La Jornada Semanal, 7 de marzo de 1999



S. Espinosa de los Monteros

El viajero de sí mismo

Icaza ``es un viajero de sí mismo'', nos dice Santiago Espinosa de los Monteros en este ensayo en el que nos propone una nueva perspectiva para observar y admirar la obra de Francisco Icaza, miembro de la llamada ``generación de Ruptura'' y artista personalísimo, ausente de las galerías por diez años y ahora retornando con nuevas visiones.

Una de las figuras más representativas de la generación de Ruptura, Francisco Icaza, ha relegado su silencio de más de diez años con una gran exposición individual en el Museo de Arte Moderno. Se trata de una reunión de 47 piezas al óleo bajo el contundente título de ``Pintura''. Lilia Carrillo, Manuel Felguérez, Vicente Rojo y Gabriel Ramírez, por mencionar algunos de los integrantes de esa generación, son los protagonistas del rompimiento con la llamada Escuela Mexicana de Pintura. Francisco Icaza, una suerte de outsider incluso dentro de su propia generación, es también uno de los fundadores del ya legendario Salón Independiente.

El trabajo de Icaza es el de un gran esforzado por ver y plasmar en sus telas esa nueva forma de enfrentarse a una realidad en ocasiones bastante obvia en sus referencias pero críptica en su resolución. Cuando Francisco Icaza habla de que la obra que ha realizado en realidad es una suerte de camino hacia el volver a ser nómada, se refiere a que desde 1968 su trayectoria ha estado marcada como hijo de diplomático en una primera etapa de su vida, y como pasajero autónomo y contumaz después, por los viajes y las largas estancias en diferentes países.

Junto con otras dos grandes exposiciones individuales (una de Tomás Parra y otra de Bruno Widman), así como de una importante colectiva de pintura italiana de la entreguerra, el Museo de Arte Moderno, una de las columnas más importantes de la difusión de la pintura contemporánea en México, parecería estar apostando al regreso de la pintura en su sentido más primario. El título de la exposición de Francisco Icaza, ``Pintura'', no es arbitrario. Conlleva una vuelta a la tuerca de la historia del arte de este siglo, como si al final del milenio hubiera una secreta intensión por volver, al menos en su calidad formal, a los orígenes de arte de fines del siglo pasado.

Trabajos de pequeño y mediano formato parecerían las páginas de un libro que nos va contando una historia que, aunque deshilvanada, da cuenta de las andanzas de Icaza por el mundo y de sus preocupaciones visuales. Hay una fascinación especial por Africa y lo africano, por los ritmos y por las formas expresivas tribales. Una de las preocupaciones de este pintor es contar, decir, relatar sin caer en la facilidad narrativa. Cuadro a cuadro nos refiere, como si recorrer la muestra fuera viajar con él por los sitios de su preferencia personal (desde un restaurante chino hasta el mar, pasando por un museo, una ventana con un paisaje nevado o la danza incansable de las esfinges), a manera de páginas de un libro deshojado, qué le atrae y qué le repulsa de toda esa vastedad que le incumbe.

Las referencias literarias y la presencia de autores que a Icaza le competen como creador son frecuentes y numerosas. Muchos de sus cuadros, por ejemplo, llevan el nombre de ``Africa,Êcultura del ritmo'', cuya referencia directa más cercana son los textos de Leopoldo Sedar Senghor, quien sostenía en su libro Africa, la negritud que las tribus se advertían unas a otras por medio de tambores cómo era la persona que las iba a visitar y describían con su toque la forma de andar y el ritmo de movimientos del forastero con tal precisión, que cuando los fuereños llegaban a sus destinos, quienes los recibían tenían ya una descripción muy precisa de cómo era el visitante y cuáles eran sus rasgos fundamentales.

Así como entre las tribus el ritmo es fundamental para el conocimiento de el otro, creo también que los pintores se descubren de cuerpo y alma en esa otra rítmica que es la visual; si enviáramos obras a grupos que requieren conocer cómo es su nuevo visitante, bien sabrían figurárselo con sólo ver su pintura. De ella extraerían datos como qué tan grande es, qué tanto mueve sus brazos, cómo mira, qué describe y qué oculta, qué le interesa contar y cómo lo ha expresado, qué tan fuerte es y con qué bravura o tibieza aplica la pintura sobre la tela. Icaza está retratado entero en sus cuadros. Sus miedos, sus arrojos, sus intimidades y hasta su andar son reconocibles en las telas del Museo de Arte Moderno.

Icaza es uno de los artistas que, en parte por el silencio de casi diez años en que estuvo alejado de museos y galerías (su última exposición individual fue en 1991), es casi desconocido para las nuevas generaciones de creadores que ahora han encontrado en él a un pintor lleno de vitalidad y coraje. Intenso y apasionado, ha sabido mudarse de un estilo que lo había encasillado y dio el brinco a trabajos que incluso a los antiguos seguidores de su obra han sorprendido. Aquellas piezas llenas de personajes, aves, reptiles, casas junto al mar y barcas que nunca llegaban a su destino, han desaparecido para dar paso a lo que Manuel Centeno Bañuelos, actual subdirector del Museo de Arte Moderno, considera que es un paso del ``figurativismo-neoabstraccionismo'' a un ``posmodernismo puesto en crisis''.

Digamos que es un viajero de sí mismo. Va y viene por su propia vida como por el mundo que él escoge cuándo y cómo compartir con los demás. Cualquiera que sea el rumbo que tome Francisco Icaza, y sin importar si su siguiente muestra es el próximo año o dentro de diez, ``Pintura'' es una de las exposiciones capitales no sólo de su generación sino de los creadores vigentes que conservan una vena crítica hacia su propio trabajo.

Cero nivel de autocomplacencia y una vocación de riesgo no controlado le permiten cambiar el estilo y la intensión de su propuesta visual sin temor a perder mercado, adeptos o escritores de cabecera. En sus etapas anteriores y en la que hoy nos ocupa, encontramos que ha permanecido en él la honestidad intelectual como artista visual y una vena cada vez más atípica que es la del creador que vive y trabaja a contrapelo de un sistema con modos de relación y subsistencia cada vez más sofisticados y más alejados de lo que es, en escrito, la disciplina de trabajo en la creación plástica.