Fin del juego
Eusebio pretendió ser amable cuando me acercó la taza de café, pero en aquel instante el movimiento de su mano me asustó. Eché el cuerpo hacia atrás. La dureza del respaldo revivió mi sensación de estar acorralada y sin que pudiera evitarlo mis ojos se llenaron de lágrimas.
-No me tengas miedo, te lo suplico -murmuró Eusebio, y yo intenté sonreír, igual que cuando pretendía congraciarme con él y frenar un nuevo estallido de violencia. -Ya te pedí perdón, te juré que no iba a volver a lastimarte, ¿no lo recuerdas?
Por supuesto que recordaba las decenas de llamadas que Eusebio me había hecho, desde que tuve que refugiarme en la casa de mis padres, para disculparse por sus malos tratos y rogarme que aceptara reunirme con él, aunque fuese por última vez, para demostrarme que se había convertido en otro hombre.
Por teléfono las frases habían sonado distinto, pero eran las mismas que Eusebio había utilizado tiempo atrás, siempre que deseaba ponerle fin a alguna de nuestras separaciones ocasionadas por su violencia. El miedo a vivir sola, pero sobre todo la esperanza de que nuestro matrimonio pudiera ser como el que había soñado, me llevaban a caer en el engaño y a regresar al lado de Eusebio.
Las primeras semanas de reconciliación eran tranquilas y agradables. Concentrada en protegerlas no me daba cuenta de que pretendía reconstruir mi vida sobre un terreno agostado por el miedo y el rencor. Las veces que mi madre intentó advertirme del peligro le dije que se equivocaba, que todo iba muy bien.
Conforme tenía que hacer mayores esfuerzos para engañarme y convencerme de que era feliz, las etapas de dicha eran más cortas y cada una más frágil que la anterior. La cordialidad entre Eusebio y yo se desvanecía por supuestas fallas cometidas por mí -insignificancias como un olvido, una simple palabra-, a las que mi esposo les daba el calificativo de imperdonables.
En aquellos momentos, a la tristeza de verme otra vez arrojada de mi paraíso se agregaba un sentimiento de culpa que me volvía mansa ante la violencia de Eusebio. Muchas veces me descubrí murmurando la frase mil veces repetida por mi esposo para justificar su brutalidad: ``Tú te lo buscaste''.
Hace tres años que Eusebio y yo nos separamos pero aún hay noches en que me despiertan los recuerdos: el dolor entrando en todos los rincones de mi cuerpo, la sensación de asfixia cuando Eusebio me tapaba la boca para acallar mis gritos o mis peticiones de auxilio -que por cierto nadie nunca escuchó.
Daría cualquier cosa por olvidarlos: todos me lastiman pero algunos, además, me despiertan un desprecio profundo hacia mí misma. Me abomino cuando me imagino temblando llorosa, acorralada, atenta para repetir con exactitud las frases obscenas que Eusebio me obligaba a pronunciar mientras insistía sobre mi cuerpo lastimado, roto, estéril.
Ya satisfecho, mi esposo me alejaba con un movimiento de su mano y yo retrocedía hasta la pared. Inmóvil, conteniendo la respiración, imaginaba mil formas de escapar de aquel hombre que iba desangrándome, destruyéndome. Mis anhelos de libertad desaparecían ante la primera luz: estimulaba mis esperanzas de que el día por comenzar fuera distinto y de que Eusebio volviera a ser el hombre dulce y comprensivo que me había cautivado durante nuestro noviazgo. Por desgracia, mucho antes de que llegara la noche mis sueños quedaban convertidos en horribles pesadillas.
Comprendí que Eusebio había adivinado mis pensamientos cuando me dijo:
-Entiendo que me tengas desconfianza: muchas veces te prometí que había cambiado y no era así; pero te juro que ahora todo es distinto. Tienes que creerme.
Sentí rabia de que, una vez más, las palabras de Eusebio me recordaran experiencias que había intentado olvidar, por ejemplo aquellos momentos en que, agobiada por su persecución y su furia, lejos de protestar por su injusticia me deshacía en disculpas y en súplicas para que creyera en mi inocencia; pero él, lejos de oírme, duplicaba el castigo.
Después de esperar inútilmente mi respuesta, Eusebio insistió:
-¿En qué piensas? -Al preguntar puso su mano sobre la mía y yo me apresuré a retirarla: -¿Ya ni siquiera permites que te toque? Seguimos casados, eres mi mujer.
-¿Esto te importa?
-Por supuesto, ¿cómo puedes dudarlo?
-Porque nunca te importó.
-¿Qué te pasa? ¿De dónde sacas eso?
-De los malditos recuerdos -dije, llevándome la mano a la cabeza y esforzándome por bajar la voz: -Cada vez que me insultabas o te me ibas encima a golpes yo te decía que no me trataras así, que era tu esposa. ¿Y sabes cuál era tu respuesta? Que no te importaba, que te valía, que para ti yo no era más que una tal por cual.
-¿Tienes que decírmelo ahora? -Eusebio cerró el puño y dio un golpecito en la mesa. -Ya te pedí perdón. ¿Qué más quieres? ¿Me hinco, me arrastro..?
Sentí algo extraño, entre irritación y tristeza, al oir en labios de Eusebio las preguntas que tantas y tan inútilmente le había hecho para diluir su furia. Al mismo tiempo me di cuenta de que todo lo que dijera mi esposo me devolvería a un mundo del que estaba decidida a escapar, así fuera a costa de lastimarme o lastimarlo:
-Nada de eso: sólo quiero irme.
-¿Por qué me haces esto? ¿No merezco que me escuches?
-Está bien: ¿qué quieres decirme? -Crucé los brazos con el mismo movimiento brusco e impaciente con que solía hacerlo Eusebio cuando le imploraba que me diera unos minutos de su tiempo antes de irse, no sabía a dónde ni con quién, dejándome encerrada.
-Que me perdones.
-Eso nada más puede hacerlo Dios.
-No. Tienes que perdonarme, para que yo tenga al menos la esperanza de que podamos volver a vivir juntos. -Eusebio miró mi expresión descompuesta y se apresuró a aclarar: -No digo que hoy ni mañana: algún día. Piénsalo.
-No tengo nada qué pensar. Sé perfectamente bien que tú y yo ya nunca podremos vivir juntos. Vine a decírtelo de una vez por todas y también para suplicarte que no sigas llamándome por teléfono.
-No creí que me odiaras tanto.
-No sé si te odio o no, y tampoco quiero ponerme a investigarlo. Lo único que deseo es que te vayas a tu vida y que me dejes en la mía. -Eusebio se me quedó mirando, sorprendido de mi firmeza. Luego sonrió de una manera extraña y quise saber el motivo.
-¿Sabes? Yo también tengo recuerdos. Cuando me fui de la casa...
-¿Cuál de todas las veces? Te ibas a cada rato -dije, consciente de que estaba siendo cruel.
-La última vez, antes de que decidieras vivir con tus padres. ¿Sabes por qué lo hice? Porque me di cuenta de que si seguíamos juntos terminaría matándote.
-¿Por qué? -grité.
-Porque tuve miedo de que me dejaras por mi forma de ser.
-Nunca me lo dijiste. Al contrario, abandonarme era tu amenaza predilecta, aparte de otras.
-No te lo dije porque no lo sabía.
-¿Y quién te lo enseñó?
-Lo aprendí al no tenerte cerca.
-Lástima que haya sido tan tarde. Bueno, me voy, pero antes quiero pedirte que no vuelvas a buscarme. -Me levanté y me dirigí a la salida del restorán. Eusebio me siguió:
-¿Cómo que te vas? ¿No te ha importado nada de lo que te he dicho?
No contesté, pero temblaba cuando le hice la parada a un taxi. Antes de que lograra abordarlo Eusebio me tomó por el brazo:
-Lárgate. No creas que te voy a rogar, pero te advierto una cosa: si cometo una locura, tú serás la única culpable, ¿oíste?
Nunca olvidaré ese último intento de Eusebio por recuperarme ni la dicha que experimenté al sentir que recobraba mi inocencia.