Sol de plata, el Veracruz de Joaquín Santamaría /I*

n Elena Poniatowska n

Seguramente David Maawad, Alberto Tovalín y el poeta del mar, José Luis Rivas, Bernardo García Díaz e Ignacio Gutiérrez Ruvalcaba, que formaron el equipo de Sol de plata, sintieron lo mismo que Alberto Ruz Lhuillier, cuando por primera vez en medio de una prodigiosa vegetación vio alzarse Palenque. Al abrir el archivo de Joaquín Santamaría, Veracruz entero se abrió como un pavorreal que se aburre de luz por la tarde para darles a los cinco descubridores un espectáculo de excepción, el alma cancionera y la loca vibración del espíritu jarocho. Además de imágenes, Joaquín Santamaría les entregó a los cinco autores del libro, un lenguaje, la energía de una cultura, una ventana a la historia no sólo del puerto, sino al engranaje de su pasado: "Aquí está mi tía Clementina, la que nunca se casó, aquí el general Heriberto Jara, más allá el bolero que no tiene zapatos". El acervo de fotografías de Joaquín Santamaría establecía un orden, la certeza del buen funcionamiento de una ciudad que cuenta con la eficacia y la responsabilidad de sus barrenderos, que quieren que su calle sea la mejor barrida del mundo, sus empleados cumplidos y puntuales, sus panaderos con las manos en la masa, sus carteros de bicicleta e impecable uniforme formados como romanos al ataque, el balneario de Villa del Mar con juegos para niños, los tranvías abiertos que tanto le gustaron a quien casi nada le gustó de México: Graham Greene; los camiones de pasajeros al aire libre frente a Mocambo, la fabulosa Sombrerería López, que tenía todo lo que necesita un caballero para ser elegante y los barcos, siempre los barcos meciéndose sobre el agua, con sus gaviotas que en realidad son pañuelos blancos de adiós, el llamado del mar que invita al viaje, como si Veracruz en sí no fuera sino una inmensa nave a punto de soltar las amarras e iniciar la travesía.

Los puertos del mundo son así, siempre quieren irse; siempre intentan llevarnos consigo, siempre andan despidiéndose.

 

Tonelada y media de gachupín chico

 

La foto que abre el libro de Joaquín Santamaría es una quilla que se nos viene encima como una hermosísima flecha de madera. En Veracruz, se inicia la travesía interna. Sus aguas nos refrescan la curiosidad, tienen algo que ver con el líquido revelador, la solución en la charola del cuarto oscuro en la que aparece la imagen. Salimos a la luz y la vida se expande como un negativo que los días en el puerto van a revelar. Joaquín Santamaría nos da las fragatas, los vapores, los trasatlánticos en que nos trajeron los republicanos españoles el tesoro de su exilio a México, y que el periódico El Dictamen consignó en una pequeña nota: "Arribó el vapor Sinaia con tonelada y media de gachupín chico". Claro, había muchos niños y como los veracruzanos no tomaron la guerra civil de España tan en serio, quisieron quitarle la tragedia a la contienda entre hermanos. y como además del Sinaia, llegaron el Ipanema y el Méxique uno fue el de "gachupín chico", los niños que irían a vivir a Morelia bajo la mirada paterna de Lázaro Cárdenas. Sin embargo, algunas de las fotos de Santamaría son dramáticas; allí están los exiliados con sus gorras vascas, su puño en alto, viendo hacia nosotros desde la cubierta del Sinaia, en 1940, en espera de su destino mexicano. As’ como unos a–os antes, en 1929, don Joaqu’n captur— al general CŽsar Augusto Sandino, su brazo en el aire, a los participantes en los m’tines del Partido Comunista y a los estibadores huelguistas en el muelle. O a los marineros de rostro grave porque inician su viaje de pr‡ctica en el ca–onero Nicol‡s Bravo en 1938.

Alejandra Kollontay, la primera mujer embajadora de la URSS, lleg— a MŽxico en 1926. Como adem‡s de forjadora de la Revoluci—n y compa–era de Lenin era feminista, hab’a declarado enf‡tica que todo lo que ella era se lo deb’a a s’ misma y a su propio esfuerzo, por lo tanto los veracruzanos creyeron que iba a descender del trasatl‡ntico una mujer muy enojada, bigotona y con sombrero de campana metido hasta las cejas. Cu‡l no ser’a su sorpresa al ver aparecer t’midamente, dando blandos pasos de conejo, una pelotita rubia y rosa que sedujo a los pol’ticos mexicanos con su mo–o azul y, por supuesto, con sus ma–as.

A veces, as’ puede ser la Revoluci—n.

Observar la obra de un fot—grafo de la talla de Joaqu’n Santamar’a D’az es un raro privilegio. Joaqu’n Santamar’a no conoce las fronteras raciales, no tiene l’mites, est‡ en todo y nos ofrece sin discriminaci—n alguna a las tres razas que en Veracruz se mezclan con tanta fortuna. Ve a las mulatas risue–as en el muelle con el mismo cari–o con el que ve a las se–oritingas que asisten a los bailes de La Lonja Mercantil, carga c‡mara y tripiŽ al parque Espa–a y a los bailes del cabaret Siboney. Le resultan tan distinguidos los bailes a ras de la acera y los de los pescadores como los encuentros de los encopetados en el teatro Carrillo Puerto. No hace distinci—n alguna entre la dama de sociedad y la sirenita del carro aleg—rico del carnaval, escoltada por su padre disfrazado de Trit—n con ojos de pelota de ping-pong y su madre que por un momento dej— la lavada y la planchada para presenciar el primer premio de su ni–a aguitarrada y triste, como suelen serlo todos los vencedores que toman las glorias de este mundo como debe ser: con filosof’a.

Dec’a John Womack que Veracruz es un pa’s aparte. Queda confirmado al ver esta colecci—n de fotograf’as tomadas a lo largo de casi 50 a–os. Est‡bamos familiarizados con algunas porque aparecieron en varios de los nueve tomos de Cien viajeros en Veracruz, publicados de 1986 a 1992 por el gobierno del estado, pero nunca hab’amos visto la obra en conjunto y su impacto es formidable. Veinte mil negativos constituyen una inmensa fortuna, veinte mil negativos de la calidad reflejada en el libro Sol de plata son una memoria hist—rica y un vasto ‡lbum familiar como si todos los jarochos fueran primeros hermanos de domingo en la playa y otros festivos y graves acontecimientos de un MŽxico que ya se fue.

Veracruz no es apantallador y sin embargo tiene el poder de la metamorfosis. Como una mujer, es feo cuando le conviene y bello cuando quiere. Como una mujer se enoja y tiene sus nortes que nos nortean porque nos dejan como a las palmeras con todas las ideas descabelladas en el suelo. Algunas tardes de bruma, Veracruz se parece a Venecia. Lo confirma Joaqu’n Santamar’a con su fotograf’a de una barca tristona que tiene como fondo el palacio de los Dogos, en realidad el edificio de Faros. Recuerda a Canaletto. Vista desde arriba la gente que llena el malec—n de gozoso trajinar, hace un Seurat jarocho y nos remite a su ÔÔLapres Midi sur la Grande JatteÕÕ.

Ya quisiŽramos todos ser jarochos y traer la mœsica por dentro. La vida jarocha, la noche jarocha, las galletas jarochas con sus arruguitas jarochas, la canci—n jarocha, To–a La Negra y su Vereda Tropical, los cofrecitos hechos con conchas de mar, los peines de carey, los espejos de mano tallados en huesos marinos con su ingenuo letrero Òrecuerdo de VeracruzÓ, las jaibas rellenas se nos vuelven una fijaci—n.

 

Pachucos cortados a la mitad

 

De mi infancia, uno de los viajes que m‡s me marcaron fue venir a Veracruz, en 1943, con El Profe, que as’ le llam‡bamos a Oscar Braniff, para que acompa–‡ramos mi hermana y yo a Aurorita, su hija. Nos mareamos en la madeja nunca desenredada de Mil Cumbres, nos intoxicamos con jaibas rellenas, las playas me parecieron lacias, negras y pelonas, y sin embargo fue Veracruz quien me introdujo a la vida pol’tica de MŽxico, porque en aquellos d’as los billetes de banco se volvieron de juguete, se part’an en dos, a cada mitad se le llamaba pachuco, no hab’a moneda fraccionaria y la econom’a se hizo como de confeti y los papelitos de colores volaban en el aire como en la Casa de la Risa. Nunca supe si los volvieron a pegar ni si una mitad encontr— la otra. Fue un extraordinario alegato en contra de la posesi—n y la infalibilidad del dinero.

A–os m‡s tarde, por la amistad de mi padre con Bruno Pagliai, habr’a yo de conocer a Tamsa (Tubos de Acero de MŽxico) para la industria petrol’fera y la construcci—n de gaseductos que patrocina hoy, junto con la Universidad Veracruzana y el Fondo Nacional para la Cultura y las Artes, el libro Joaqu’n Santamar’a. Sol de plata. Lejos estaba yo de imaginar que un 4 de marzo, diez meses antes del fin de siglo, vendr’a a Veracruz a celebrar no el lanzamiento de un tubo sin costuras, sino de un libro sin fisuras, un gran tubo ese s’ al pasado, con las 135 im‡genes escogidas entre los 20 mil negativos, tomados por un hombre singular, don Joaqu’n Santamar’a y D’az, que nos digitaliz— con 80 a–os de anticipaci—n. Con su falta de pretensiones, su correr de un lado a otro tras la noticia para El Dictamen, el fot—grafo es la ant’tesis del artista que se cree la divina garza.

Al contrario fue una persona muy querida por accesible y por su vital optimismo. Y quiz‡ tambiŽn porque supo enamorarse a los 65 a–os de una muchacha de 20, InŽs Delgado, con la que se cas—. As’ es Veracruz, rejuvenece a los que van de salida y les da una fibra que ya no esperaban. Todos son flacos de oro, todos trovadores. No s—lo es la brisa que viene del mar o los sonidos de la marimba en el aire, sino la presencia de un tipo muy especial de mexicanos, menos solemnes, m‡s luminosos, m‡s abiertos a las distintas corrientes marinas, dispuestos a volver a la vida con el vigor coste–o de un buen caldo de camar—n, un caldo largo de pescado o unos huevos ÒtiradosÓ despuŽs de la Noche de Veracruz que inevitablemente regresa una y otra vez como las olas a la playa.

Veracruz y su mar y sus playas me han acompa–ado desde entonces. Quiz‡ Veracruz me puso tambiŽn en el mundo del ferrocarril, porque a Veracruz se viajaba en tren. En dos ocasiones vine a entrevistar al general Heriberto Jara, su pelo tan blanco como su guayabera. TambiŽn vi de pura chiripada a Adolfo Ruiz Cortines, Žl s’ blanco y negro como las fichas del domin— que hac’a resonar a la hora de Òla sopaÓ sobre la mesa de l‡mina entre sus viejos amigos. Viajar a Veracruz era emprender la subida al cielo. Ya desde Jalapa el aire se endulzaba, se volv’a tibio, apimientado en C—rdoba, y en Papantla ol’a a vainilla, y los cafetales se apresuraban para venir enrojecidos y sudorosos a hacer guardia al borde de la carretera. Daban ganas de desvestirse y con gusto me hubiera desatornillado el alma para dejarla en algœn ‡rbol, una ceiba de ser posible, para orearla mejor y a mayor altura.

Dicen que Tlacotalpan no es la cuna de Agust’n Lara, que naci— Òrumbero y jarocho, trovador de verasÓ; Juan Rulfo era de Sayula, pero declar— una y otra vez que prefer’a ser de San Gabriel, y JosŽ Mojica, que s’ era de San Gabriel, empe–aba su palabra en que era de San Miguel Allende. Total, cada quien es un poco de donde nace, pero m‡s de donde est‡ su coraz—n, y por eso, despuŽs de los viajes a Jalapa, a Tlacotalpan, y al puerto de Veracruz, aunque no lo parezca, soy un poquito jarocha.

 

* Texto le’do durante la presentaci—n del libro Joaqu’n Santamar’a. Sol de plata, el 4 de marzo en la Fototeca de Veracruz