La Jornada Semanal, 7 de marzo de 1999
Francisco Villa es la figura histórica más narrada de México. Nadie ha sido protagonista y personaje de tantas novelas, cuentos, biografías, crónicas y memorias como él. El hecho de que ninguna otra figura revolucionaria -vencedora o derrotada- haya ocupado la imaginación artística y la memoria narrativa en forma tan poderosa es uno de los misterios menos interrogados de la cultura mexicana. En este siglo, a partir de Villa y de los villistas se ha podido formar toda una literatura nacional.
Una crítica cultural maniquea y dominante ha impuesto una imagen de la literatura nacional en la cual se establece una línea de continuidad exclusiva que va del modernismo y el Ateneo a los contemporáneos y a Octavio paz. Pero es imposible entender la narrativa mexicana de este siglo, incluyendo a José Revueltas, a Juan Rulfo, a Carlos Fuentes, sin la presencia de Rafael F. Muñoz y de Nellie Campobello. Y la calidad magistral de estos dos escritores se debe en gran medida a su enfrentamiento singular con la figura de Pancho Villa.
Ante la singularidad de éste, la sensibilidad y la prosa de aquellos artistas recurrió a una sobriedad de recursos estilísticos que era desconocida en la literatura mexicana (sólo comparable entonces, los años 30 y 40, al rigor narrativo de los ecuatorianos). Frente al estilo desgarrado, relampagueante, elíptico de Nellie Campobello en Cartucho, incluso el estilo ``clásico'' de Martín Luis Guzmán en La sombra del caudillo suena a ratos ampuloso y vacío.
Desde la conquista, mientras el pensamiento de los criollos mexicanos se ha dedicado a perpetuar el mito de México como país privilegiado por su cultura indígena (y tanto que la Virgen no ha hecho nada semejante con otra nación), el sistema económico y social perpetuado por los mismos criollos se ha encargado de oprimir a los indios de las maneras más indignas e hipócritas posibles. Fundado como resultado de una lucha racial, México sigue dividido racialmente. En lugar de la clasificación rígida de las castas que se podía recitar como tabla de multiplicar (blanco con india, mestizo; blanco con negra, mulato... etcétera) se prefiere ahora las imprecisas categorías morales (ladino, lépero, naco...). La división ha estado presente siempre, y siempre ha sido insalvable. Por aquí y por allá aparecen proyectos de esperanza, de la esperanza de acabar con los indios o de ``civilizarlos'' hasta tal punto que dejen de ser indios. El más viejo, el más imprevisible y no el menos cruel de esos proyectos ha sido el del mestizaje. En los momentos claves de la historia de México, sin embargo, siempre regresa la división, el abismo racial, y México se convierte de nuevo, como en el principio, en un país doble.
Dado el dominio de la perspectiva europea y, por derivación, de la criolla, es imposible establecer en ese abismo una doble ``visión''. No hay igualdad de condiciones, no hay equilibrio entre los dos lados del abismo. Entonces el discurso ``mexicano'' aparece teñido con los tonos de la pesadilla de los criollos, en la cual éstos no se ven como parte de una dualidad, sino como los ocupantes vivos de un cementerio donde los muertos no son suyos.
Con esta problemática bien arraigada, no es raro que, después de la revolución, los vencedores se apresuraran a rescatar a Emiliano Zapata, derrotado y todo. Lo necesitaban, por indígena, para el nuevo proyecto nacional: unidad, concordia, reconciliación, eran las consignas de Obregón a principios de los 20. Se rescataron de nuevo todos los signos indígenas, al mismo tiempo que todosÊlos proyectos contemplaban la destrucción literal de los indios como etnias, culturas, puntos de vista diferentes.
El pensamiento mexicano de la posrevolución sólo hablaba de mestizaje cuando la mezcla podía prometer que los indios habían desaparecido y que la cultura europea se había perpetuado. Ese era el mito de ``la raza cósmica'' y del ``espíritu que hablará por mi raza'' de Vasconcelos.
Para el ``mexicanismo'' de los años 20 y 30, la revolución había planteado sólo un problema, el problema racial, el cual exigía la solución final de desindianizar al indio e incorporarlo al proyecto nacional.
En estas discusiones, en estos proyectos, no cabía Villa ni sus vaqueros (y mineros y ferrocarrileros...). El tema de la raza en Villa no era de ninguna manera dominante. De hecho, ni siquiera la historia decisiva de la lucha contra los ``bárbaros'' sucedida enla región norteña provocó que Villa fuera identificado como racialmente opuesto a lo indígena. Quizá porque los ``bárbaros'' apaches no cabían tampoco en la imagen del indio domesticada por el pensamiento criollo.
Incompensible, Zapata pertenecía a la dialéctica y a la historia necesarias de la nacionalidad. Inadmisible, Villa no tenía lugar o, mejor dicho, estaba en todos lados y en ninguno. Por primera vez en la historia de México adquirían una importancia política nacional y un poder militar inusitado hombres que carecían de un lugar definido en la estructura social, geográfica, política, Villa y sus villistas no estaban en ninguna de las dos riberas del abismo racial, eran del abismo. Por primera vez, con toda la fuerza de su independencia moral, ideológica, militar, se presentaban como rivales insoslayables hombres que no tenían historia, que no tenían nombre, que no compartían los mitos del centralismo y del nacionalismo demagógicos. Estos personajes no eran nuevos, siempre habían estado allí, al margen, merodeando por las orillas de la historia: aparecían ya en la crónica de Sigüenza y Góngora del ``alboroto y motín de los indios de México'' de 1692; pero significativamente su presencia no era decisiva, sólo amenazante.
Se dice que en México el siglo XIX terminó en 1910, que Villa fue la culminación del caudillo decimonónico: todo eso puede ser cierto y, dejado así, también irrelevante. ¿Qué dicen realmente sobre Villa esas afirmaciones? No dicen nada de su singularidad. En cambio, los hechos villistas siempre están diciendo que él y los suyos tenían una manera muy propia de desmontar ese gran recurso ideológico de las oligarquías latinoamericanas de la oposición entre civilización y barbarie.
Esta antítesis fue perennemente acuñada por el argentino Domingo Sarmiento en 1845 para definir la guerra civil de su país entre los europeizantes como él y los gauchos ``salvajes''.
Los rasgos centrales de la exposición de Sarmiento eran: Primero, la obviedad de los términos antitéticos. Ninguna necesidad había de definir civilización, ni barbarie, pues todo el mundo (es decir, todo el mundo que se consideraba civilizado) sabía lo que significaban. Quien no lo supiera se definía automáticamente como bárbaro. Segundo, no había ningún compromiso posible, los términos eran entidades que no admitían ninguna síntesis. La oposición era radical, y en la nación sólo había lugar para uno de ellos.
Cuando Sarmiento presentaba a su protagonista, el caudillo Facundo Quiroga, describía sobre todo sus rasgos morales, mejor dicho, su profunda amoralidad, su radical inmoralidad: Facundo, decía Sarmiento, era un ignorante y además no creía en nada. El objeto de señalar estas dos ``cualidades'' no era el de definir la barbarie sino el de ofrecer la razón central para una declaración de guerra: éstos que ignoran los conocimientos de la civilización europea y que no creen en los beneficios del progreso no tienen salvación. Es imposible redimir a quien se presenta, no como alguien que duda, sino como alguien que se niega a pensar igual que todos los que, como nosotros, los civilizados, en verdad pensamos.
Los parecidos del norte de México con la pampa argentina no son pocos. Y sus diferencias son muchas. Pero si alguna semejanza se puede establecer entre el argentino Facundo y Pancho Villa, la menos importante es que sean caudillos decimonónicos. En cambio, es vital señalar cómo esos caudillos introducen en la historia valores que rompen con los esquemas políticos que las oligarquías en México y Argentina han querido imponer con una violencia no menor que la de esos personajes tan vituperados. Y al introducir esos valores muestran -no como personajes momificados del pasado sino como encarnaciones vivas de nuestro presente y nuestro futuro- que la natural dicotomía entre civilización y barbarie es sólo un espejismo muy útil de las oligarquías para mantener sus privilegios y su completa incapacidad para asumir un auténtico proyecto nacional.
Las afectividades como la lealtad, la crueldad, la ternura, la solidaridad, la terquedad, el desinterés, la clarividencia, la ignorancia e indiferencia de ``la política'', la sobrevivencia son las aportaciones más importantes de Villa a la historia. Para sus enemigos, estas afectividades ofrecen precisamente los argumentos para acusarlo de inmoral y para ocultar los temas importantes condenándolo por ``inhumano'': era un animal, era como tigre, tenía ojos de fiera... Descalificándolo moralmente, sus enemigos evitan la necesidad de enfrentarse a una discusión sobre las bases mismas de lo social, las bases mismas de la convivencia, los fundamentos de la arrogancia de las ``clases superiores'' o sólo de las ``decentes''.
De esa manera, también se pueden invertir los términos: se presenta entonces la violencia política de la oligarquía como medidas civilizadas para imponer ``el orden'', se juzga la impunidad de sus atrocidades como necesaria para salvar la integridad del Estado, se traducen las campañas de exterminio físico, moral y cultural como obras de caridad en favor de la nación, del progreso y del bienestar común. Y, por supuesto, la política se convierte en el ejercicio del ``conocimiento'' social, de la voluntad del ``pueblo'', aunque en la práctica consista en la indignación de los mejores medios de opresión y represión.
Villa mataba porque era animal y carnicero, Obregón masacraba yaquis porque era un militar astuto; Villa era condescendiente con los gringos porque no tenía ideas, Obregón daba concesiones serviles a la Casa Blanca porque tenía un gran sentido de comerciante; Villa no quería el poder porque era un ignorante y carecía por naturaleza de una visión nacional, Obregón quería ser presidente a fuerza porque era un gran político. Por eso, Villa, según Enrique Krauze, tenía ``una relación puramente irracional con la muerte -la de los otros, más que la suya-''; mientras Obregón ``parecía haber concertado desde el principio un doloroso pacto con ella''. Para el discurso de las buenas conciencias, los esquemas son muy fáciles: Villa, además de asesino, era cobarde; Obregón, además de víctima, era romántico.
Los ejemplos son infinitos y, mientras no cuestionen al discurso ``civilizado'', seguirán siendo previsibles, esquemáticos, tautológicos y algunos hasta risibles. Aunque todo, por supuesto, esté inscrito no en la lógica de la veracidad sino en el interés del convencimiento. Es obvio que la historia -la actuación de los hombres y la crónica de esa actuación- se define por la guerra, y que en la guerra todo se vale. Los juicios de los historiadores ``civilizados'' sobre Villa no sólo defienden valores morales, también practican el proselitismo y con ese fin hasta tergiversar los hechos se vuelve necesario. Cuando se habla de que Villa tenía una relación irracional con la muerte `` -la de los otros, más que la suya-'', se está obviamente deformando toda la vida de Villa y ridiculizando la misma afirmación sobre su ``irracionalidad''.
Por supuesto, de eso se trata, de eso se ha tratado siempre: de enjuiciar y condenar estas figuras recurriendo a los argumentos más ``naturales''; y, si no es suficiente, ignorarlos y ridiculizarlos.
Pero la figura de Villa seguirá insistiendo, porque Villa no sólo fue el surgimiento de los márgenes de la historia mexicana sino también el anuncio de que esos márgenes no dejarían de reclamar su lugar en cualquier proyecto de nación que en verdad se pretendiera nacional.
En efecto, una de las características más notables y más inabarcables de Villa es la forma en que su vida parece condensar y reflejar al mismo tiempo las actitudes más secretas y entrañables de la historia de México: su espíritu y sus tácticas de supervivencia sacadas de la vida vivida bajo la ley fuga y bajo la lucha contra los apaches; su relación de atracción y repulsión con los Estados Unidos (le atraía la ``modernidad'' del otro lado, necesitaba su tecnología militar, resentía el comportamiento de Wilson como una ingratitud personal y no como una razón de Estado, expresaba un instinto de venganza bien soterrado por la invasión del '47); la fundación de un ejército sobre la confianza de sus soldados y su capacidad de darles a éstos una razón para vivir y para morir, y una dignidad propia que no venía del reconocimiento de nadie sino de ellos mismos entre sí (si se dejaban matar por Villa era también porque morir ante sus compañeros era su forma de hacer una decisión libre sobre sus vidas, quizá la única que habían podido hacer después de una vida de opresión: esto era muchísimo más de lo que les daban generales como Pablo González a sus soldados mientras los mandaban con frecuencia a la muerte con planes de batalla estúpidos e irresponsables); la imagen de un individuo en constante creación, la imagen de un individuo frágil porque no descansa en instituciones burocráticas o comerciales, pero profunda porque descansa en la fe inquebrantable de sus seguidores, un individuo que cuestiona los valores tradicionales en la sociabilidad; la utopía de una comunidad fraternal dispersa en núcleos llamados colonias militares y unida por el reconocimiento de una tradición común.
Para la historia mecanicista (que sólo acepta datos y fechas y suposiciones en los vacíos ineludibles entre los hechos) y para la historia ``interpretativa'' (que prescinde descaradamente de los hechos por atribución de su autoridad racional y que, iniciada en los años 20, tuvo su culminación en la segunda parte de El laberinto de la soledad de Octavio Paz) los temas anteriores no son, por supuesto, pertinentes. Entre estos dos tipos dominantes de historia en México, la primera por lo menos ha tenido la virtud de volver accesibles los cúmulos de información, en un país donde el poder supremo parece haberse atribuido el mandato de suprimirla. Aun así, negarse a discutir temas tan especulativos como la individualidad de Villa, como su sentido del tiempo y del espacio, como su relación conflictiva con la historia y la imagen de México etcétera... seguirá alimentando la falacia de aquella oposición civilización/barbarie (en el caso específico de Villa, la anunciada biografía escrita por Friedrich Katz, titulada Pancho Villa, sin duda cambiará muchísimas cosas).
Con insuficiencia o no del discurso histórico, escritores como Nellie Campobello y Rafael F. Muñoz supieron percibir la originalidad villista. La autenticidad de su percepción tiene una doble prueba: ofrecen una imagen profunda del personaje, que permite entender la enorme complejidad de sus vivencias y acontecimientos; y, a su vez, escriben y conciben sus narraciones con tanta intensidad que, afortunadamente, colocan a nuestra lectura en una feliz indecisión artística.
Dicho todo esto, Villa, sin duda alguna, es mucho más: es más que la imagen prejuiciada de los ``civilizados'', mucho más que la imagen casi inaprensible del individuo siempre en fuga, del ``bárbaro''... Estas especulaciones que pretenden reivindicar su singularidad se refieren exclusivamente a parte de su vida pública: más o menos entre 1910 y 1920... Pero está también la hasta ahora poco conocida vida prerevolucionaria (la biografía de Katz cambiará sin duda esto); y luego la vida sedentaria, desde 1920 hasta su muerte, tres años después.
Y es mucho más: porque ofrecer una contra-imagen no resuelve nada, si en verdad se busca romper con los maniqueísmos. Las conexiones de Villa con la historia son enormemente complejas, y lo son aún más los laberintos de su vida personal, los de su ``ignorancia''... y los de esa decadencia en la que fue perdiendo su carácter revolucionario para volverse el arma más eficaz de su propia destrucción.
No obstante, toda esta complejidad garantiza que mucho de lo que nos falta entender sobre México, de lo que nos faltará siempre y de lo que será siempre nuestra salud de mexicanos interrogando a nuestra historia, estará esperándonos en la vida y la singularidad de Pancho Villa... y de miles de villistas.