La Jornada Semanal, 7 de marzo de 1999



Eduardo Milán

TERCERA COLUMNA

La poesía latinoamericana del siglo xx

Si se piensa en un cierto caos en el panorama de la poesía latinoamericana del siglo se pensará con certeza. Una poesía nacida al mundo, al mundo de los lenguajes generales y totales, únicos, proyectivos y propositivos, o sea, todo lo representado bajo ese rótulo llamado vanguardias y bajo ese rótulo, un emblema que nos permitió, como continente, ingresar al libre juego universal con derecho a práctica igualitaria, no podía más que, levantado el telón de la ilusión teológica, encontrarse en una imprecisa realidad de no saber hacia dónde inclinarse. Por supuesto que la poesía latinoamericana había nacido antes con el modernismo, una ambición también universalizante, homologable en sus vivencias a la de un parisino culto. Un nicaragüense de fines del siglo pasado era igual que un poeta francés de la misma época, siempre y cuando pudiera suscribir un cierto estado espiritual. Darío -en este caso el nicaragüense homologado- fue un buen francés espiritual, salvo que Darío sabía -no exactamente, no de manera puntual ni programática- sobre qué piso escribía, sobre qué inestabilidad. Esta certeza la deja clara el poeta nicaragüense en las ``Palabras liminares'' de Prosas Profanas (1896). Devoto del pasado preshipánico y del Siglo de Oro español, fascinado por Whitman pero marcando diferencias (``lo demás es tuyo, demócrata Walt Whitman''), Darío da una lección de inestabilidad en cuanto al lugar de su escritura, pero no miente. Termina con esa ya mítica tautología lírica, especie de grito identificatorio del eje romanticismo-modernismo: ``mi poesía es mía en mí'', dice, para acabar con dioses y con dudas.

Sin embargo, sólo alguien con una conciencia profunda del incierto lugar desde donde habla puede escribir ``Sonatina'', una fantasía propia de un imaginario infantil, sin avergonzarse demasiado, y, al mismo tiempo, criticar duramente la razón utópico-dominante de los Estados Unidos. Ni con esta convicción pendular pudo Darío convencer al filósofo uruguayo José Enrique Rodó, que, sin titubear pero ensalzándolo, dictaminó para la crítica literaria venidera: ``no es el poeta de América''. Descartada toda mala leche en el caso de Rodó -cuyo sentido del humor no era todavía moderno-, no hay por qué atribuirle un deseo de filiación francesa a Darío. Rodó imaginaría seguramente a algún Neruda del Canto General como verdadero depositario de esa nueva voz única, inconfundible, por la que pasaría al aliento americano. Pero Neruda, al contrario de Darío, en su famoso poema panamericano se remite básicamente a la dimensión mítico-simbólica de nuestros pueblos. Convencido de que el padecimiento humillante de siglos es condición inequívoca de victoria, apuesta la totalidad de su potencia al futuro. El pasado no se opone al futuro por la ausencia de mediación ``moderna'' sino que, casi como por el recurso de la ola, es un tiempo que en su propio movimiento posee la condición del porvenir. La razón poética, si es que eso existe, sería de Darío por la inscripción de incertidumbre de su poesía, en su lenguaje pendular y titubeante en cuanto a su nivel temático y posicional. Darío es siempre realista en relación a su lugar. Neruda, por su parte, olvida en el Canto General lo que sabía en sus residencias, especialmente lo relativo a la transitoriedad del lugar poético.

La telelogía nerudiana tiene la misma ambición, en términos temáticos, de universalidad que manifiestan las vanguardias latinoamericanas en términos formales. En vez de expandir fragmentos de formas, Neruda expande motivos, tópicos, ideas. Pero ya no contagia al lector de la territorialidad de las residencias, donde el trabajo material con el lenguaje era una condición de sobrevivencia -más que de residencia- en suelo latinoamericano. Parecería que la lección que dejó Neruda -de manera involuntaria- no fue suficientemente aprendida en el curso de los acontecimientos poéticos siguientes: la de que escribir poesía en tierras donde la libertad es un continuo desplazamiento exige una singular adherencia a la materia poética para que ese lugar tan anhelado -ese lugar de todos- pueda empezar a reconocerse en sí mismo, en ese lugar que lo canta.