumulaban las solicitudes de ayuda de los repatriados. Algunos cónsules estimulaban abiertamente la repatriación y otros dirigían a la Secretaría de Relaciones Exteriores informes voluminosos en los cuales se pintaba con colores vivos los sufrimientos y vejaciones a los que eran sometidos los connacionales pidiendo ayuda para ellos. No faltaron casos en los cuales los cónsules mexicanos presionaronÊa las compañías a cumplir cláusulas de los contratos que los obligaban a pagar los gastos de repatriación estipulados en los contratos o incluso a hacerlo cuando éstas no existían.

También hubo actos de solidaridad provenientes de otros sectores. El capitán del buque petrolero El Aguila, al ver la situación de sus paisanos en Nueva York, aceptó transportarlos cobrándoles sólo 10 pesos para cubrir los gastos de alimentación durante la travesía. Los reglamentos de policía de los puertos prohibían a los buques tanque llevar pasajeros porque no llevaban las instalaciones para ello, pero al ver las condiciones de los repatriados, las autoridades autorizaron la operación. Una empresa de aviación de propiedad mexico-norteamericana, ofreció sus asientos disponibles gratis para los expatriados. La Secretaría de Hacienda amplió los permisos de importación para que los repatriados pudieran introducir sus vehículos, instrumentos de trabajo e incluso sus casas móviles desarmadas. A mediados de 1931, el presidente Pascual Ortiz Rubio invitó a los mexicanos residentes en los Estados Unidos a regresar para reconstruir los daños materiales de la guerra civil y para facilitar el proceso, suprimió los pagos de documentación en los consulados, asestando un golpe al coyotaje que se encontraba en su apogeo.

Un signo de las diferencias en la situación de los dos países durante la Gran Depresión fue la política del gobierno mexicano hacia los repatriados. La posición oficial fue de cordial bienvenida. Aun cuando los hechos no siempre estuvieron a la altura de las palabras. Con una población de unos veinte millones de habitantes, el partido gobernante veía en ello la posibilidad de poblar regiones estratégicas. Las capacidades adquiridas durante prolongadas estancias en uno de los países más avanzados del mundo iban a ser un impulso al desarrollo de la industria y la clase media. Se esperaba establecerlos en las zonas fijadas, aviarlos con créditos, semillas y animales de tiro y eximirlos de cualquier pago en el primer año de colonización.

Las promesas y el buen trato tuvieron sus efectos y muchos de los que regresaban cambiaron el objeto de sus esperanzas: el norte en crisis cedió el lugar a la patria. En Brawley California se formó una sociedad mutualista que se bautizó con el nombre Vanguardia de Colonización Proletaria. Según un artículo publicado en Excélsior en abril de 1930, la organización declaraba tener 40,000 miembros y pensaba crecer rápidamente. Se proponía juntar de 12 a 15 millones de dólares en unos cinco meses para financiar el regreso a la madre patria y establecer industrias. Por otro lado, un mexicano de Texas, Villarreal Muñoz pidió al presidente de los Estados Unidos intervenir todos los fondos mexicanos para usar el dinero para establecer a un millón de repatriados en colonias agrícolas. La Comisión Nacional de Irrigación publicó un extenso documento en el cual se establecían con gran detalle las condiciones y derechos de los futuros colonizadores que se establecerían de acuerdo a un contrato favorable a sus intereses pero que debía mantener alejados a los aventureros.

La verdad es que sólo algunos de esos planes se llevaron a cabo y la suerte de los repatriados no fue precisamente bonancible. Algunas de las nuevas colonias tuvieron éxito y otras fracasaron. Algunos de los que regresaron se adaptaron a la nueva realidad y otros descubrieron que sus raíces estaban en los Estados Unidos, pero su impacto en la sociedad mexicana fue, como veremos en un próximo artículo, profundo.